Los medios hegemónicos han dejado de brindar el básico servicio de ofrecer información necesaria para la toma de decisiones y la participación de los ciudadanos. Se han corrido de ese lugar para acudir en auxilio de los más fuertes y defender intereses económicos concentrados. ¿Qué hacen entonces, en lugar de informar? El interrogante nos conduce a reflexionar sobre la hegemonía discursiva, la violencia simbólica, y las formas de dominación a través del miedo, la confusión y los prejuicios.

Los medios de comunicación concentrados al servicio de los intereses económicos más conservadores han logrado lo que los especialistas en análisis de discurso denominan “hegemonía discursiva”, situación que depende de la correlación de fuerzas existente en cada momento. Este concepto no sólo se refiere a cuestiones cuantitativas, como por ejemplo qué medios tienen más impacto e influencia en el público. Más allá de este hecho obvio, los medios hegemónicos imponen y construyen estructuras ideológicas mucho más difusas, más implícitas y profundas: definen el grado de legitimidad y verdad de los enunciados, crean sus propios esquemas persuasivos y de argumentación, marcan el límite de los pensable-decible en una sociedad, difunden temperamentos, predisposiciones, estados de ánimo, valores, axiomas, visiones del mundo, dogmas, fetiches, tabúes y profecías autocumplidas, otorgan mayor o menos aceptabilidad a las ideas que circulan, crean lugares comunes y, sobre todo, definen “el efecto de evidencia” o “efecto de realidad” propio de todo discurso. Mediante su creciente poder de sugestión e ilusión, los medios hegemónicos contribuyen a que ciudadanos comunes y trabajadores asalariados se conviertan en propaladores de la ideología dominante, fenómeno que resulta evidente entre algunos sectores medios urbanos.

La “verdad” es una construcción social, y cada sociedad, en cada época determinada, tiene sus esquemas persuasivos, sus estrategias de argumentación, sus criterios de verificación para los enunciados. En estos momentos se está escribiendo en la Argentina y en América latina uno de los capítulos más interesantes y complejos de la historia social de la argumentación. El desprecio por parte de los medios hegemónicos hacia cualquiera de las formas de la sinceridad, la transparencia y el respeto por el receptor está llegando a límites pocas veces conocidos.

No se trata, claro está, de “reflejar la verdad”, ni de “informar con objetividad”, que son expresiones idealizantes y quiméricas que desconocen la naturaleza opaca y ambigua del lenguaje. La responsabilidad ética de los medios consiste en hacer transparente la subjetividad desde donde se emite el discurso. Se trata de blanquear, de exhibir lo que está oculto, de hacer evidente quiénes son los dueños de los medios y a qué intereses responden. La idea es dejarle bien claro al receptor desde qué lugar del entramado de intereses que forman la sociedad se emite la noticia. De esta manera, el receptor tiene elementos para pensar, razonar, comparar distintos discursos emitidos desde distintos intereses, y luego sopesar, y decidir con un grado mayor de libertad. Sólo así se asegura la existencia de un receptor activo, participativo, con poder de decisión, con poder. El esquema actual de medios en la Argentina, rémora de una norma de la dictadura, está en las antípodas de la participación: el receptor es concebido como un mero receptáculo que hace de inconsciente claque de intereses ajenos.

“Hay cosas que todos dicen porque fueron dichas antes”, escribió Montesquieu haciendo referencia a un fenómeno propio de la hegemonía discursiva. Como señala el analista de discurso Marc Angenot, la hegemonía discursiva no sólo impone temas recurrentes, ideas de moda, lugares comunes y efectos de evidencia. También impone reglas generales de lo decible, lo pensable, y lo aceptable discursivo en cada época. De esta manera, los medios hegemónicos “sobredeterminan lo enunciable”, señala Angenot, y “privan de medios de enunciación a lo impensable y a lo todavía no dicho”. Por este motivo, hoy en la Argentina puede ocurrir que aquellos ciudadanos que no repitan el discurso dominante, y rechacen la prédica falaz de los medios concentrados, queden del lado de lo “indecible”, por lo que sus afirmaciones parecerán insólitas, inauditas, hasta demenciales, sólo porque se alejan de la vulgata hegemónica.

