Foto: Manuel Costa.
Foto: Manuel Costa.

La vida me encuentra jugando en el club Huracán de Corrientes.

Ni bien terminamos de entrenar el Dani Lencinas me sube a los tirones a su auto. Encara por la costanera correntina hasta una diagonal que se convierte en tierra y nos adentra en el caluroso barrio “2 de Agosto”, como a treinta cuadras del centro.

Maneja tranquilo. Pone un compac y el auto se llena de un acordeón alegre. Me comenta que la Amanda es una curandera conocida en su barrio y que durante la dictadura había estado presa.

—¿Militante social…? –me entusiasmo.

—Quinielera… pero a la cana la odia y nunca quiso arreglar. El laburo de terapeuta solo, no garpa. Yo la vine a ver el año pasado porque le escapaba al compromiso, no me podía casar.

—¿Y…te casaste? –me vuelvo a entusiasmar.

—No, se fue de casa pero ahora me chupa un huevo!

Le propongo irnos a tomar unos porrones. Emborracharnos y patalear lo que haya que patalear, en lugar de “tirar” la plata en la Amanda.

El Dani se ríe, estaciona y con la cara señala una casa amarilla.

Un timbrazo musical hace aparecer una mujer canosa, petisa. Su sonrisa es ancha y sus ojos, fatigados, grises. Le da un cachetazo afectuoso pero potente a Daniel, que la saluda efusivo: “¡Vieja loca!”.

En falsa cortesía lo dejo pasar al Dani primero para asegurarme su presencia ahí adentro. Me siento tenso. Desconfío. Atravesamos, detrás de Amanda, un patio interno con plantas y flores desprolijamente desparramadas que entorpecen el paso. Abre una puerta y entramos a una habitación muy amplia. Con su mano me invita a sentar frente a ella. Le señalo a mi amigo la silla de mi derecha.

Un bol gigante y colmado de frutas descansa sobre la mesa. El Dani apenas se sienta, impune, manotea una mandarina. Amanda le advierte que no escupa las semillas en el suelo y me mira. La miro. Rompe el silencio:

—¿Qué te anda pasando, querido?

—Mire Doña, no le voy a mentir, el fútbol me cansó. Siento que estoy perdiendo el tiempo, que mi vida está en otra parte y, lo que es peor, no sé dónde. Me harté de lo mismo siempre. Llevo veinte años jugando al fútbol, veinte años corriendo atrás de una pelota –retengo la emoción– siento que de seguir así me voy a secar como una planta.

—Entiendo. Se te nota el desgano dentro de la cancha. Los fui a ver contra Chicago y dieron lástima en general, pero lo tuyo era desesperante –menea la cabeza– qué manera de putiarte pibe.

—¿Suele ir a ver a Huracán? –no acuso factura.

El Dani aprovecha mi pausa y atraviesa en diagonal su brazo en busca de otra mandarina. Ella lo mira en silencio.

—Suelo ir. Soy la única mujer entre cuatro hermanos, todos futboleros. ¿Por qué no dejas de jugar y listo? Buscá tu destino en otra parte. –su voz es calma y me invita a hablar.

—Sí, ya sé, pero no puedo. No sé hacer otra cosa. Estuve a punto de dejar un montón de veces pero cuando estoy por tomar la decisión me quedo sin aire… me invade un miedo de muerte.

Ella me mira a los ojos y siento que me está leyendo entero. Por momentos su mirada se abstrae en foco abierto, como revisando un archivo etéreo.

—Bien. –se para, lo agarra del brazo al Dani y lo direcciona hacia la puerta.

Éste tironea a la pasada una banana y se la lleva consigo. Ella lo saca de un empujón y cierra.

Entre tus piernas

Se arrima a una repisa y enciende un sahumerio de palo santo para agitarlo.

Camina hacia la mesa como un felino y del fondo del bol de frutas saca un melón mediano. Lo pone sobre mi mano derecha y me invita a levantar suavemente de la silla. Se mueve de forma lenta y cuidadosa.

