Las condenas a los genocidas que actuaron en la ciudad de Santa Fe, y la que se dictó por abuso sexual agravado al ex arzobispo de esa misma ciudad, Edgardo Storni, significan un salto cualititavo en la calidad institucional e implican un avance significativo en materia de seguridad ciudadana. Peligrosos criminales seguirán detenidos, por lo que hay motivos concretos para sentirnos un poco más seguros. El desafío futuro es hacer que este hecho histórico con escasos precedentes se incorpore al sentido común dominante y lo transforme.
Después de décadas de lucha colectiva, los avances de la verdad y la justicia parecen incontenibles. Y tanto la condena a los genocidas como la que se le dictó al prelado por abuso sexual, más allá de la diferencia entre los delitos cometidos en cada caso, poseen un claro denominador común: ponen fin a privilegios, a complicidades e impunidades que representan un fiel reflejo de los entresijos más oscuros, elitistas y autoritarios enquistados en la sociedad argentina. Las decisiones de la justicia significan un avance de las instituciones sobre viejos poderes concentrados, que rechazan toda forma de institucionalidad, y que en muchos casos se afianzan ideológicamente en conceptos premodernos, arcaicos, aristocráticos y hasta medievales.
Víctor Brusa, el primer magistrado condenado por delitos de lesa humanidad, y el ex arzobispo, el primero en América Latina condenado por abusos sexuales, cometieron delitos amparados por instituciones de distinto origen, pero que en determinadas circunstancias aseguraron por igual la impunidad. De esas dos instituciones, la Justicia por un lado, y la Iglesia por el otro, es esta última la más refractaria a los valores democráticos, porque se ubica en un más allá de las leyes humanas, amparada en una voluntad divina imposible de articular con las normas terrenales de los simples hombres, por lo que los cambios políticos la afectan de otra manera, con otros tiempos.
Las posibles homologaciones entre los casos Brusa y Storni pueden ir más allá: ambos actuaron como "señores" en el antiguo sentido del término, que es el que cabe en estos casos. Los ahora condenados actuaron con la impunidad de quien se cree dueño de la vida y la muerte de sus "súbditos" o “vasallos", conceptos anteriores al de “ciudadano”. Ambos cometieron delitos en el mismo ámbito, la ciudad de Santa Fe, donde todavía pervive un grotesco sistema de patriciado que cuenta con el apoyo y la complicidad de buena parte de los poderes políticos y de la sociedad civil.
Por eso, los actuales avances en materia de verdad y justicia remueven finalmente una rémora propia del oscuro 45. En 1545 el Concilio de Trento impuso el rostro más reaccionario, autoritario de la Iglesia, inaugurando la brutal escalada de la Inquisición como parte de un salto represivo que encontrará su reafirmación en épocas recientes, con los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Ambos papas refirmaron el poder profundamente antidemocrático y sobrenatural de la milenaria institución con sede en el fastuoso Vaticano. En este contexto, el desafío futuro es operar sobre el sentido común imperante, incorporando los contenidos emanados de estos históricos fallos, que son sistemáticamente invisibilizados por los medios de comunicación concentrados, justamente los que más inciden sobre la construcción de la agenda de temas y el sentido común. Los contenidos, los datos, las informaciones y los hechos, concretos, contundentes, irrefutables, que se derivan de estas condenas ejemplares ponen en jaque la estructura y la matriz ideológica del sentido común imperante por estos días en la Argentina. Por este motivo, el desafío a enfrentar no es menor, teniendo en cuenta la correlación de fuerzas existentes, que se expresa tanto en el plano material como en el simbólico. La tarea a realizar en el marco de la denominada lucha por el sentido implica reafirmar la victoria de la militancia sobre la reacción, y convertir ese triunfo de la verdad y la justicia en una victoria cultural de la sociedad.
Operando sobre el sentido común quizás se logre, además, que sectores sociales recuperen su voz, hablen por sí mismos, y dejen de funcionar meros propaladores de discursos que les son ajenos a sus intereses y hasta claramente contrarios. La uniformidad del actual sentido común resulta sorprendente, e indica un grado de incidencia de ciertos medios de comunicación antes desconocido. Este proceso de dominación cultural caracterizado por la concentración y la consiguiente uniformidad, ha comenzado a revertirse, sobre todo a partir de algunos excesos cometidos por el Grupo Clarín. Pero queda mucho por hacer y los ciudadanos y las organizaciones que se embarquen en esta tarea deberán enfrentar monstruos grandes que mienten fuerte, y que cuentan con armas sofisticadas que no están al alcance del ciudadano común, que ya tiene bastante con ganarse el sustento.
Y a la hora de rastrear el origen y la genealogía de estos arcaicos rasgos ideológicos, los testimonios emanados de los juicios a los represores tienen un valor excepcional y merecerían una mayor difusión, por ejemplo, como material de estudio y discusión en escuelas y facultades. Por este motivo, entre otros, es necesaria la mayor publicidad posible de los juicios, no para generar un "show mediático", sino para dar lugar, en todo caso, a un "show didáctico", sin olvidar que la palabra "show" significa "mostrar" y que esto no necesariamente debe estar vinculado al amarillismo.
