No será la primera vez que esto se escribe, pero la verdad es que apuesto a que no sea la última y a que se siga escribiendo hasta que Israel pare de cometer crímenes contra la Humanidad.

Hace mucho tiempo –mucho tiempo para quienes venimos del Planeta Siglo XX, tan apurado, poco en realidad para quienes pueden exhibir miles de años de historia como pueblo– que tenemos un problema cada vez que el Estado de Israel se sale de la ley, cada vez que comete un crimen. Tenemos el problema de condenar el crimen y condenar al autor, como sucede cada vez que alguien comete un crimen, cada vez que se salta la línea que como sociedad internacional trazamos para decir, “de acá no podemos pasar”.

Si Iraq, al mando de Saddam Hussein, se pasa de la raya, condenamos al Estado iraquí y, por extensión, a su líder, o al revés, qué más da. Si Rusia deja sin gas a Europa, rápidamente le exigimos al gobierno ruso que abra esos grifos que hacen tiritar a monarquías y repúblicas sin distingos, y condenamos a Vladimir Putin, y sugerimos que él en realidad gobierna tras las pesadas cortinas del Kremlin y él dio la orden de no dejar pasar el gas. Con Israel tenemos un problema. Si Estados Unidos invade países, derroca gobiernos y asesina personalidades a través de sus agentes de la CIA, la condena es automática y se proclama sin mayores explicaciones. No las debe haber, los crímenes no se explican. Pero con Israel tenemos un problema.

Desde la creación del Estado de Israel, desde la cesión por parte del viejo protectorado británico y sus socios de esas tierras en un gesto que, de antemano, se sabía que iba a despertar la ira de sus antiguos y actuales moradores no judíos, tenemos ese problema cuando una decisión de Estado impulsa a Israel a cruzar la raya trazada por el derecho internacional. Quien condena esos hechos es rápidamente clasificado como antisemita o enemigo del pueblo judío, que no es lo mismo pero se parece en la superficie. Esto sí tiene algunas explicaciones, algunas simples como una fábula de Esopo y otras un tanto más complejas.

El pueblo judío ha soportado persecuciones desde que la Historia comenzó a ser relatada. Probadas y crueles persecuciones, la última de las cuales fue ejecutada precisamente por un Estado terrorista como el alemán-nazi de entre 1933 y 1945, aunque podría decirse que aún antes la agresión antijudía ya se venía llevando a cabo sin la participación abierta del Estado pero con éste haciendo la más gorda de las vistas.

Europa persiguió a los judíos, no una sino varias veces, en brutales oleadas históricas que dejaron huella en muchas generaciones. Durante el medioevo, “la judería” fue objeto de las más incalificables humillaciones y debió pagar con muerte y dolor la intransigencia católica. Pero en los siglos XIX y XX los antijudíos en Francia, España, Inglaterra, Alemania, Rusia, Polonia y otros países no eran ni pocos ni tibios. A la hora de segregar y perseguir, Europa hizo escuela del antijudaísmo.

Para llegar a tener su propia tierra, su Estado, su independencia real, Israel apeló a todos los métodos conocidos en la lucha política, incluido el terrorismo y la guerra de guerrillas, que no son lo mismo pero que muchas veces cohabitan determinadas estrategias. El final de esa lucha terminó con la proclamación, en 1948, del Estado de Israel, un acto de justicia que llevaba intrínseco, sin embargo, un acto de profunda injusticia: nacía una nación, la judía, pero a la par el pueblo palestino se quedaba sin sus tierras, las que durante siglos le habían pertenecido.

No se pretende desde aquí hacer un meticuloso repaso histórico, pero habría que apelar a la peor de las malas intenciones si se quisiera desmentir el modesto correlato planteado en este artículo. Se podrá estar más o menos de acuerdo con que esta columna no vaya al detalle ni exponga los aspectos más complejos de política internacional que derivaron en la creación de Israel, pero negar que Palestina –así se llamaba el territorio que hoy ocupa el Estado judío antes de producirse tamaño acontecimiento geopolítico– sufrió un brutal despojo es, como mínimo, un malintencionado atajo hacia la justificación de todo lo actuado desde aquellos años por Israel, incluyendo secuestros, asesinatos, invasiones, operaciones de inteligencia en naciones soberanas, amenazas nucleares a países vecinos, etc.

Tenemos un problema y el problema es que no podemos criticar o condenar los crímenes del Estado de Israel.

