Una permanente tensión entre seguridad y “libertades individuales” se percibe y se padece en los Estados Unidos, donde “la lucha contra el terrorismo”, último avatar de una larga historia de fantasmas justificatorios, avasalla los más elementales derechos del ciudadano.
Entre el infinito magma semiótico de letreros, indicadores, y advertencias, que configuran un gran texto legal callejero, omnipresente, propalando restricciones y amenazas de sanción, hay uno especialmente claro: el que se lee en algunos teléfonos públicos, que tiene forma de escudo policial y dice, sencillamente, “su conversación va a ser grabada”. La mayoría de estos aparatos están ubicados, por ejemplo, en barrios caracterizados, según las autoridades policiales, por la recurrente venta ilegal de drogas. No faltan en Haight-Ashbury, el barrio hippie de San Francisco, California, donde indican claramente que si el usuario del teléfono llama a un vendedor de sustancias ilegales, la policía tendrá una grabación como prueba. En ese mismo sector, pero en el parque Golden Gate, también sitio hippie en los 60, otro letrero amenaza con la dura ley a quienes consuman drogas allí.
En las puertas de los taxis se advierte que una cámara filmará al pasajero. En algunas ciudades las medidas de seguridad en los taxis incluyen mamparas que separan el habitáculo del conductor, pero en otros no, y sólo apelan a la filmación.
No son las únicas cámaras. Sin llegar a la cantidad que se registran en Londres, Inglaterra, en los Estados Unidos también se experimenta la desagradable sensación de estar siendo observado todo el tiempo: en los negocios, en las estaciones del transporte público, en ciertas calles, en las oficinas del Estado siempre está el gran ojo de la ley, heredero de aquellos ojos en las catedrales medievales con la amenaza “Dios ve”.
“Perdí un portafolio con toda mi documentación en un tren. Noté la falta apenas bajé y me dirigí a un policía. Unas horas después había recuperado todo. Estaba todo intacto”, señaló un ciudadano israelí en el aeropuerto de Dallas, Texas. Hasta aquí, el relato es la típica anécdota que demostraría la honestidad y organización que reina en los países del denominado Primer Mundo. Pero la segunda parte de la anécdota ofrece otros matices: “Cuando fui a la comisaría a retirar mis cosas, les empecé a describir el portafolio y la forma en que me lo olvidé. Y ellos me dijeron enseguida, sí, sí, nosotros lo vimos…”, agregó el hombre, asombrado porque los oficiales le describieron uno por uno y en detalle sus movimientos. Es que dejar un bolso, bulto o paquete en un lugar público o en un medio de transporte y retirarse no es un hecho menor en la lógica de la seguridad.
Si de las calles pasamos a los aeropuertos, en esos no-lugares tan marcados por el efecto Torres Gemelas, el avasallamiento es más grosero, más sistemático, más reiterado y redundante. Los pasajeros tienen que mostrar el contenido de sus equipajes un par de veces, por lo menos. Tienen que exhibirlo ante seres humanos, máquinas, y simpáticos perrillos de fino olfato. No se pueden llevar líquidos ni cremas en los bolsos de mano. El calzado es una bomba potencial, por lo que hay que descalzarse para someterlo a exámenes rigurosos. Todo metal (monedas, hebillas, llaves, accesorios, relojes) es sospechoso y activa temibles mecanismos sonoros, luces rojas, nuevas requisas. Y además, más allá de los escáners y los rayos x que permiten ver el interior de bolsos y valijas, la Administración para la Seguridad del Transporte, que depende del Departamento de Seguridad Interior de los Estados Unidos y se conoce bajo la sigla TSA, tiene derecho a abrir el equipaje. Como sea. Y si el pasajero colocó en la valija un candado con combinación para preservar sus pertenencias, es posible que se lleve una desagradable sorpresa cuando la retire después del vuelo. En lugar del candado, encontrará un precinto de plástico y una cartita de disculpas: “Como el candado no cumplía con las normas dispuestas por la TSA, debió ser destruido”, dice el mensaje. Sólo los candados homologados por la TSA, los que tienen un rombo color rojo, pueden salvarse de la destrucción, porque además del sistema de combinación se abren con llave, y los muchachos de la TSA, como nos enseñaron las películas, tienen la llave maestra.
Es un gastado lugar común remitirse a ficciones como 1984 y Un mundo feliz para ejemplificar el accionar de regímenes autoritarios que avanzan contra las “libertades individuales” concepto muy utilizado en los países desarrollados en lugar de “derechos humanos”, reservado a los sectores más militantes, progresistas y revolucionarios. Pero acaso no esté de más marcar la contradicción flagrante que existe entre este accionar autoritario y cierta prédica a favor de las libertades y la democracia que se utiliza para juzgar a otros gobiernos y erigirse en árbitros de estas cuestiones a nivel mundial. Sin salir del territorio de los Estados Unidos, sin tener que apelar al sanguinario listado de golpes de Estado y genocidios financiados por la CIA a lo largo de su historia, con sólo observar qué trato reciben los propios ciudadanos que caminan por las calles de ese país, es posible poner en entredicho estas maniobras discursivas.
La tensión permanente entre seguridad y libertades está además en la base de una de las discusiones que ocupa un sitio central en el discurso social de los medios en los Estados Unidos: la tortura. También en las calles, a través de carteles de grupos militantes, y en las fachadas de algunos templos evangelistas, es posible encontrar distintas posiciones acerca de la polémica desatada por la utilización reiterada y el intento de legitimar y legalizar estas prácticas, una herencia de la era Bush, y una pesada carga para la administración de Barack Obama, que prometió un cambio en este sentido.
“Skinny boy”, dijo despectivamente el ex fisicoculturista, actor, y actual gobernador del Estado de California, Arnold Alois Schwarzenegger, con relación a Obama. La expresión significa “Un muchacho flacucho”, y más allá de los motivos que pueda tener el musculoso político conservador nacido en Austria para despreciar a Obama, lo cierto es que el presidente luce débil, pequeño, para enfrentar a sectores del establishment que vienen utilizando los métodos más brutales para imponer sus intereses a cualquier costo.
Los sectores más progresistas ya denuncian una mora por parte de Obama en este tema, entre otros. En uno de los títulos de tapa de la edición de julio de la revista Harper’s utilizaron un ingenioso juego de palabras para marcar esta demora. Tomaron el “Yes, we can”, que significa “Sí, podemos” y fue el eslogan más característico y recordado de la campaña de Obama, y le hicieron un crítico agregado: “Yes, we can still torture”, se lee en caracteres blancos sobre fondo rojo en la tapa de la influyente publicación: “Sí, podemos seguir torturando”, significa.