Foto: Andrés Macera
Foto: Andrés Macera

Hace muchos años que conozco a Fabricio Caiazza (Faca). El álbum de fotografías mentales que conservo lo muestran en distintas acciones: pintando un mural, diseñando una revista, armando la ficción de una empresa para pinchar el cable, parodiando a las manzaneras de Duhalde sobre trenes del conurbano bonaerense, repartiendo (como souvenir de año nuevo) pequeños flyers que decían “2002 Año del caos”, hablando de arte correo y de net art… El archivo es gigante, podría seguir pero lo importante es que, por debajo de esas fotos, noto que la constante de Faca está en la inquietud por ligar apuestas estéticas y efectividad política al propio hacer en un juego que, incesantemente, redefina lo que se entiende por hacer, por política, por estética y por apuesta.

En ese álbum imaginario Faca está casi siempre trabajando con otros (entre esas personas suele repetirse Inés Martino: su compañera). Arte en la Kalle, Cat eaters, Pinche Empalme Justo, Sincita son nombres de proyectos ya cerrados, que sobreviven como bases de datos en Internet. Ahora está con Anda: un proyecto cooperativo en el que la construcción de baldosas hidráulicas y su utilización en diversos sitios (escuelas, calles, plazas) funciona como dispositivo de generación de encuentros y relaciones interpersonales.

Son esos desplazamiento presentes, y las consecuentes lecturas de lo ya hecho, lo que me interesa conversar con él. El punto donde lo cultural, lo estético, lo artístico, lo social y lo creativo se amarran actualmente en una estrategia.

—¿Qué significa, hoy, intervenir desde las prácticas artísticas?
—Hay muchos modos de entender el arte. Me gusta referenciarme en las experiencias de las vanguardias rusas de los años 20, cuando los tipos abandonaron los espacios tradicionales de los artistas y experimentaron en las fábricas, en la producción textil, en los espacios residenciales. Dejaron la escultura, inventaron el concepto de Proun, que es la extensión de lo gráfico hacia el campo físico, empezaron a trabajar en los límites de las disciplinas tradicionales. Y luego, dando un salto, me interesa la década de los 60, cuando se redescubrió esa vanguardia rusa, que había sido acallada, incluso por los mismos rusos.

Después de la muerte de Lenin.
—Sí, terminaron mal. Muchos viraron, por supervivencia, al realismo socialista y las experiencias que habían hecho casi no circularon, salvo por algunas revistas y el saber de afiliados al PC. En los 60, en otros países se reinventó el concepto de aquellas vanguardias. El minimalismo, por ejemplo, tomó aspectos de ese productivismo, dándose cuenta que lo que hacían había sido explorado muchos años antes. De los 60 me interesa también el planteo de la desmaterialización del arte, la utilización de los medios masivos de comunicación, la vinculación con la cultura del consumo, con la vida cotidiana de las personas. Mis referencias están ahí, lo que hago hoy es una interpretación de eso. Incluso la palabra arte ya no me interesa. Tampoco la palabra creación.

A propósito de esto, ¿cuál sería la diferencia entre creación e invención?
—Creación me refiere al campo del arte, cerrado y acotado, que no se vincula con el resto del Universo; tiene, además, connotaciones religiosas y arrastra la idea de genio. Con la invención se parte siempre de cosas preexistentes. No se inventa de la nada, hay investigaciones y descubrimientos previos. Uno combina algo que ya estaba ahí en una clave diferente.

La novedad estaría en la combinación.
—No sé si se trata de novedad. En principio, se reconoce lo que existe y se lo recombina con el deseo de que sirva como punto de partida para nuevas invenciones. Esto lo aprendimos de los 60: para que una experiencia no quede circunscrita a las personas que participaron directamente, la documentación, fotográfica o fílmica, de una acción, aunque no haya sido una obra matérica, aunque haya sido una performance, sirve como cápsula hacia el futuro. Ahí se expresa la idea de que el registro es importante, tanto o más que la obra, porque da pie a que otros la interpreten, la continúen, la desarrollen.

