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Fotograma del video sobre el asesinato de David Moreira.

En el último número de El Eslabón, que ahora sale todos los sábados, Hilo Negro viaja al pasado para traernos a cuento como se iba modificando, a los golpes, el paisaje de un caminito que conectaba El Triángulo y la Vía Honda hasta barrio Acindar.

Yo no sé, no. Para uno era un cuadrado enorme, mitad quinta, mitad campo de pastoreo. Lo dividía un a hilera de arbustos a la que llamábamos lo’ ligustrine’, que tenían una altura para todas las edades. Los que apenas caminaban podían aprender al mismo tiempo a dar los primeros pasos y a trepar a los árboles, entre otras cosas por la generosa inclinación que evitaba que el vértigo se mezclara con el miedo al porrazo. Y para los más grandes servía como refugio, como ocurrió una tarde, cuando el Negro Semen sabiendo que no podía usar los puños porque había aprendido boxeo –en un picado después de un faul de atrás–, manoteó una gomera de un pibito y de pronto la canchita del Cilindro era un desierto, ya que todos sabían que tenía mala puntería y hasta los amigos de él salieron corriendo a esconderse detrás de las horquetas de los ligustrines.

En algún momento la quinta desapareció y las vacas del campo se replegaron alrededor de la lagunita, que ya empezaba a agonizar. Y se consolidaba un caminito que era una gran curva que conectaba a los del Triángulo y a los de Vía Honda hasta barrio Acindar, por el que rumbeaban los pibes a la escuela y al laburo las bicis. Luego aparecieron dos canchas, la más grande (Cilindro) que era para once, y la del Trébol que era para siete. El camino bici-senda pasaba por las dos canchas, y por un pelito no queda arriba de la punta del córner más al sudoeste de la cancha grande (de ser televisado el partido, el relator diría “a la izquierda de la pantalla”). Hoy ese punto se encuentra entre Garibaldi y Constitución.

A principio de los ochenta empezaron los primeros torneos interbarriales. Venían de todos lados: de la Sexta, La Lata, Puente Gallego; del Mercado, Tablada, y de los locales había por lo menos cinco equipos: Viedma, la Cortada, Cilindro, Trébol y Nacional. Los domingos empezaba a las ocho el primer partido, y el último a las cinco y media; y a las seis en verano. El primero de la mañana era bravo, porque había que juntar once un domingo, encima a esa hora. Los de media tarde ya recibían la presión de un público que después de los tallarines y un par de tintos se presentaba algo más desinhibido ante una injusticia del árbitro. El último torneo empezó a fines de la dictadura y terminó a principios de la democracia.

El caminito bici-senda, muy transitado hasta mediado de los setentas, peleaba su existencia con los yuyos que le querían copar la parada. Lo que pasaba es que el caminito en un momento determinado en lugar de la fábrica Acindar se encontró con una improvisada calle, pues los titulares de la empresa, los Martínez de Hoz, levantarían la planta para afianzar las bases de un país agroexportador. Uno de los últimos domingos, de ese gran torneo, como a las cuatro de la tarde, se rompe el equilibrio inestable en el ambiente. La paz que hacía tres fechas venía atada con alambre, desaparece luego de una jugada brusca propia de un cuatro de la época: un once sale volando y a segundos nomás el primer chorro de sangre de un tabique roto por una trompada o un palazo. A la mañana, alrededor del mediodía, el Negro Mecosky, el gran cinco que a veces jugaba para Tablada y otras para La Lata, la había recontra dibujado. El tema es que retrocediendo se topa con el caminito, que lo hace perder la vertical. Raúl lo espera que se levante para seguir boxeando, pero de pronto una tremenda piedra en manos de un flaquito, amenaza con una tragedia. El Negro Ville lo para al flaquito, que le decían el Sin Diente (por razones obvias).

El flaquito de noche salía a “hacer casas”, en especial terrazas, pero hacía tres meses que salía solo. Muchos decían que era un peligro, y se comentaba que el Sin Dientes había tenido un problema con uno de la comisaría, y que el poli en cuestión amenazaba que cuando lo agarrara de noche era boleta. Desde entonces no le quedó otra que salir a hacer soga enfierrado. A los cinco meses del último torneo lo acribillarían a balazos. Un año antes del domingo de la batalla campal en la canchita, había salvado a una pibita de las ruedas del 52, hoy 128, poniendo en juego su propio esqueleto. Cuando murió había vivido poco de la democracia. A él le hubiese costado más que le lleguen los derechos que esta prometía. Y qué al pedo, todo porque un milico rompió el código y por aquel entonces no era una muchedumbre la que pensaba bajar a alguien a balazos de una terraza, porque a nadie se le pegaba en el suelo.

Será que para cuando llegó la calle Constitución, que atravesaba entre otras Garibaldi, no se afianzó lo que prometía el camino de bici-senda, la conexión segura para ir a laburar los más grandes, o los más pibes a la Anastasio Escudero. Será que el destino de los Martínez de Hoz y de los noventistas tiene consecuencias que aún hoy nos lastiman. Y ante la propuesta de poner derechas las cosas: que buena la curva que atravesaba el campo, que respetaba las canchas, la de ese sendero que nació a principio de los setenta.

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