Obama fuma, el mundo espera.
Obama fuma, el mundo espera.

Nadie que habite el planeta Tierra desde hace algún tiempo puede esperar cambios revolucionarios en Estados Unidos. Pero parece que ni siquiera una reformita cosmética. A un año de la asunción de Obama, que ganó la elección por una diferencia de más de ocho millones y medio de votos, el panorama social en aquel país se debate entre la decepción de muchos, el llamado a la paciencia de otros, y el odio cerril y demencial de una derecha que ve en el presidente un temible avatar afromusulmán de Marx, Lenin y Trotsky. La pregunta es si mantendrá en pie el único cambio real que se produjo hace un año: la inusitada participación política de la ciudadanía.

Circula una teoría, sencilla y contundente que aparentemente deja las cosas en claro: el establishment estadounidense necesitaba, después de la presidencia de George W. Bush, un candidato distinto, progresista, hasta afroestadounidense, para que continuara con las políticas conservadoras, para que siguiera desplegando la barbarie genocida del imperio en el mundo, pero con “rostro humano” y con una retórica políticamente correcta. “Gatopardismo”, para abrevar en el lugar común al que siempre se acude para resumir y dar contexto a este tipo de teorías. El problema de este planteo es que resulta demasiado claro y sencillo para ser cierto, es decir para dar cuenta de la cambiante, compleja realidad social de Estados Unidos. Como herramienta para entender lo que sucede, esta teoría es pobre, y hace agua por todos lados. Porque el hecho de que Obama se esté pareciendo cada vez más a su antecesor, sobre todo en política internacional, no demuestra que haya sido el candidato preferido del establishment, sino que abre un amplio panorama de cuestiones que tienen que ver con los límites del poder, de Obama en particular y de cualquier presidente en general, frente a los poderes fácticos, permanentes, reales, esos que no dependen de la voluntad popular: las grandes corporaciones, las empresas multinacionales, los conglomerados de intereses cada vez más concentrados. Cualquiera de estos "actores sociales" puede acumular más poder que muchos estados juntos. Y la elección de la expresión entrecomillada, ambigua y poco precisa, intenta demostrar la dificultad para encontrarle un nombre a conglomerados heterogéneos y de naturaleza lábil, indefinible, esquiva. ¿Cuánto gobierna Obama? ¿Cuánto gobierna un gobierno? ¿De qué hablamos cuando decimos "el poder"? Muchas veces en la historia de Occidente, y no sólo en los Estados Unidos, el sistema democrático ha propuesto a la ciudadanía “elegir” entre candidatos mimados establishment, por un lado, y los otros, no tan mimados, e incluso despreciados por esos poderes concentrados, pero que luego, ya en el gobierno, trabajan obedientes para el establishment.

A un año de aquellos días de sorpresa y efervescencia en los Estados Unidos, y de pesadilla sin fin para los racistas, la diferencia entre tener el gobierno y tener el poder se hace cada vez más clara. La brecha entre ambos conceptos se agiganta, al igual que aquella que separa la retórica de los buenos discursos de la realidad de las políticas activas.

Obama llegó a alcanzar más del 60 por ciento de imagen positiva en aquellos días de la esperanza que parecen tan lejanos. Hoy el porcentaje de aprobación no llega al 50 por ciento. Los números de la desocupación tampoco son alentadores: más del 10 por ciento, y se estima que podría alcanzar el doble en los próximos meses. Es todo un récord, sólo comparable con niveles alcanzados en 1983. Actualmente, hay en Estados Unidos más de 16 millones de personas que no encuentran empleo.

El programa de estímulo económico que puso en marcha Obama hace diez meses, que incluyó grandes proyectos de construcción de puentes y carreteras, no logró reducir el desempleo, y apenas si se hizo sentir en la industria de la construcción.

La reforma del sistema de salud, uno de los ejes de la gestión de Obama y un desafío al establishment que contó con una inusitada participación social, está en terapia intensiva, y si sale, será en una versión muy edulcorada, descafeinada y que poco o nada tendrá que ver con la idea inicial. Es obvio que las corporaciones del negocio de la salud, los laboratorios, y las compañías aseguradoras, resultaron en esta pelea más poderosas. Estos mismos "actores sociales" más de una vez alentaron golpes de Estado en distintas partes del mundo. Obama no pudo con ellas.

Tampoco pudo con el otro gran conglomerado de intereses, el complejo militar industrial. El inesperado Premio Nobel de la Paz le resultó como una carga, fue como un lastre, como un peso extra que cargar sobre sus espaldas a la hora de tener que agacharse ante los señores de la guerra. Obama mandó más soldados a Afganistán, y durante su discurso de aceptación del Nobel justificó el uso de la fuerza militar para defender los intereses de su país. Sólo le faltó el acento blanco y texano para parecerse más a George W. Bush.

Obama defendió además el uso creciente de aviones no tripulados en Pakistán para localizar y asesinar “a dirigentes de Al Qaeda”. Durante 2009, el premio Nobel de la Paz fue directo responsable político de la muerte de 700 personas en ese país. Cuesta pensar que todos ellas hayan sido dirigentes de alguna organización armada. “Estamos en guerra”, repitió Obama finalmente, como si citara a su antecesor, por si quedaban dudas de que cada vez se diferencia menos del texano.

La opinión pública recuerda por estos días, que ningún presidente tuvo que enfrentar de entrada semejante crisis. Pero también recuerda que las esperanzas y las expectativas que despertó fueron excesivas. Se analiza su temperamento, se habla de su pragmatismo. Otros recuerdan sus antecedentes progresistas y militantes en los barrios pobres de Chicago. Los menos disconformes siguen pidiendo paciencia: “menos que bien pero mejor que nada”, dicen de la gestión de Obama. Los más progresistas están decepcionados. Y la derecha ofrece el aspecto más divertido del cuadro social, por lo grotesco, aunque esta patología no termina de resultar graciosa porque llama al odio y hasta promueve el asesinato de Obama, que batió récords de amenazas de muerte.

¿Qué se hizo del cambio semiótico, simbólico, que se produjo hace un año y que vino del lado de la gente, que militó como nunca para lograr la antes impensable victoria de un afroestadounidense? ¿Perdurará la idea de que con más participación puede al menos intentarse cambiar las cosas, siendo que pocas cambiaron efectivamente?

“Sí, nosotros podemos”, fue uno de los lemas de campaña de Obama. Lo que está en duda por estos días es a quiénes se refería con el “nosotros”. El balance del primer año indica que son las grandes corporaciones, “ellos”, los que siempre pudieron y siguen pudiendo hacer negocios en desmedro de las mayorías.

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