Como una voluntad de futuro. Sin embargo, decías que hacen uso permanente de una herencia, de lo previo. ¿Cuál es, entonces, el principio a partir del cual trabajan con esa herencia? ¿Qué perfil tiene ese futuro?
—Tratamos de dejar abierto el futuro, si bien manejamos vectores imaginarios o hipotéticos, se trata de generar las condiciones para un posible desarrollo. No hay forma de controlar el devenir. Tampoco es deseable. Lo que hacemos es preparar un territorio. Nos movemos en un nivel táctico, el de resolver un problema en una coyuntura determinada, pero al mismo tiempo hay una estrategia, aunque sea difusa. Como nuestras propuestas son participativas, son dispositivos para desarrollar junto con otros, en los que no nos interesa quedar en posiciones jerárquicas y el devenir está condicionado por el aporte de los participantes. Podés fijar un dirección pero podés terminar en otro lado.

Me parece que pensar e inventar con otros es, en definitiva, la estrategia. Respecto a este punto, veo que con el tiempo viraste a intervenciones más intensas y localizadas que extensas. ¿Cómo pensás los lugares donde ya no estás? ¿Cómo pensás el futuro de esas intervenciones?
—Nuestro modo de trabajo es generar dispositivos para que otros se apropien de lo que inventamos o proponemos. En función de eso, vamos ensayando diferentes formas. Las primeras experiencias fueron anónimas, con estructuras que se completaban con quien quisiera participar. Durante años trabajamos así, inventando nombres de fantasía que abandonábamos al terminar el proyecto. Después nos dimos cuenta que tenía potencia mantener una nominación que definiera un proyecto en tanto modo de hacer y actuar. Vimos que lo más interesante es proyectar a dos o tres años, como mínimo. Los resultados más o menos esperados aparecen en ese plazo. Cuando ya está instalado el modo de hacer, cuando la comunidad se lo apropia y lo replica.

Esa sería la secuencia de tu estrategia actual: “instalación – apropiación – replicación”…
—Sí, y que la replicación suceda sin nosotros. Hacemos lo posible para que se genere algo derivado. La obra sería todo ese proceso, esos momentos. Hay un montón de cosas que se pueden hacer para provocarlo. Por ejemplo, manejar estratégicamente los medios para darle entidad y visibilidad a una propuesta. Muchas veces esa visibilidad preexiste al proyecto. Primero se genera la imagen, como si fuera una marca. Después, pueden ser zapatillas o café; lo importante es definir el modo de hacer con otros. Ahora estamos con las baldosas pero no somos artesanos de la baldosa. Por lo general, al comienzo desconocemos el elemento matérico en torno al cual gira la propuesta: han sido las tecnologías, el software libre, ahora son las baldosas hidráulicas. Nos damos una año para investigar y ver qué nueva funcionalidad le damos. Lo documentamos, lo dejamos disponible para otros y lo cargamos de cierta energía y dirección. No es sólo un tutorial. Nos interesa armar un cocktail para producir un efecto.

Ahí es donde veo una supervivencia del arte. En ese gesto. Tutoriales hay muchos pero lo que singulariza acá es la relación entre el tutorial y el gesto de direccionarlo comunicativamente y meterlo en otra combinación de sentidos.
—Últimamente me pienso más como diseñador que como artista. El artista se supone que trabaja con una autonomía relativa, con esa cosa romántica de sacar algo de adentro. En cambio el diseño, en sentido amplio, es más pragmático, podés desplegar tácticas y estrategias, encontrar un problema y proponer posibles soluciones. Nunca definitivas.

El diseño como capacidad humana de editar.
—Exacto. Sólo en apariencia el diseño es imagen, detrás hay una motivación que no siempre es evidente. Además, es un lenguaje mucho más contemporáneo y populista que el arte.

En ese esquema se me ocurre un problema posible: que la imagen del proyecto se autonomice hasta volverse un problema para el propio proyecto. ¿Cómo hacer para evitar tener un problema de imagen, un problema con la imagen del proyecto?
—Las imágenes son descartables. De antemano tenés que tener en claro qué durabilidad va a tener eso, cuánto tiempo estará activo. Y luego, ser inteligente y desactivarlo a tiempo, cederlo. El problema es pensar que las cosas son eternas. Esto tiene obsolescencia programada. Ahí está la estrategia. Tal imagen quedará anclada a tal proyecto. No hay riesgo, hay que saber abandonarlo. Eso sí: antes hay que tener preparado otro, para cambiar de piel.

