Foto: Franco Trovato Fuoco
Foto: Franco Trovato Fuoco

El actor y dramaturgo Rubén Pagura regresó pasadas más de cuatro décadas. Su actividad teatral en Costa Rica le permitió zambullirse en diversas experiencias culturales. Ahora, repone en Rosario una jugada adaptación de El viejo y el mar, de Hemingway.

Rubén Pagura Alegría es hijo del obispo Federico Pagura, referente de la Iglesia Metodista Argentina en Rosario, un religioso valorado por su compromiso con las causas populares y los derechos humanos. A comienzos de la década del setenta, Rubén partió a Costa Rica acompañando una misión familiar encabezada por su padre. A pesar de que los suyos emprendieron el regreso, el por entonces muchacho de 19 años permaneció en el país centroamericano con el propósito de dedicarse a la música. “Me gustaba el rock como cualquier chico de la época. Aunque durante mi infancia estuve en contacto con la religión a través de mi familia, en la adolescencia rompí con todo, era muy rebelde”, confiesa.

El ahora actor y director teatral, en una de las mesas de Blanco, uno de los bares ubicados en avenida Pellegrini, el más cercano a la zona norte, cuenta que afuera del país, y con el espíritu artístico preponderante de los setenta, comenzó a estudiar teatro en la Universidad de San José con la intención de incorporar herramientas a su música, y particularmente al rock. En sus primeras acciones en el escenario encontró en el teatro una nueva faceta, y no bajó más.

El eco de las tensiones sociales y políticas que sacudían por aquellos años a Latinoamérica, impactaba, paradójicamente, de forma positiva en la vida artística y cultural costarricense, e incluso, como una manera de resistencia.

“Costa Rica era el único país de la región que no tenía Ejército. A raíz de esta situación, escapando de las dictaduras de Argentina, de Uruguay y de Chile, especialmente, llegaron muchos exiliados. Recibimos a teatristas que fueron maestros míos, como la gente del Galpón de Uruguay, encabezada por Atahualpa del Cioppo: pilares y pioneros del teatro contemporáneo. Tuve la suerte de conocer a grandes artistas. Una época de oro en Costa Rica, de desarrollo teatral y educativo importante”, relató.

A lo largo de las siguientes décadas, Rubén Pagura fue protagonista de numerosas producciones, como actor, director; dramaturgo y también como músico.

¿Cuáles fueron para vos tus trabajos más significativos?
A mediados de los 80 junto a un grupo de músicos y actores, creamos una cantata con la idea de representar la situación de Latinoamérica, desde la época precolombina hasta la contemporaneidad. Centroamérica estaba en el ojo de la mirada internacional, principalmente por la revolución sandinista. La cantata se convirtió en una herramienta didáctica. Con el grupo hicimos una gira importante por Canadá, fuimos a Uruguay, y viajamos al Festival de Cádiz, en España. La obra se extendió como un proyecto de la municipalidad de San José. En los 90 el grupo se disolvió. De allí en más, hubo un cambio: con un compañero, Juan Fernández Cerdás, decidimos replegarnos y hacer un trabajo teatral mínimo, porque las condiciones para sostener un grupo y su continuidad ya no eran las mismas de antes en Costa Rica. La representación de La historia de Ixquic basada en relatos  de un grupo de mayas exiliados de Guatemala fue un hito que me marcó en mi recorrido dentro del teatro. Era época de guerrillas, en plena represión de la dictadura Ríos Montt. Ellos nos contaron su historia. De esa experiencia surgió mi primer trabajo unipersonal. Comenzamos a interesarnos en un teatro que reflejara, rescatara y recreara tradiciones de nuestro pueblo. Lo bautizamos teatro Quetzal, en alusión al pájaro sagrado de los mayas. Fuimos a Guatemala con la obra y entablamos una relación muy estrecha con comunidades mayas. En los años 90 hicimos un trabajo de laboratorio. Experimentamos desde lo formal y lo ideológico.

En tu vuelta a Rosario, reflotaste una adaptación de El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, que bautizaste como La Suerte del pescador, ¿Cómo surgió el interés por esta historia?
En el 95 recordé el texto de Hemingway. Me había interesado en muchos niveles, los personajes, la historia, y como filosofía de vida. Le propuse a Amanecer Dotta, un director uruguayo compañero de la universidad que también se exilió en Costa Rica, que me dirigiera en la adaptación teatral de El viejo y el mar, en esa época respetamos el nombre del libro de Hemingway porque las leyes del copyright no eran tan fuertes en ese país. Hice un esqueleto de la novela, a nivel de la acción, sacando los diálogos y los monólogos del viejo, hablando con sí mismo y con la naturaleza. Porque a pesar de que hay palabra, el teatro es acción, por eso somos actores. En el teatro hay acción y conflicto. En esa oportunidad, Amanecer Dotta me dijo que, del texto de Hemingway, él rescataba la pelea entre el pescador y el pez, cada uno en la lucha por sobrevivir. Dotta estaba obsesionado por aquellos años con teatros como el oriental, el hindú y el japonés, que diferían del occidental. Entonces, para esa adaptación, tomamos elementos del butoh, el teatro japonés de posguerra, después de Hiroshima y Nagasaki, basados en una danza desarrollada en un tiempo y un movimiento híper lento. Y del teatro hindú, una danza de las manos, una danza donde los movimientos están codificados. Además, el director me propuso hacer la obra en un suelo inestable, en el que no pudiera quedarme quieto. Construí entonces un bote. Tenía que manejarme en una cuerda floja como haciendo equilibrio, fue un trabajo novedoso en esa época.

