Desde finales de los ’80, Rosario fue territorio punk –esa subespecie revulsiva de la provocación del rock– expresados en bandas como Robos y Hurtos, Dokumentos por Favor, Suicidio en Masa y UNDM. Si hubiera que buscarle una imagen distintiva a esa fase, quizá sea una clásica, hecha de tocar y consumir música (no sólo punk, también new wave, rock, heavy metal), organizar recitales picantes y disfrutar un ocio del tipo “pasábamos más que nada todo el tiempo en Le Fou que era un bar que estaba por Entre Ríos; los fines de semana mirando videoclips de heavy y punk y bebiendo cerveza hasta caer”, como relata Maxi Velloso, bajista de Animal Dead, formados en 1991.
Esa cadencia, sin desaparecer, fue transformada desde mediados de los años noventa, cuando una nueva generación, poseedora de un oído menos flexible que la anterior pero con un impulso práctico más ambicioso, se enfocó en algo hasta entonces secundario: la autogestión. Su nombre en dialecto local fue Házlo tu mismo, versión del DIY (Do It Yourself) y, como dice Pablo Ottaviano (editor del fanzine Kambio Violento y baterista de Deskontento Juvenil) “fue una filosofía punk, no un léxico de bricolaje” que, agrego, prolongó su potencia hasta los primeros años del siglo XXI.
Hacerlo uno mismo no equivalía a ser independiente de las discográficas sino a poner la música en un juego más amplio, conectándola con una idea de cambiar la vida. Lo que era “escena” se convirtió en “movimiento”. La rabia de los Sex Pistols y la acción “por todos los medios necesarios” de Conflict se afinaron para decir que había futuro cuando una tribu de músicos dejó paso a otra que, además de bandas como Asko y Pena, Ideales No Perdidos, Entre la Basura, Aldegüello y 5 pal’ bondi incluía gestores y activistas culturales. Muchos de ellos acordarían con Pablo Tendela, por entonces editor esporádico de fanzines y todavía performer del norte de la ciudad, cuando afirma: “no lo sentí sólo como preferencia musical sino también como reacción a ciertos descontentos que sentíamos frente a la realidad. Hijos de desocupados, abuelos que no cobraban jubilación, nada de expectativa laboral y el fin de milenio (y del mundo) a la vuelta de la esquina. Sólo quedaba ponerle banda sonora a ese final pero también encontrar ideales que dieran una perspectiva más optimista y empezar a practicarlos al menos en nuestro ambiente”. El juego había cambiado respecto a los años anteriores: “era algo mucho más amplio, no una cuestión de escena, sino más profundo, que tenía que ver con el arte en general, con la revolución de la vida cotidiana. El rock simplemente era un fragmento de todo eso”, dice Osvaldo Zulo, guitarrista de Zaqueo, Los Daylight y varios etcéteras.
Los chicos (y algunas chicas) se estaban organizando, invitaban a activar antes que a asistir o consumir. Organizar e ir recitales era una tarea más, enlazada a denuncias políticas y afirmación ideológica, ferias de publicaciones como la de Plaza Pringles, sellos discográficos (Pinhead) y distribuidoras, festivales maratónicos (en vecinales de zona sur y en la Asociación Cristiana de Jóvenes) programas de radios (Movimiento Underground, de Zalo Old Punk y RadioActiva, de Eloy Quintana), okupaciones de edificios abandonados (como el Galpón Okupa, donde hoy funciona La Casa del Tango) y del espacio público (como la “Fiesta del Fuego”, que los domingos de 1995 en el Parque España encontraba a artistas, malabaristas, militantes anarquistas y músicos).
Cuando le pregunté a Oscar Favre, entonces cantante de Sumergido (banda ajena al punk pero con contactos esporádicos) qué pensaba de aquel movimiento aportó una imagen bella por épica: “Para mí fue una generación, quizás la última, que vivió el rock, entre los 16 y los 20 años, de un modo muy intenso, pateando las calles, conociendo gente, yendo de un subgrupo a otro, interconectando público y bandas del centro con otras de los barrios”. Esa intensidad interconectiva fue la savia de una de las estrellas de esta historia, tal vez (como esa generación) el epígono de la era de Gutemberg: los fanzines.
Crecieron como hongos en la lluvia neoliberal rosarina, la mayoría con hojas en blanco y negro. Unos morían en la orilla del primer número, otros en el flyer que anunciaba su salida (fui padre de uno de ellos, Patxuco). Algunos avanzaban, sus nombres se instalaban. Invoco: Pinhead (de Maximiliano Bueno, probablemente EL zine, el que leíamos todos), Kambio Violento e Insulto al buen gusto (de Pablo Ottaviano), Kabezas Negras (de Santiago Pogo Córdoba), Conformista cagón (de Gabriel Amiel), Desarme, De protesta para la resistencia (de Javier García Alfaro y Gustavo Cabrera), Break it all, Die Tod, Fatzine, Piedra Libre (de Luchito), Made in Rosario (de Eloy Quintana), Freak your mind (de Ignacio Molinos), Movimiento Underground y L.e.c.h.u.g.a. (Libertarios en camino hacia la unidad generando amistad, de Zalo Old Punk).
Materialización fotocopiada de que no bastaba con tocar, que debajo de los escenarios y fuera de los ensayos había muchas otras cosas por decir y hacer, armaron una red social con velocidad de línea de colectivo y correo postal nacional e internacional. Eran adictivos: daban a los creadores la posibilidad de salir del anonimato, conocer a otros y moldear lo que estaba sucediendo y a los lectores de pertenecer a una comunidad difusa y en movimiento. Ellos fueron la prensa de la autogestión punk rosarina.
En su década de existencia el movimiento no careció de demarcaciones estéticas e ideológicas que lo condicionaron profundamente (“demasiado moralista”, dice Zulo), trazando surcos más que líneas de fronteras. Pero no deja de ser interesante que ese límite fue también posibilitador de invenciones artísticas, aprendizajes técnicos y de gestión, miradas de la ciudad, encuentros, politizaciones. Cuando le pido a los entrevistados que busquen palabras para nombrar la experiencia, nadie esconde la ambivalencia: participación, desahogo adolescente, violencias, indignación, sensación de cambios y revoluciones inminentes, alegrías, toxicidad, dogmatismos, carisma, altruismo, ansias de pertenencia, amistades. Ellas conforman un retrato de aquellos inquietos habitantes musicales de una ciudad bajo fuego neoliberal que se volcaron a improvisar, afirmarse y existir, apostando a que hacerlo uno mismo podía ser un buen modo de hacerlo para otros.
Publicada en el eslabón nº 139
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