Mientras en el sur aturde el cacaraeo de los rancios neoliberales cada vez que el Estado avanza sobre los monopolios privados, en el norte los asustados inventores de Frankenstein discuten cómo ponerle freno al mercado en medio de las ruinas dejadas por el mayor acto de corrupción de la historia de la humanidad.
Mares de sangre. Lluvia de azufre. Ríos de fragante y negra pez. Bernie arrasó con todo. Decenas de miles de personas quedaron en la calle y otras tantas sin trabajo. Tres millones de víctimas, directas e indirectas. Aparecieron “villas miseria” en forma de campamentos en los Estados Unidos. Todo se derrumbó y algunos optaron por el suicidio. Bernie no es un huracán, ni un terremoto. No es una calamidad natural, nada tiene de natural el sistema que lo hizo posible y verosímil. Bernard Madoff lo hizo. El financista estadounidense de 71 años, corredor bursátil de Nueva York que llegó a ocupar la presidencia del Nasdaq, en diciembre se declaró responsable del mayor fraude de la historia, que alcanzó los 65 mil millones de dólares e hizo tambalear las finanzas y la economía de buena parte del mundo. Desde 1979 Madoff montó una espectacular puesta en escena que dramatiza la fase más pestilencial del capitalismo financiero, una versión del “esquema Ponzi” así denominado en honor a Carlo Ponzi, estafador italiano que brilló en Boston en la década del 20. Se trata de un sistema piramidal que consiste en prometer grandes beneficios a inversores en función de un producto que en realidad no existe. El montaje funciona durante un tiempo, pero su propia lógica interna, según afirman los expertos, hace que finalmente se agote y se derrumbe.
El 10 de diciembre de 2008, el genio de las finanzas reunió a su mujer, su hermano y sus dos hijos, todos empleados de su empresa, y les contó que su compañía de inversión no era más que una gran mentira, una verdadera fábrica de humo, un fraude: “Estoy terminado. He perdido 50 mil millones de dólares. Todo era solamente un enorme fraude”, habría dicho en aquella memorable reunión familiar en un lujoso departamento de Manhattan. Un día después, Madoff confesó que no había invertido nunca ni un centavo de las sumas que le habían confiado a su sociedad Bernard L. Madoff Investement Securities. El 12 de marzo de 2009, se declaró culpable de once cargos, entre ellos fraude, perjurio, blanqueo de dinero, y robo.
Sería justo que por estos días, al escuchar la palabra “corrupción”, acudieran a nuestra mente escenas del pulcro y glamoroso Wall Street, con sus callejuelas trajinadas por señores de traje gris que comen panchos mientras caminan y que después de las 17 salen a beber pintas de cerveza Newcastle en bellos y minimalistas barcitos de la zona, con sus happy hour y sus luces difusas, tan correctamente utilizadas. Porque desde los albores de la civilización, desde que el mono comenzó a caminar raro, erecto, no ha habido en la pestilente historia de la humanidad un acto de corrupción mayor, más dañino ni con más víctimas directas e indirectas.
Fue condenado a 150 años de prisión, la pena máxima prevista por la ley. “La extensión, la duración y la naturaleza de los delitos de Madoff hacen que merezca expecionalmente el castigo máximo autorizado por ley”, señaló el procurador Lev Dassin. Pero la confesión de Bernie y la “condena ejemplar” no fue más que la expresión de otra puesta en escena que encubre y salva la extensa cadena de responsabilidades y complicidades que hizo posible la estafa. La semana pasada el lugarteniente de Madoff, Frank Di Pascali, se declaró culpable de diez delitos: "Las operaciones eran totalmente falsas", señaló ante la corte federal de Manhattan, y muchos se preguntan si sus palabras permitirán finalmente desentrañar todos los detalles del fraude, con nombres y apellidos, o si acaso son parte de una negociación para encubrir complicidades.
El caso Madoff fue apenas el más notable de una serie de fraudes financieros del mismo tipo: el Stanford Internacional Bank de Texas, que estafó en 9 mil millones de dólares a sus clientes, es otro ejemplo que desnuda que estos devastadores desaguisados, lejos de representar aberraciones del sistema, son su producto más genuino, la máxima expresión, el sueño realizado de una etapa del capitalismo financiero en el marco de una economía cada vez más concentrada.
Como enseña la historia de Frankenstein, los creadores del monstruo son los primeros en asustarse de su propia creación y salir a combatirlo. El derrumbe bursátil todavía ocupa un lugar central en el debate en los Estados Unidos por estos días, y marcó a fuego la administración del presidente Barack Obama. El papel del Estado como regulador de la economía y árbitro de las relaciones económicas está muy presente en el debate. Y algunos de los argumentos que se utilizan, en medio de las ruinas que dejó el mercado desbocado, asombrarían y repugnarían a muchos representantes locales del mercadismo monopólico a ultranza, ya acostumbrados a ser desmentidos por sus propios maestros-patrones.
Mientras en la tierra santa del capitalismo se le pone límites a la especulación, y el Estado avanza decididamente en la regulación de sectores cada vez más amplios de la economía y de la vida cotidiana, como único freno posible a la barbarie del lucro, y pese a cargar con el marbete de “lento e ineficiente”, más al sur los últimos avatares de las elites privilegiadas se aferran a viejos esquemas, repiten la gastada cantinela del “Estado depredador e insaciable” y mienten, mienten para que algo quede. Falsarios con claque y Clarín, despotrican contra "la estatización del fútbol" mientras depositan sus ganancias en cuentas del Citi Bank, banco estatizado, controlado por el gobierno de los Estados Unidos.