Inflamados, henchidos de muerte, los cuerpos se apilan, como cosas, como objetos que hieden y deben ser eliminados, quemados, escondidos en las entrañas de la tierra para que no infecten a los todavía vivos. Los cadáveres son marcas, vestigios, letras desmañadas que forman un texto que narra una historia, triste y muy antigua. Las fotos que llegan de Haití producen una inmediata reacción sentimental, universal, pero detrás de la superficie plana de la imagen puede leerse otra historia, y la foto se convierte en película, y entonces la hipocresía de los imperios y los mandatarios que ahora se fotografían conmovidos y clamando “por ayuda humanitaria” despiden un hedor más rancio y acre todavía.

El fotógrafo logró captar el momento justo. El bebé, con la tiesura espantosa de la muerte, surca el aire, arrojado por un hombre enguantado que lo extrajo de una pila de muertos de un camión para lanzarlo hacia otra pila de muertos, en una atiborrada morgue. Esta es apenas una de las miles de imágenes que circula por estos días a partir de la tragedia del país caribeño. Y más allá de su función constatativa, documental, ciertos detalles (los guantes blancos, algunos gestos en los rostros, la crispación de las manos vacías en busca de alimentos, las pilas de cuerpos) se convierten en símbolos poderosos.

La imagen fotográfica es una marca que hace presente lo ausente, que nos acerca lo lejano, que nos trae hasta nuestra propia casa hechos que suceden a distancias impensables. Cuando alguien posa su mirada sobre una fotografía, se pone en funcionamiento, además, el poderoso arsenal retórico que la imagen posee. La foto es un objeto de memoria, un decidido intento contra el tiempo y la muerte. Cuando lo que la imagen muestra es, justamente, la muerte, la única certeza de nuestra existencia humana, se disparan interrogantes, preguntas, dudas. “La furia de la naturaleza”, “El desastre natural”, “La tragedia” y otras expresiones similares congelan las imágenes, les quitan su natural movimiento, las sustraen del devenir histórico, les roban el contexto, como si sólo un terremoto fuese suficiente para generar lo que las fotos de Haití nos muestran.

¿Cuándo empezaron a morir esos muertos? ¿Cuándo comenzó el proceso de putrefacción de esa sociedad? ¿Acaso muchas de esas personas, hoy cadáveres, no sobrevivían ya, apiladas en lugares hediondos, “en vida”? ¿Qué tragedias humanitarias, qué dramas humanos se desarrollaban ya, desde hace años, desde hace siglos, sobre esa tierra, antes del temblor? ¿Qué se derrumbó en Haití, ese lugar del mundo donde resulta tan natural la muerte en vida propia los zombies, que forman parte de la cultura popular? ¿Cómo olía Haití antes del desastre? ¿Había comida y agua para todos?

Las fotos son poderosas. Las imágenes de Haití no se agotan en el mero registro de una “realidad”: son testimonio histórico, y además creación que invita a crear, a reflexionar, a participar en función de nuestra propia historia y nuestro propio contexto. La mera reacción sentimental como toda respuesta ante al horror termina dificultando este proceso, que es abierto, que implica una invitación al compromiso activo. Quizás la reacción más humana y solidaria, además de la ayuda efectiva a las víctimas, sea reinstalar el contexto, destacar la historia, poner al descubierto el devenir de esa sociedad, sus temblores más profundos, sus calamidades no naturales, el saqueo, primero de España, después de Francia y más recientemente de los Estados Unidos.

Nada mejor que la muerte para deshistorizar, para poner en boga valores eternos que esconden el devenir histórico y los intereses coloniales e imperiales que saquearon el país caribeño. Haití ya estaba en ruinas antes del terremoto. Ahora es apenas ruinas sobre ruinas. Y muchos de los que luchaban penosamente por sobrevivir en medio de la más injusta y planificada miseria ahora dejaron de hacerlo, sólo eso. Cambiaron la muerte lenta de la indignidad del hambre por un final rápido, abrupto, espectacular, que despierta los culposos sentimientos de quienes, desde cómodas oficinas perfumadas, observan las fotos del horror, piden a su secretaria que los comunique con alguna organización filantrópica, y rezan “Hay que hacer algo, pobre gente”.

Ni siquiera la muerte es igualadora. La muerte de un ser humano pone en acto, dramatiza toda la historia de su vida. Cada uno de esos bultos hediondos que se apilan en las calles de Haití fue alguna vez un ser humano, al igual que el ejecutivo que lee horrorizado el diario en sus oficinas con vistas a lugares bellos, al igual que las millones de personas que incorporaron a su charla cotidiana, con sus compañeros de trabajo, la expresión “Viste, qué tremendo lo de Haití”.

Las fotos del desastre muestran, claramente para quien se comprometa a verlo, la historia de la vida de cada una de esas personas devenidas cosas. Historias de violencia, degradación, hambre y dolor. “Vidas” que sólo comparten con la de los horrorizados ciudadanos que ahora se estremecen apenas un nombre, una palabra ambigua y abarcativa.

En el siglo XIX, el inventor del negativo fotográfico, William Henry Fox Talbot, denominó a su invento “skiagrafía” y también “words of light” (“palabras de luz”), lo que nos hace pensar en la fotografía como un código, como un lenguaje hecho de luz. Y efectivamente, la imagen despliega todas sus posibilidades retóricas: la imagen es argumentación.

Las fotos de Haití argumentan con contundencia. Nos hablan de la hipocresía, de la mala conciencia, de la culpa, del aprovechamiento de las desgracias por parte de los poderosos, de los mismos que lucraron con la pobreza, porque la pobreza, nos explican vehementes las imágenes, es un producto rentable, un horror que se fabrica para que estalle y hieda lejos, lejos de las oficinas perfumadas. Las fotos del caos de Haití llaman a otras imágenes, las citan, las convocan. Aceptemos el convite y coloquemos una foto junto a la otra: el vuelo del bebés tieso al lado de la foto de Barack Obama, William Clinton y George W. Bush compungidos, con gesto adusto, humanitarios, reunidos por el desastre en un gesto que festejan los que quieren borrar la historia. Entonces se completa el cuadro, se aclara la argumentación: por un lado, los cadáveres putrefactos, al aire libre; por el otro lado, las infaltables aves de rapiña, carroñeras, sobrevolando en círculos, relamiéndose ante tan exquisito banquete de carne podrida.

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