Foto: Javier García Alfaro

La campaña de los distintos partidos políticos para la inminente realización de las elecciones Primarias (PASO), aparece caracterizada por distintos comentaristas políticos, casi como un lugar común, por la ausencia de propuestas. Una campaña basada en spots televisivos y radiales que se concentran sobre un único tema, sintetizando en una frase, un slogan, una palabra o una imagen, las críticas hacia el gobierno nacional.

Frente a esta situación, desde Carta Abierta Rosario, nos parece necesario, ir un poco más allá de esta aparente ausencia de propuestas, confrontar esas frases y encontrar los sentidos ocultos tras el puro sentido común.

Por ejemplo, desde C.A. nos preguntamos ¿qué es un país normal?

Evidentemente se trata de una propuesta que apela al sentido común de los ciudadanos, un término ambiguo que admite distintas interpretaciones, habida cuenta de que es portador de distintos significados:

¿Normal es lo natural? ¿Es decir, aquello que ha sido naturalizado por la sociedad, adscribiéndole un carácter inevitable?

¿Normal es lo habitual, lo que está previsto, las acciones y rutinas que se desenvuelven en la sociedad con absoluta regularidad?

¿Normal es lo que se define por oposición a anormal, desviado, patológico, monstruoso o, las menos de las veces, a fantástico o fenomenal?

¿Normal es lo “común y corriente”? ¿Aquello que se conoce y acepta universalmente a la vez que fluye rutinariamente, un conjunto de hechos y acciones obvias, porque no se las mira y no se las mira porque se supone que así son las cosas, ahora y siempre?

La cuestión ha sido abordada por la sociología desde sus inicios. Para el Positivismo, el carácter de normal, presenta dos facetas, una que refiere a la normalidad como una media estadística, como tipología construida en base a los rasgos universales de un fenómeno, que se repiten con la misma frecuencia con que lo hace el fenómeno en cuestión. Desde este punto de vista, es normal que haya crimen – y castigo- en una sociedad. La otra, como valor: normal, como opuesto a “patológico”, aquello que debe ser objeto de intervención en función de la salud del “organismo social”.

Desde otras corrientes de pensamiento sociológico y filosófico, la normalidad es una construcción social cotidiana, opaca en cuanto a la posibilidad de visualizar los mecanismos que la producen, en la cual se expresan las expectativas, juicios y prejuicios de los grupos dominantes de una sociedad respecto a las conductas y desempeños de los integrantes de esa población. Expectativas, juicios y prejuicios impuestos ideológicamente al resto de la sociedad que lo adopta como propios…”Las luchas simbólicas son luchas políticas” dice P. Bourdieu, en tanto en las mismas está en juego la imposición de una determinada visión del mundo.

¿Cómo caracterizar una sociedad para fundamentar una propuesta política en un término tan ambiguo?

Ninguna propuesta política se puede entender si no se articula con la trama social de la que forma parte; en este caso creemos que debemos enmarcar esta perspectiva en la tradición político- cultural de occidente, y en este sentido es que rastreamos la deriva de la idea de normalidad.

Si avanzamos en las formulaciones teóricas, nos vamos a encontrar con las raíces políticas y las prácticas racistas que la perspectiva biologicista de la sociedad ha generado.

Para Michel Foucault, la norma, como vara divisoria entre lo aceptable y lo inaceptable, es producto del ejercicio del poder en las sociedades occidentales modernas. Éstas son sociedades de normalización, que, a través de mecanismos disciplinarios, tienden a fabricar cuerpos dóciles en términos políticos y útiles en términos económicos, regulando a las poblaciones para optimizar la vida. Asimilar la sociedad a un organismo viviente es propio de esta técnica de poder que inviste la vida, de eso se trata el biopoder.

Un discurso anclado en la normalidad es hoy profundamente conservador. Por un lado, porque tiende a homogeneizar a partir de un molde que es considerado “normal”. Y al mismo tiempo, porque el establecimiento de la norma crea la transgresión, que es vista como “anormal”, “patológica”.

Establecer una vara divisoria genera necesariamente segregación, marginación, y por lo general, nuestra experiencia histórica nos ha mostrado que ese resto que queda fuera de la norma, no ha sido tratado con benevolencia, todo lo contrario. Foucault nos dice que el racismo se ha instalado como mecanismo de Estado, funciona estableciendo un corte entre lo que merece vivir y lo que no, léase “gente decente/ delincuente”, “sanos/ enfermos”. El racismo es la condición de posibilidad del homicidio que funciona como mecanismo de defensa de la sociedad eliminando, pero también marginando o encerrando a los que la ponen en riesgo. Allí se montan otras propuestas, alrededor de la palabra “seguridad”.