Sin dirigirme la mirada me lleva hasta un espacio holgado de la habitación y se para frente a mí, como a tres metros.

—Encarame con pelota dominada y tirame un caño… –su voz es firme.

Me agarra desprevenido y mis ojos se agrandan como los de un búho.

—Ehmm… es un melón… no es una pelota. –me río nervioso.

Y yo tampoco soy el Cata Díaz, ¿qué importa? –se fastidia– encarame y tirame un caño, querido. No es tan difícil. En este momento yo simbolizo la vida –enérgica, se arremanga la pollera– ¡Tirale un caño a la vida, pibe!

La miro. Medias rojas, bajas, adornan las piernas flacas de la Amanda.

Néstor Clausen, me digo, y festejo hacia mis adentros. El nombre no me salía y me llega de golpe. Su imagen me remonta a Néstor Clausen, el hábil marcador de punta de Independiente durante los 80. Mi cabeza siempre tuvo la habilidad de desafiarme con juegos pelotudos en momentos inadecuados.

Me siento confundido. Pongo buena voluntad pero mi realidad apesta. Lo que se me presenta como mi única salida es tirarle un caño con un melón a una señora de 70 años. Estoy para el cachetazo.

Relojeo la puerta. Me pregunto dónde estará y adónde mierda me trajo el cornudo del Dani.

Hago un esfuerzo mental. Intento creer.

Debe ser una terapia al estilo psicomagia o esas técnicas donde uno ejecuta una acción mandando un mensaje al porvenir para que se desoville en el tiempo.

Entre la humillación y el desgano, apoyo el melón en el suelo, lo acompaño empujándolo hasta medio metro de sus piernas y lo toco despacio para completar, de una vez por todas, el caño requerido.

Ella, atrevida, cierra de golpe las piernas y me lo impide.

Acabo de quedar como un boludo. Me tilda de pecho frío y agrega que con esas ganas no vamos a ningún lado.

Vuelve a levantar el melón y lo aprieta con ambas manos para ver si está desinflado. Como un cristal, lo deposita suave en mis manos.

—No te apurés. Sentí. Habitá el momento. Dejá de hacer las cosas a los ponchazos o porque sí. Mirame. –ordena en tono serio.

Los ojos grises le brillan y yo empiezo a sentir un calor tenue.

Tomo la decisión de ponerme en cueros y me descalzo, ahora, sin que ella ni nadie me lo pida.

Respiro hondo y me muevo lento. Como debajo del agua, sumergido en un trance liviano pero consciente.

Amanda detona una frase que me sobresalta y enfurece.

—Dale cagón, ¡encarame! ¿o me tenés miedo? –reconozco una leve sonrisa en su comisura. Lo disfruta, hace una pausa y golpea: “¡Fracasado!”.

El olor a madera del palo santo me llega. Mi mirada se vuelve desafiante. Suelto el melón y lo aprieto con mi zurda descalza contra el piso. Me lanzo en vuelo y lo traslado con borde externo.

Puedo sentir toda la piel de mi pie, cada vez que apoya en su parquet. De tres zancadas estoy en las puertas mismas de la Amanda. La percibo luminosa y más joven. Amago a tocar corto hacia un perchero, para que ella intente interceptarla y se abra. Empujo sin piedad el fruto, que atraviesa sus piernas, esquivo su humanidad por el costado y sello la jugada tomando al melón en mi poder a sus espaldas. Respiro excitado.

Ella gira –sin rencor– y me escudriña de pies a cabeza. Agregando una sonrisa orgullosa concluye: “Ya está. Está hecho ¡Lo hiciste bien, pibe!”

Subo al auto convencido de que en esa habitación, hace instantes, algo importante acaba de suceder. No sé qué fue, pero en algún lugar del cosmos algo se movió y me espera allá adelante.

La Amanda me cobró 300 pesos que, seguramente, incluía las dos mandarinas, la banana y la milanesa que el Dani le carancheó de la heladera mientras yo, irrespetuoso, le tiraba un tremendo caño dentro de la pieza.

