Terremotos, maremotos, huracanes, sequías. Los polos se derriten. Los océanos crecen y amenazan con inundar continentes. El planeta se recalienta, como acechado por los eternos fuegos del Infierno. A los cataclismos naturales se suman los económicos: recesión, quiebras, desocupación. Y la peste: sólo faltaba la peste para que el mundo se parezca cada vez más a la Edad Media.

Las siete ominosas trompetas de los ángeles del Apocalipsis comenzaron a sonar con graznidos de muerte y destrucción. A cada soplido angelical, una calamidad. Hubo granizo y fuego mezclados con sangre, que fueron lanzados sobre la tierra; y la tercera parte de los árboles se quemó, y se quemó toda la hierba verde. El segundo ángel tocó la trompeta, y como una gran montaña ardiendo en fuego fue precipitada en el mar; y la tercera parte del mar se convirtió en sangre. Y murió la tercera parte de los seres vivientes que estaban en el mar, y la tercera parte de las naves fue destruida. El tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo una gran estrella, ardiendo como una antorcha, y cayó sobre la tercera parte de los ríos, y sobre las fuentes de las aguas. Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo; y muchos hombres murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas. Las temibles palabras de Juan se parecen cada vez más a las que pueden leerse en los medios de comunicación por estos medievales días.

Catolicismo reaccionario –con caza de brujas incluida– de la mano de Joseph Ratzinger, Papa y azote de musulmanes, abortistas, homosexuales y profilácticos. Cataclismos naturales, económicos, sociales, sanitarios. Todo parece anunciar el Armagedón. Y encima la peste. Sólo faltaba la peste para configurar un cuadro medieval, de cuño regresivo y reaccionario. Y la ciencia, último recurso de la modernidad, parece absorta ante los virus, los mosquitos y los cerdos. Poco puede hacer, hasta ahora, para frenar la destrucción del mundo, “víctima de los pecados de la Humanidad”.

Las epidemias y el miedo han sido alimentos tradicionales de las posturas políticas más retrógradas. Las actuales pestes parecen diseñadas a la medida de la discriminación, la xenofobia y el rechazo del otro. Porque “el mal viene de afuera” (muletilla de todos los autoritarismos). “El mal es extranjero” (como el dengue y la gripe porcina). Y entonces hay que cuidarse, alejarse del otro, no saludarlo siquiera, porque la saliva apesta, como el agua devenida ajenjo. Y no viajar, no moverse, quedarse quieto y si es posible encerrado: como el individuo medieval, que atado a la tierra se movía poco, no se abría ni al mundo ni al otro, y temía a Dios, al Señor-patrón, al pecado y a la peste.

En el escalofriante relato de Juan, las langostas eran semejantes a caballos preparados para la guerra: en las cabezas tenían coronas de oro, sus caras eran como caras humanas, tenían cabello de mujer, dientes de leones y colas de escorpiones. Los monstruos que hoy en día pueblan el mundo no son idénticos a los paridos en una cueva de Patmos a finales del siglo I, pero la utilización política del miedo se viene perfeccionando desde entonces. El desafío de estos días parece ser tomar las medidas necesarias para preservar la salud pública sin hacerle el juego a los que utilizan el lógico temor con el oculto objetivo de retrasar la hora unos mil años.

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