Un repaso por algunas de las falacias en boga, tomadas al azar, puede dar cuenta de la funcionalidad concreta de este fenómeno de dominación social a través de la palabra. Por ejemplo, cuando se afirma que el gobierno nacional “ejerce censura sobre la prensa” queda claro que el que señala semejante falacia lo hace desde una situación de impunidad. De otra manera, nadie recurriría, incluso por una cuestión táctica, a una mentira tan fácil de desmentir con sólo encender un aparato de radio o televisión, o con sólo ver los titulares de diarios y revistas: la mayoría de los medios son críticos del gobierno y algunos, incluso, intentan deslegitimarlo de todas las maneras posibles, como no hicieron con las dictaduras, por ejemplo. La impunidad da lugar además al cinismo más perverso, porque quienes hablan de censura son los mismos que defienden el actual modelo mediático y rechazan la nueva ley de servicios audiovisuales, que sí asegurará la libertad de expresión. La censura la ejercen las empresas y los grupos de poder económico concentrado, no el gobierno.

Otro ejemplo: cuando la dirigente Elisa Carrió, ante la mirada azorada de su entrevistador, hace referencia “al régimen nazi” para denunciar lo que considera “manejos autoritarios” del gobierno nacional, lejos de hacerle mella al gobierno, lo que hace es utilizar descaradamente, en su propio beneficio, la memoria y el dolor de los millones de seres humanos que murieron en los campos de concentración nazi. La pregunta es qué le permite proferir semejante barbaridad sin sonrojarse, sin tener que arrepentirse, sin tener que hacerse cargo de sus palabras. La respuesta es obvia: la hegemonía discursiva es la que marca lo decible, lo aceptable, y Carrió habla amparada por este poder hegemónico. ¿Cómo puede sonar aceptable semejante falacia? Acaso porque hay personas ávidas de escuchar insultos y acusaciones contra el gobierno nacional, aunque sean absurdas e inverosímiles. La verosimilitud, justamente, corre por cuenta de la hegemonía discursiva, que además, y esto resulta fundamental, maneja la predisposición y el ánimo de la ciudadanía que se somete a su prédica.

El ánimo de algunos ciudadanos de clase media penetrados por el discurso dominante determina que, por ejemplo, todo lo que diga la presidenta Cristina Fernández será “falso”, “exasperante”, “soberbio” y “prepotente”. Todo. No importa qué diga. No importa nada más. No es necesario escuchar siquiera. Con sólo saber que sale de labios de la presidenta, ya es suficiente para la descalificación automática. Aquí todo es prejuicio y predisposición. Todo es previo. No se necesita escuchar, ni razonar, ni saber. Es como criticar una película sin haberla visto. En este mecanismo no hay pensamiento, ni razonamiento. Ninguna de las formas de la verdad está presente. No se quiere saber ni conocer, y se crea la ilusión de “opinión”, cuando en realidad no puede haber opinión si el que la emite no sabe de qué opina. En todo caso, quien cree opinar, en realidad, es un mero propalador de opiniones de otros.

“Mentime que me gusta”, parecen decir algunos representantes de los sectores medios penetrados por el discurso hegemónico. “Mentime, decime cualquier cosa, que yo voy a creerla, me muero de ganas de ser engañado”, parecen decir, pero no lo dicen, claro: lo hacen. Si reflexionamos sobre este ejercicio de imaginación, que implica decir lo indecible, lo todavía no dicho, aparece un interrogante: ¿Cómo es posible que se traguen cualquier cosa, literalmente cualquier cosa? La respuesta es esquiva, pero acaso se pueda pensar que eso que se tragan, aunque sea burdo e inverosímil, aunque nada tenga que ver con la verdad, sí cumple una función muy importante y sí cubre una necesidad imperiosa del hablante-repetidor: confirma prejuicios, tabúes, dogmas y miedos. La falacia es aceptada porque se enanca en el complejo de inferioridad que define a los sectores medios, porque trabaja sobre sus miedos, sus pequeñas miserias, sus grandes envidias. La falacia más vil funciona cuando alimenta la visión individualista del mundo propia de los sectores medios, su rechazo a la política, al cambio, a toda acción colectiva, y su odio atávico, cerril, hacia los pobres, a quienes consideran sus enemigos.

El ominoso, homogéneo runrún que producen los grandes medios hegemónicos se parece a la música minimalista que exudan las aguas servidas y los detritos cloacales al emprender su camino final. Verdadera cacofonía social, no hay allí información alguna, pero sí una imagen clara del tipo de receptor al que se dirigen y que ellos mismos construyen: un ser pasivo, acomplejado y miedoso, dispuesto a tragarlo todo, una suerte de cloaca humana. A partir de allí se puede tirar del ovillo y tal vez descubrir lo que esos medios hegemónicos ocultan: una ideología, un modelo de país, lo inconfesable.

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