No te busques ya en el umbral

Obsesivo. Las cuatro fechas siguientes, me cansé de intentar caños, rabonas y sombreros.

No sólo nunca se concretaron –miento, una rabona sí, contra Douglas en Pergamino– sino que sacaron de quicio a mi hinchada y, a la vez, contragolpes escalofriantes contra mi propio arco.

En Brown de Puerto Madryn, el cinco se me vino crudo con las piernas abiertas, regalado. Antes de entubarlo quise potenciar el conjuro y grité: “¡Amaaaaanda!”. Mientras el muchacho se alzaba con la pelota, riéndose, mis compañeros se me acercaron para preguntarme si me sentía bien.

La hostilidad del pueblo Correntino hacia mi persona se agudizó en los estadios. También en el almacén, el cine y el taxi.

Que al salir, salga cortando

En la última fecha del torneo nos dirigió el legendario y excéntrico árbitro Luis Oliveto.

Antes de empezar el partido me di el gusto de saludarlo.

Su estilo sintetizaba la pasión por La Renga, Los Redondos y su búsqueda de justicia constante. Sus pelos largos descomprimían la alta competencia y se lo hice saber.

La efusividad de los primeros minutos de juego hizo que me saque amarilla por foul violento en el primer tiempo.

Faltando veinte para terminar me mostró la roja injustamente, creyendo que simulé una falta. Al pararme, y ver la tarjeta en alto, mantuvimos el siguiente diálogo:

—Le juro por mi madre que no me tiré, Luis, ¿no vio la patada? –supliqué respetuoso.

—Cabeza, andá yendo a los vestuarios. –sobrador.

—Pero te lo estoy jurando la puta que te parió. No me echés. Por favor, Luis.

—Sí, sí. Andá yendo nomás. –agacha la vista hacia la tarjeta y anota mi número 10 con lápiz. De pronto, bruscamente, levanta la cabeza y agrega: “¡Fracasado!”.

La furia, como aquella vez, volvió a golpear mis puertas. Aquel calor frente a la mirada de Amanda me volvió a invadir. Aquella atmósfera densa, lenta, se volvió a presentar.

El olor a madera de palo santo inundó, como una niebla, la cancha de Aldosivi de Mar del Plata para adentrarse en mi nariz. A tres pasos de distancia me volví a lanzar en vuelo eterno y le di una trompada en la oreja, al histórico, rockero y peludo árbitro. Rápido de reflejos, luego del mamporro, Oliveto pidió que nadie se meta y agitó un mano a mano que duró los segundos que tardó en llegar la policía hasta la mitad de la cancha, donde nos revolcábamos.

Desde la Asociación del Fútbol Argentino, como suele ocurrir ante estas agresiones, me ratificaron la condena de 99 años sin poder volver a jugar de forma profesional.

Ponle una montura al río

En la Feliz, luego del partido, me quedé tres meses laburando de mozo en la playa. Bajando por la costa me impacté con el sur de mi país. Acampé sobre las faldas del cerro Uritorco para hacer el amor con una muchacha francesa. En Santiago del Estero me deslumbré, al ritmo de la chacarera, durante el cumpleaños de la abuela de los Carabajal.

En el paraíso de Purmamarca me cagaron a trompadas unos correntinos que me reconocieron.

El camión que me ayudará a completar el tramo Potosí-Sucre tiene que ser este. Le tengo fe y le hago dedo. Clava los frenos a veinte metros, adivino. Mientras revoleo la mochila adentro, pienso en ella. En que se postergará ese abrazo, ese “gracias”, ese cachetazo afectuoso pero potente que me devolverá mientras me mirará con sus bellos ojos grises, cansados.

 

Cuento publicado en la edición 160 del periódico el eslabón

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Un comentario

  1. mariano

    17/09/2014 en 18:22

    que buen relato,!!! que linda manera de contar las cosas felicitaciones Ludman

    Responder

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