¿Por qué tenemos ese problema? Porque en lugar de constituirse en aliados de quienes repudian la historia de opresiones y persecuciones de que ha sido objeto por siglos el pueblo judío pero no aceptan la justificación de que cualquier medio es válido para sostener el fin supremo del derecho a existir que proclama Israel, los organismos no gubernamentales judíos y las entidades comunitarias israelíes en todo el mundo asumen como propio, con honrosas excepciones, el discurso paranoico de la derecha ortodoxa judía, que es retroalimentado a su vez por las consignas diseminadas por el servicio de inteligencia Mossad, ejecutado a sangre y fuego por las fuerzas armadas y que no desentonan tampoco con las plataformas de los denominados partidos”progresistas” de Israel, como el laborismo.

Todos ellos bancan con frenética euforia o con adusto gesto todo lo actuado por el ejército israelí, sin objetar criminales prácticas como la actual incursión en la Franja de Gaza.

No hay manera, hasta la fecha, de lograr que alguna de esas instituciones hagan pública condena alguna al Estado de Israel frente a invasiones como la de El Líbano, asesinatos de dirigentes de Hezbollah o Hamas junto a sus familias, ataques relámpago contra población civil, en fin, todo lo ya suficientemente conocido por el mundo en torno de la mayoría de las acciones militares ejecutadas por Israel.

Tal vez esto sea así porque ese Estado subvenciona a algunas de esas entidades que, al mismo tiempo, en un verdadero juego de intereses cruzados, colecta recursos que envía al país más armado y más ofensivo de Medio Oriente. Lo hacen muchas comunidades, pero no todas tienen que manifestar –o callar, o justificar– su posición ante actos de gobierno de su madre patria en forma tan seguida como la judía.

La independencia en esos casos es un bien que cotiza en baja pero debería embanderar toda opinión, y lo sabían muy bien dos brillantes y valientes exponentes –y no los únicos por cierto– de la comunidad judía en la Argentina: el rabino Marshall Meyer, miembro por años de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y el periodista Herman Schiller, quienes a su vez fundaron el Movimiento Judío por los Derechos Humanos. Ni ellos ni muchísimos judíos opinaron u opinan en contra de estas bestiales acciones temiendo ser menos fieles a la tradición de pueblo perseguido y valiente. Por el contrario, se sintieron y sienten más obligados a perseguir justicia por esas indelebles marcas que otros Estados dejaron en sus memorias al perseguirlos.

¿Cómo repetir, emular, clonar esas abyectas acciones que una hora aciaga en la Historia de la Civilización fueron esparcidas sobre la humanidad de millones de judíos? ¿Cómo es posible crear un discurso que pretende disfrazar esos métodos –tortura, exterminio masivo de civiles, acusaciones falsas sobre presuntas características del “enemigo”, ejecuciones, campos de concentración– con la defensa de la integridad de un pueblo y el derecho a tener su tierra propia. Un pueblo que viviría mucho mejor si su Estado no estuviera en estado beligerante la mayor parte del tiempo.

Hay que superar la culpa que genera el hecho de condenar al Estado de Israel y acusarlo de terrorista y de cometer delitos contra la Humanidad como si estuviéramos atacando al pueblo de Israel. No debe haber culpa en quienes condenamos la Shoa, no debe causarnos escozor criticar y acusar a un Estado criminal a quienes vivimos el terrorismo de Estado en la Argentina, muchos de ellos compañeros judíos que eran tratados peor por esa condición. Nadie de quienes admiramos a los sobrevivientes de Treblinka, de Ravensbruck, de Sobibor y sufrimos por los muertos, los más, debemos sentirnos acomplejados en modo alguno al comparar aquellas atrocidades con éstas.

Fue Theodor Adorno quien arriesgó aquella sentencia: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Hoy ese pensamiento no tiene vigencia, no al menos la vigencia que debe tener otra reflexión, hoy, 905 muertos después de la primera esquirla de este último tiempo sobre la Franja de Gaza. Si Adorno le puso tamaño techo a la abstracción artística y obligó a más de un tilingo a reflexionar muy en serio sobre aquel mundo de posguerra, hoy es preciso proclamar a los cuatro vientos: Callar lo que hoy pasa en Franja de Gaza después de Auschwitz es un acto de barbarie.

Franja de Gaza es un acto de barbarie del Estado israelí. Tenemos un problema. Dejemos de tenerlo.
 

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