Noto en tu trabajo a lo largo de los años un cambio constante respecto a los proyectos y los territorios y zonas donde suceden. Desde la guerrilla de la comunicación hasta ahora, donde lo que se comunica es una experiencia territorial, situada.
—Sí, la guerrilla de la comunicación tiene mucho de simulación. Para denunciar, para evidenciar, para sobreidentificarse con algo. La imagen es el sentido, es el mensaje. En el caso de los trabajos relacionales o territoriales es lo contrario, la imagen prácticamente no importa, es un vehículo transitorio. Sirve para comunicar y señalar. Muchas veces son prácticas que no se diferencian en nada de lo cotidiano: con una imagen las recortas, las destacas.

De hecho, en el orden de las retóricas pasaste de un registro de humor e ironías a un discurso donde ya no hay tanto lugar para eso.
—Fue progresivo. Una cosa eran los comienzos del siglo XXI, con las consecuencias del neoliberalismo extremo, y otra es el momento actual. Uno puede no coincidir en ciertos aspectos pero es radicalmente distinto. A nivel social, hay cosas más interesantes para construir. Me empezó a importar el espacio público ya no de modo abstracto, desterritorializado, como efecto de los medios, sino como potencia del trabajo cooperativo, compartido. Pasé a entender lo público en lo mínimo, en una acción concreta, invisible muchas veces, entre vecinos, entre amigos.

A propósito de esta dimensión histórica, ¿cómo ves la ciudad de Rosario?
—Me cuesta pensar en términos de ciudad. No estoy enfocado en Rosario, me muevo como en archipiélagos: el centro y ciertos barrios; todo lo que está en el medio es, no sé, un momento de un viaje en colectivo. No tengo una visión global de la ciudad así que voy a decir obviedades. El hecho que haya tantos autos, por ejemplo, configura cierto tipo de ciudad. No importa la conformación urbana si te podés transportar con tu cápsula a cualquier destino. Así, va perdiendo calidad el espacio público. La veo muy fragmentada. El consumo, en todas las clases sociales y en todos los sentidos, marca todo. Es una ciudad que promueve disfrute individual y goce personal. Es difícil pensarse colectivamente. La consecuencia de eso es el quilombo que vemos todo el tiempo. Sin embargo, cuando hacés algo con otros, ahora que lo probamos en escuelas, emociona ver cómo la gente tiene necesidad de encontrarse. De pronto, un jardín de infantes es un lugar donde se junta dinero para velar a alguien o se juntan vecinos para pensar el diseño de un patio donde ni siquiera van sus hijos. Probablemente la escuela sea uno de los últimos espacios de reunión. Lo institucional es un vehículo, lo importante es cómo se opera ahí adentro.

¿Y cómo pensás las relaciones con esas instituciones?
—Me interesa entrecruzar las instituciones. Ahora utilizamos el proyecto Anda como un médium para construir algo que tenga continuidad en el tiempo. Y lo único que puede garantizar eso es atravesar lo institucional. Es lo único que garantiza que puedo elaborar una propuesta y que habrá una estructura que la va a sostener. Por eso estamos probando con escuelas públicas, donde empoderamos a la comunidad con este modo de trabajo. Lo que dejamos es una obra material, el piso, producida por la propia comunidad educativa. Me interesa que los niños vean el piso del patio y recuerden que fueron los vecinos y miembros de la escuela los que lo pensaron e hicieron. Busco fortalecer lo comunitario existente, darle entidad y destacarlo.

Y proporcionar un hacer común. Inventar un lugar donde la gente pueda trabajar en común.
—Sí, encontrarse, trabajar. Poder juntarse a diseñar su espacio arquitectónico. Lo más interesante sería empezar a pensar dispositivos más amplios, que hagan la misma operación pero sobre un territorio extenso o una parte de la ciudad.

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