Derivados de esta mecánica de poder, de la ligazón que la misma establece con la ciencia, son la teoría de la degeneración y el desarrollo de la criminología, con un exponente como el italiano Lombroso, quien consideraba que por determinadas características físicas se podían detectar criminales natos. En el presente esto parece ridículo, o por lo menos indemostrable. De todos modos, resabios quedan: hoy son la vestimenta, el lugar donde se vive, “la gorrita”, en fin, el aspecto físico o la forma de presentación, señas de delincuencia. No resulta meramente anecdótico para el caso que en nuestro país estas teorías han sido recibidas con beneplácito a principios del siglo pasado, ya para esa época algunos socialistas las asimilaron, cosa que no se contradice con la difusión de la idea de progreso ni con prácticas higienistas.

También la eugenesia es subsidiaria de esta visión organicista de la sociedad, esa “ciencia para mejorar la raza” que ha sido aplicada con distinta intensidad, tanto por el nazismo como por sociedades democráticas, que buscaron por medios más sutiles como la educación y la salud pública, tener una población “saludable”.

Como afirma Pierre Bourdieu: las palabras no son inocentes, y sobre todo en una contienda electoral en la que los discursos adquieren una fuerza particular, siendo el principal vehículo para proyectar acciones.

En este sentido creemos que no es bueno minimizar las expresiones vertidas en los spots publicitarios, podríamos atribuirlas a una decisión de los publicistas, a un error, mal asesoramiento etcétera, pero preferimos creer que el candidato que emite el mensaje, como político, es responsable de sus dichos, y en ese sentido lo tomamos.

Ya que, como hemos visto, la norma es producto social y establece, desde puntos de vista particulares, criterios homogeneizadores, que luego funcionan, naturalizados, como universales

Nosotros y nosotras, los/las anormales, los que no encajamos en esos criterios decimos:

Siempre se habla desde alguna posición.

Para que exista la pluralidad es necesario reconocer la existencia de distintos criterios, que esos criterios expresan intereses y posiciones diferentes, a veces contrapuestos; reducirlos a una normativa común es un modo de censurarlos en su particularidad.

La visión organicista de la sociedad es una clara expresión de lo que hoy se conoce como “la anti- política” que a la vez que reclama por “unión” (y el consenso y la armonía), niega el debate y la discusión, propios de la pluralidad y la libertad, en pos de un mundo ordenado, sin “crispaciones”. Orden y progreso, lemas del positivismo que todavía resuenan en discursos actuales como resabios del pasado, discursos conservadores, que defienden el statu quo.

Slogans vacíos, sin propuestas concretas, debate ni argumentos para sostenerlo. Pareciera que no dicen nada: es cierto, no proponen nada concreto. Sin embargo, como hemos visto, para los que aspiramos a una democracia inclusiva y con ampliación de derechos, representan una amenaza por la matriz de pensamiento en que se sustentan.

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Un comentario

  1. Marisa Guisasola

    07/08/2013 en 23:33

    En un momento de crisis, como la que vivimos en Rosario por estos días, creo que no es erróneo el planteo de un país normal. Ojalá pudiéramos pedir un país normal. Pero para llegar a un país normal, primero debemos transitar un país saneado, saldado.
    En ese sentido creo que estamos haciendo camino. Para hablar de normalidad, antes necesitábamos pagar las deudas, como sucede en cualquier administración familiar. Primero hay que resarcir los errores,las deudas acumuladas, las esperas interminables, las necesidades acusiantes. Una vez que alcanzamos ese estado de reparación, podemos, o estaríamos en condiciones de hablar de un país normal.
    Sin embargo, en el camino de la reparación, aparecieron muchas necesidades que jamás se habían planteado como tales. Ejemplo de ello es tener trabajo y vivir de un sueldo en blanco, tener obra social, la posibilidad de una paritaria para acordar el salario; acceso a una vivienda digna, a los servicios básicos y todo lo que implica la vida de un ciudadano activo. También, para reparar lo que tenemos tendientes, hay que pensar en los jubilados, en las minorías, en los derechos de tercera generación, en las cuentas pendientes con los desaparecidos y sus hijos robados.
    Y, ni hablar, de aquellos que no conocen lo que es dormir en una cama limpia, en darse una ducha en un baño módico, en comer un plato de comida hecha en el hogar, en poder tomar un desayuno, en no chapotear en el barro, en no inundarse, en no tener una ambulancia en la puerta, un taxi, un peso en el bolsillo para resolver una urgencia, en hacer horas de colas para ser atendido en un hospital, en ser mirados como indignos eternamente…
    Para hablar de un país normal, antes hay que saldar, hay que reparar. Ayer vimos en Rosario lo que era tener un país con deudas pendientes. Más de una vez me pregunté qué hubiera pasado si esta catástrofe hubiera ocurrido un domingo de calle recreativa. Quisiera saber, si en una ciudad, teóricamente normal, gobernada por dignos representantes, estaríamos todos los ciudadanos de la parte linda de la ciudad, en las mismas condiciones de vulnerabilidad, en que estuvieron ayer,los ciudadanos de calle Salta y Oroño.
    Sanear y saldar era lo que nadie se había animado a hacer. Tal vez, esa es la razón por la cual, ahora, se puede pedir un país normal. Pero todavía me falta escuchar el cómo: cómo harían, si fuera posible en esta coyuntura, hacer un país normal.

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