¿Cuánto tiempo de preparación física y expresiva te llevó esa versión?
—Preparamos la obra durante seis meses. Siempre me gustó el trabajo del cuerpo. Desde siempre tomé el entrenamiento corporal como parte del trabajo profesional. Era un desafío contar la historia de ese viejo que está salado, que lleva ochenta y cuatro días sin pescar nada, y que, de pronto, un día que pesca un pez enorme, batalla tres días intensamente y finalmente el viejo lo mata. Y en el regreso feliz a su pueblo, para demostrarle a los que se reían de él, que seguía siendo un gran pescador, los tiburones se van devorando el gran pescado hasta dejar el esqueleto. Aún así y ante la aparición de su amigo, un niño pescador, el viejo no pierde las esperanzas. La obra fue muy dura al comienzo. Debutamos en una sala recién inaugurada cerca de la universidad, en San José, pero que no era comercial. Hacíamos funciones con escaso público, jueves, viernes, sábados y domingos; y me veían siete, ocho personas. Yo salía lastimado de las funciones, me golpeaba. La inestabilidad era de verdad. Fue todo un mes y perseveramos, como el viejo, hasta que nos invitaron a España al festival de Manizales en Colombia. Nos fue muy bien. Y con la obra vinimos a la Argentina al Cervantes, al festival Iberoamericano de teatro donde nos dieron el premio Ace, al mejor espectáculo extranjero. Fue una de las experiencias más lindas.

Y decidiste volver a realizar la obra luego de dos décadas y frente al público rosarino…
—Un amigo de Buenos Aires me sugirió que la vuelva a hacer, y lo pensé. Pero me pregunté cómo iba a hacer el bote nuevamente, de pronto empecé a experimentar con un banco, a pensar que el banco era el bote, aprovechar sus posibilidades. Una vez que me subo al banco, no bajo. Y llevo un palo de lluvia que se convierte en remo, en vela, en arpón. Convertir el banco en un bote fue uno de los cambios, el público tiene que creerlo y eso depende de mí, que la gente se lo crea, se lo imagine. Por suerte tenía un video de la adaptación del año 95. El remontaje me llevó tres meses y un poco más. La estudié y la refresqué. Me propuse mejorarla porque le encontré defectos y la puesta es en torno a la circularidad. Mi condición física no es la misma. Las piernas fueron un tema porque en los noventa me quebré una rodilla y tuve una buena recuperación pero me preguntaba si  me iban a aguantar. Entonces el banco me sirvió para no apoyarme en las piernas, y sí hacerlo en todo el cuerpo.

¿Cómo la recibe el público la obra?
—La obra es bien recepcionada. Es una historia universal, mucha gente leyó el libro y conoce a Hemingway. Y el autor se basó en una historia real, en la historia de un pescador. El teatro El Rayo me permite montar la obra circularmente y con altura. Hay otro público que se acerca, además. A ellos los conocía por su revista y pude presenciar su obra, Dionisos Aut, y me pareció interesante la propuesta, y los festivales de teatro que coordinan. En su momento un amigo me sugirió que ese teatro podía ser un espacio para mi obra, les llevé una carpeta con mi proyecto y me llamaron.

¿Cuándo decidiste volver a la Argentina y dejar el país que te cobijó durante cuarenta y cinco años?
—A mediados de la década del 80 empieza la aplicación de las políticas que luego se aplicaron acá: el neoliberalismo. Primero hubo recortes en educación, salud y cultura, y el teatro en el 70 tenía un apoyo fuerte en Costa Rica. Comenzó una represión soterrada, censura ideológica y de alguna forma se nos tiró a la calle diciendo, ahora rigen las leyes del mercado, vean cómo se las arreglan. Comenzó una comercialización del teatro mal entendida. Cuando la razón de ser del teatrista tiene que modificarse para adaptarse a estas nuevas condiciones se muere el teatro genuino. Esa fue una de las razones por la que decidí volver a la Argentina, el año pasado.

El arte en general, y el teatro en particular son experiencias profundas para el que está dentro. Implica meterse en la piel de otro, vivir otras vidas e historias. En el teatro no es aprenderse la letra y moverse sino meterse en los sueños de los personajes, en sus anhelos y sus dificultades.

Y encontrar múltiples facetas en uno mismo…
—Cualquier ser humano puede ser un asesino, un genio, un defensor de los derechos humanos. Todos tenemos la posibilidad, elegimos y descubrimos todas esas caras en el trabajo teatral. Suena esquizofrénico (se ríe), es bastante esquizofrénico pero se disfruta mucho. Y por el otro lado, la sensibilidad social, los maestros que tuve me transmitieron la conciencia de que es una responsabilidad el teatro. No solo porque el público que te va a ver paga una entrada sino por lo que decís. No hay un arte aséptico; apolítico o neutral, hace mucho tiempo aprendí esto. Cualquier manifestación humana es ideológica, es más o menos política, cualquier acción tiene que ver con la visión del mundo que tenemos, aún por omisión.

Teatro pobre
Rubén Pagura realizó diversos trabajos grupales a lo largo de su carrera. A fines de los 80, influenciado por diferentes factores que se le presentaron, experimentó el unipersonal. “Construir solo fue un trabajo más profundo e intenso. Requiere de una gran disciplina. Además, mantener la tensión del público en un unipersonal es un desafío. A mí me influenció el teatro pobre de Jersy Grotowski, el teórico práctico contemporáneo. Su trabajo estaba despojado de accesorios externos, los actores trabajaban principalmente desnudos y con una escenografía mínima. En los años 70 estaba lo de la cuarta pared del teatro, que muchos derribaban sorprendiendo al público, interviniendo o violentándolo. En cambio, lo nuestro tenía que ver con la pobreza de los elementos, la sugerencia; el no digerirle todo al público para que éste lo complete o se imagine lo que falta.

Nota publicada en la última edición de el eslabón.

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