La muerte suele resultar indiferente en el círculo externo a la intimidad del que ya no está. La desaparición física de una figura pública, en cambio, no pasa inadvertida para la comunidad en la que actuó: están los brindan y los que lloran. Veamos.
En 24 horas de velatorio pasaron por la Casa Rosada a despedir a Néstor Kirchner las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, los H.I.J.O.S, los jóvenes militantes, los trabajadores, los pobres, la constelación de “cabecitas negras” que conforma lo que antes se denominaba Pueblo (así, con mayúscula) pero la palabra vacua de los medios hegemónicos homogeneizó con la más inofensiva “gente”, pasaron los profesionales independientes, ancianos, los gringos del interior, los mapuches y los tobas, viejos militantes que volvieron a encantarse con la política, muchas mujeres, estudiantes, pibitos que acompañaron a sus padres rotos por el dolor.
Son los que lloran a un líder excepcional. Al hombre que devolvió la dignidad al pueblo argentino cuando la autoestima de la Nación cotizaba menos que un Lecop, cuando había triunfado el discurso de la impotencia, cuando todo lo bueno se conseguía afuera y lo peor éramos nosotros mismos, incapaces de construir nuestro propio destino.
Lloran a Kirchner los que encontraron en él la representación de los que no tenían visibilidad política en la Argentina de la democracia destinada a no cambiar nada, a ser custodio del orden establecido, a acudir con presteza en auxilio de los poderosos, la democracia protectora del inamovible estado de cosas imperante.
Lo llora el Pueblo a Néstor Carlos Kirchner, los sedientos de justicia, los que consiguieron una jubilación cuando su único destino era el de ser parias del sistema, los jóvenes que por primera vez sintieron que vale la pena militar en política también lo lloran, los que entendieron que no todo es lo mismo y que en los matices está la verdad.
Lo llora el Pueblo argentino en un sitio que se llama “Salón de los Patriotas Latinoamericanos”, donde flanquean al féretro dos retratos: el de Ernesto Guevara y el de Juan Perón, y donde no hay espacio para los Julio Argentino Roca ni los Figueroa Alcorta.
Y están los que brindan. Claro que no lo hacen en público, tienen el recato de llenar sus copas de miseria en privado, porque respetan la muerte pero no la vida.
Son los que aplaudieron a los gobiernos que no trepidaron en reprimir a su pueblo y matar argentinos para aplicar el programa dictado en el Norte. Los que saludaban al FMI con las manos manchadas de sangre de compatriotas y se cruzan de vereda cuando ven un toba.
No hubo poderosos empresarios en los funerales de Néstor Kirchner, aun cuando los hubo en su proyecto de gobierno. ¡Cuánto extrañan los que brinda la época en que el Ministerio de Economía de la Argentina tenía sede en Washington!
Los que brindan se esconden, creen ahora que sus madrigueras estarán a salvo. Ya volvieron a reclamar impunidad para los genocidas y sumisión del Estado a los intereses mezquinos pero poderosos de los poderes fácticos, los que nadie vota pero tiene una inmensa capacidad de daño.
“Muerto el perro se acabó la rabia”, piensan, y llenan sus copas. Ya es hora de volver a la democracia que aceptó complaciente los poderes fácticos que emergieron del terror de la última dictadura, y que nunca debieron temerle a la política porque ella no era una herramienta de transformación social sino la custodia de sus intereses chiquitos, como su visión del mundo.
Desde 1987 a 2003 la Casa Rosada fue la principal garantía de libertad e impunidad para los genocidas, no su riesgo de condena. Por esa añoranza brindan los que hoy no lloran.
Brindan los que no tienen sueños, los que no quieren que nada cambie, los que odian.
Levantan hoy sus copas excitados los enemigos del Pueblo, ganados por un visceral odio de clase a los desposeídos.
Los que quieren que Argentina sea Europa y no Latinoamérica, brindan. En sus míseras conciencias se les abre una hendija de esperanza: que el tiempo vuelva atrás, que la restauración conservadora triunfe de una vez y para siempre, que sepulte por fin a esa turba bulliciosa y mal entrazada que de tanto en tanto quiere ser protagonista de un país que no les pertenece, porque si la Argentina es de alguien, es de los que hoy brindan por la muerte.
Lo que deben saber los que brindan es que los que lloran son más, y están muy dispuestos a seguir cagándoles la refinada fiesta de pocos invitados.