El vaquero Obama.
El vaquero Obama.

La popularidad de Obama cayó, pero todavía está en un 60 por ciento. Algunos le reclaman incumplimiento de promesas. Otros todavía esperan, aferrados a la “esperanza de cambio”, leitmotiv de campaña y gestión.

Los medios hacen comparaciones con las presidencias de Herbert Hoover (1929-1933) y Franklin Delano Roosevelt (1933-1945). Ambos fortalecieron el Estado para sortear las crisis, con resultado diverso: el primero, republicano, fracasó por no ir a fondo, atado a sus prejuicios. El segundo, demócrata, se animó, y hoy es un prócer cuya sombra se proyecta sobre Obama.

Más de 37 millones de pobres, algunos de ellos nuevos pobres, herencia directa de la administración de George W. Bush. Pero otros no: constituyen el núcleo duro de la marginalidad y la exclusión, que desde hace años fluctúa entre 20 y 40 millones. Sobre una población calculada en 300 millones, los pobres constituyen un 12 por ciento. El desempleo, por su parte, alcanzó este año el 9,4 por ciento, el porcentaje más alto en 26 años. Este sería el marco, algo así como la base de la comparación de Obama con los dos presidentes que tuvieron que lidiar con calamidades que marcaron a fuego el imaginario de los estadounidenses: La caída de la Bolsa de Nueva York de octubre de 1929 (una de las tantas y cíclicas debacles), la Gran Depresión, y la Segunda Guerra Mundial. Tanto Hoover como Roosevelt (más conocido como FDR) apelaron a medidas estatizantes, “progresistas” para utilizar la denominación que se usa en los Estados Unidos y que, con muchas diferencias, señala más o menos algo similar a lo que indica en la Argentina.

Dos de las más influyentes revistas estadounidenses embisten con estas comparaciones y juegos de diferencias en sus ediciones de julio. Harper’s juega con Obama/Hoover gráficamente, y en los titulados, y desarrolla la idea como tema principal de la edición en un extenso ensayo de Kevin Baker. Por su parte, Time dedica un número especial, anual, a Franklin Delano Roosevelt. “¿Qué puede aprender Barack Obama de FDR?”, dice el título de tapa junto a la imagen de FDR.

En el discurso social de los Estados Unidos el papel del Estado como regulador de la economía ocupa el centro de la cuestión por estos días, cuando ya se cumplieron seis meses de la asunción de Obama. Los demócratas más progresistas militan a favor de la necesidad de una fuerte “inversión” del Estado en determinados sectores clave de la economía. Los sectores conservadores de ambos partidos, y las corporaciones (donde se concentra mucho más poder de decisión que en los dos grandes partidos y la Presidencia, claro) rechazan la injerencia del Estado, que “hace todo mal, lento, y nunca” y siempre a precios exorbitantes que debe pagar la sociedad, “el ciudadano que trabaja y paga sus impuestos y no tiene por qué solventar vagos, fracasados, estafadores”. Queda claro que el discurso conservador no se caracteriza por sus variantes ni por sus matices, más allá de las enormes distancias históricas, sociales, culturales. Por el contrario, basa su efectividad, entre otras cosas, en machacar hasta el cansancio con la misma cantinela. Teniendo a la mayoría de los medios de comunicación de su lado, la estrategia rinde sus frutos.

Hoover, republicano y conservador, vio un panorama tan negro al asumir en 1929, meses después de la debacle de Wall Street, que apeló al pragmatismo y adjuró del más sacrosanto dogma de la economía liberal: “laissez faire”, algo así como “dejar hacer” al mercado, no meter mano estatal en el Mercado, deidad laica y principal regulador de las relaciones económicas y sociales de la sociedad capitalista. Para hacer esto, Hoover tuvo que romper con la línea más dura de su propio partido. Y se sacó de encima, mandándolo a Inglaterra con el cargo de embajador, a su Secretario del Tesoro, Andrew Melon, quien había abogado por dejar que el mercado hiciera lo suyo y liquidara puestos de trabajo, industrias, propiedades, depósitos, como una suerte de Leviatán privatista, monstruo muy conocido en la Argentina. Hoover se reunió con los empresarios y les pidió que afectaran lo menos posible los puestos de trabajo, propuso un ambicioso plan de obra pública, subsidió a los bancos quebrados y apoyó la libre sindicalización de los trabajadores. “El único problema es que fracasó”, se señala con ironía al describir el resultado final de esta Presidencia, que quedó en la historia como una gestión olvidable.

FDR para muchos profundizó lo que había intentado Hoover, y en medio del desastre económico, lejos de cerrar la caja, fue pródigo: construyó miles de kilómetros de carreteras, aumentó la ayuda a desempleados, otorgó la primera pensión estatal a jubilados y pensionados con fondos de un impuesto a empleadores y empleados, e impulsó la sindicalización y la discusión paritaria. Muchas de estas medidas eran nuevas e insólitas. Hoy los historiadores progresistas coinciden en que su gestión, que creó además una larga serie de organismos estatales de regulación, control e inversión, cambio para siempre a los Estados Unidos.

Entre la esperanza y la decepción, dubitativo como lo demuestra su posición ante el golpe de Estado en Honduras, que por acción y omisión terminó dando aire a los golpistas, Obama carga con estas comparaciones, que constituyen una manera elegante de preguntarle y preguntarse, entre otras cosas, si se animará.
 

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