Los bailarines de cuatro metros de altura se mueven lentos; los de tamaño convencional, a gran velocidad, y giran sobre sus cabezas y gritan. El cantante jamaiquino interpreta No woman no cry, pero la chica que recibió el anillo de boda no le hace caso y llora en medio de la plaza, entre cientos de personas que aplauden mientras hacen picnic. Hay halcones, y chicas que posan sensuales y pan y circo y un aleph que se derrama y bulle como un magma. Todo eso aquí, en un sitio que los romanos llamaron Londinium.

Tres pantallas gigantescas ofrecen un espectáculo de danza hipnótica. Envueltos por los gestos en cámara lenta de los cuerpos que se retuercen, la feliz pareja se abraza. Ella llora y el sonríe y la besa alentado por el público. Londres bulle en la plaza Trafalgar, donde todo parece ser posible. Un barco en una botella del tamaño de una camioneta se exhibe en una esquina. Nueve chicas corean en corro una vieja canción de amor. Cuatro jóvenes italianas devienen sopranos de averno y la gritería, exhibe carteles de la película “Inception” y corren como deslizándose sobre las baldosas como impulsadas por fuerzas invisibles, en busca de Leonardo Di Caprio, que a pocos metros de allí, en la plaza Leicester (otro magma semiótico, pero dedicado al cine y el teatro) firma autógrafos en medio de una maraña de vallas, policías sonrientes, flashes, alfombras, pantallas y gritos. Pasa un colectivo rojo, de dos pisos, de los típicos de Londres, pero está fuera de servicio. Dentro estalla una fiesta de bola de espejos, bailongo y serpentina.

La exhibición de videos de David Michalek Danza lenta se desenvuelve a espaldas de la columna de Nelson y sus bajorrelieves de batallas, de victorias imperiales y lejanos heroísmos. Dos chicas hablan del Mundial y toman cognac. “Quiero que gane España, a los holandeses no los aguanto”, dice una de ellas, estirada sobre una manta a medias extendida en el centro de la plaza. “Bueno, no sé, en realidad me importa una mierda”, se corrige para pasar a dedicarse al queso Brie y el salamín.

Pan, circo y consumo en cada rincón de esta ciudad, donde se hablan 300 lenguas y se pronuncia el inglés de infinitas, variadas y coloridas maneras. Una chica separa las piernas, tensa los glúteos apretados por el diminuto short rojo sangre, se reclina sobre la fuente donde algunas personas remojan sus pies peronísticamente. El novio de la improvisada modelo de Playboy le va pidiendo distintas poses, y luego ambos controlan la calidad de las imágenes obtenidas. Una joven india agita un pañuelo blanco para ser vista por su amiga, que está en la plaza pero no logra verla en medio del gentío. Un joven africano la ve sola y se le acerca para proponerle tomar una cerveza. Los guardias con chalecos fluorescentes miran cada jugada. El enorme partido de Trafalgar ofrece infinitas alternativas. Ojos humanos que se suman a los electrónicos de las cámaras de vigilancia que están en cada rincón de Londres, como un Gran Hermano omnipresente que parece decir “ojo que te estoy viendo”.

Por las mañanas, en ese mismo espacio, que luce distinto, cruzado por personas apuradas que pasan corriendo, una empresa de management de aves urbanas (avian solution), muestra la rutina de un halcón y su entrenador con guante de cuero. Vuelos rasantes y regreso a la mano del amo, una y otras vez, pese a la indiferencia de los que corren hacia el trabajo. La estolidez neoclásica del edificio de la Nacional Gallery contrasta con la troupe de artistas callejeros que despliega su danza rap y break entre gritos y aullidos, rodeados de personas que aplauden y se maravilla ante la plasticidad de los jóvenes, que pasan más tiempo parados sobre sus cabezas que sobre sus pies.

La plaza Trafalgar es un monumento al pasado y el presente imperialista de Inglaterra. Fue erigida cuando esta nación era la reina de los mares y acumulaba, vía invasiones y piratería, el capital necesario para sostener el sistema capitalista mundial, que significaba y significa la riqueza y el fasto de unos pocos y la miseria de muchos, como describen las novelas de Charles Dickens y los diarios de hoy. Su nombre hace referencia a la batalla de Trafalgar en la que la armada británica venció a las armadas francesa y española frente a las costas de Cádiz, España. En 1820, el rey Jorge IV encargó a John Nash la urbanización de la zona. La arquitectura actual de la plaza se debe a Charles Barry y fue terminada en 1845.

Hoy es un lugar de manifestaciones políticas, espectáculos gratuitos, picnics, y encuentros para las salidas nocturnas. Borges sabía bien que además del aleph argentino, el de Daneri, hay aquí otro, que es como un magma semiótico en permanente expansión. Ciudad de 300 lenguas, esos códigos lingüísticos son apenas unos más entre tantos. Los antiguos romanos se asombrarían de ver qué se hizo de esa pequeña aldea a orillas del Támesis que ellos llamaron Londinium.

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