Los genocidas se siguen pensando a sí mismos como “señores” dueños de la vida y la muerte de sus “súbditos” y se manifiestan humillados por el sólo hecho de verse interpelados por poderes de la democracia, a la que desprecian profundamente. Por eso, la sola difusión de estas oscuras expresiones daría por tierra con la teoría de los dos demonios, entre otras tergiversaciones en boga, y ampliaría la base de sustentación de otros planteos ideológicos y de otros relatos posibles, al servicio de otros intereses.
Los juicios a los genocidas pueden ser instrumentados como una fuente invalorable de contenidos políticos, sociales e ideológicos. En el actual contexto, quizás la acción más revulsiva, más democrática, más constructiva por parte de los sectores progresistas sea llenar de contenido los discursos vacíos, enfrentando de esta manera la principal estrategia de los poderes más concentrados: propiciar lo antipolítico como virtud y superación de las ideologías. De allí que los medios de comunicación al servicio de los poderes económicos más concentrados den aire, construyan y apoyen a aquellos dirigentes que logran hablar diciendo nada, o mejor: destruyendo sistemáticamente la generación de contenido.
Una larga tradición de abusos sexuales
El caso Storni forma parte de una antigua tradición de atropellos contra la dignidad sexual de las personas perpetrados por la Iglesia Católica. Durante la Edad Media y el Renacimiento era parte del folklore y la cultura popular la intensa actividad sexual de los hombres y mujeres de la Iglesia, las orgías y los sistemáticos abortos que se realizaban en los conventos. Todos estos hechos probados y reconocidos por la propia Iglesia dieron lugar, durante siglos, a canciones, cuentos, y chismes. El término "bujarrón" se usaba por entonces como sinónimo de "sodomita". La palabra derivó luego a "bufarrón", vocablo utilizado en Argentina no sólo con el sentido de "homosexual", sino más específicamente para referirse a hombres mayores que tienen relaciones con menores. Y más allá de las cuestiones históricas, el abuso de una situación de poder es el denominador común que se mantiene durante los siglos, casi sin cambios. Los hechos que se le imputaron a Storni tuvieron lugar "cuando el imputado se encontraba en pleno ejercicio de su ministerio, en su carácter de máximo representante de la Iglesia santafesina y autoridad del Seminario Nuestra Señoras", tal como el tribunal que lo condenó a 8 años de prisión dejó sentado en el fallo. El caso Storni, por otra parte, forma parte de una enorme cadena de escándalos que sacudieron a distintos países del mundo durante los últimos años por casos similares que, lejos de ser excepciones y constituir inevitables desvíos propios de toda institución, marcan una tendencia estructural que se remonta a los albores del cristianismo y su problema con la sexualidad humana.
En este caso, la reflexión sobre el fallo en el marco de la batalla por el sentido es necesaria porque la Iglesia Católica todavía pretende erigirse en autoridad moral en nuestra sociedad, dictando normas y recomendaciones en este sentido, y opinando sobre temas de tanto impacto social como aborto, utilización de profilácticos y homosexualidad. Desde su propio origen, esta institución ha tenido graves inconvenientes para resolver la cuestión de la sexualidad, como lo demuestra la milenaria polémica sobre el celibato, que está en el centro de la cuestión de los abusos sexuales.
El celibato sacerdotal aparece en la historia de la Iglesia en tiempos tan tempranos como el siglo IV, se hace manifiesto en el Concilio de Elvira, reiterándose en el Concilio de Letrán en 1123, aunque dicha regulación no fue seguida de manera estricta. Sería en el siglo XVI, en el Concilio de Trento (entre 1545 y 1563), que se estableció de manera definitiva el celibato sacerdotal obligatorio como se le conoce en la actualidad, en respuesta a la Reforma protestante que permitía, e incluso promovía, el matrimonio de los sacerdotes. Las razones expuestas para la adopción del celibato responden a cuestiones morales, por un lado, como intento de poner coto a los excesos de los sacerdotes; y razones económicas, por el otro, por las propiedades de los sacerdotes casados, cuyos hijos podrían reclamar bienes que la Iglesia pretendía mantener para sí. Y a esta altura de la historia es obvia que la institución resolvió muy satisfactoriamente las cuestiones patrimoniales, aunque por otro lado no logró poner límites a la sexualidad de los sacerdotes. Muy por el contrario, los escándalos desatados por abusos demuestran que la sexualidad eclesiástica viene adoptando las formas más aberrantes y dañinas. La condena a Storni no sólo se refiere a ese caso puntual, sino que implica el rechazo a toda una concepción ideológica propia de otras etapas de la historia ya superadas. Con los "señores" en gayola, nos podemos sentir un poco más seguros.