Tardé un poco en plasmar estas líneas, no por no tenerlas organizadas y sentidas de varias formas, sino por un absurdo prejuicio que es bueno mencionar para partir del principio, como también para ayudar a erradicarlo, entre todos. Resulta que se supone que no podría ser objetivo para hablar de un disco de un autor que conozco demasiado. Y más, resulta que se supone que, como cuando te elogian las tías, además de avergonzar, el cumplido se transforma en una antipropaganda y se vuelve como el pesado pellizco de tía, algo falto de sensualidad.
Lo mismo me pasó con un texto acerca del último disco de mi otro hermano, Oscar Favre. Que allí quedó guardado. Completamente equivocado. La crítica es literatura y la mejor literatura siempre está cerca de las pasiones, de lo personal y, de una u otra forma, del amor. Así que no hace falta ninguna atenuación, o reparo. Recuerdo, sin ir más lejos, palabras antecediendo libros que no eran otra cosa que declaraciones de afecto, que me han hecho valorar mejor que nada al libro que empezaba y contagiado de gusto y, de eso es de lo que se trata una buena crítica.
Lo absurdo y lo poco objetivo es lo contrario, el cuidado silencio. Me pregunto cómo no estamos llenos de ensayos, de prólogos, de reseñas, de presentaciones, de introducciones de amigos, de parejas, de hermanos, de amantes, que sepan transmitirnos el secreto más entrañable de su mirada de alguien al hacer algo.
La flor salvaje, ¡séptimo disco de Juani!, es una selección de canciones de su repertorio, tan hermosas como poderosas. Registradas de la forma más natural en que puede hacerse: en directo, con poco más que unos buenos micrófonos y la guitarra y voz a la vez, en unas horas de grabación, tal y como cuando esas canciones son cantadas en vivo. Lograr que esa pureza se transmita a pleno, sin embargo, es casi igual que cuando una sinfónica consigue el ensamble perfecto. Todo el disco, de punta a rabo, es una caricia, un escalofriante beso detrás de la oreja. Dije otras veces que a mí me gusta más con auriculares y esto es por la sencilla razón de que es particularmente íntimo. No se trata de un eufemismo o un juego de palabras, intimida ,y la timidez es una emoción de las más preciadas, al ser escuchado en su mayor desnudez. Se percibe tanto la intención, la emoción del autor, que se siente uno como convidado a algo que es privado.
La Flor Salvaje abre con una de las cinco (de un total de diez) canciones inéditas, en este caso la que le da nombre al disco, que es una aventura psicodélica con condimentos andinos. Una road movie en el noroeste argentino, que antes que eso, o después, es un hit pop de aquellos con los que no se puede no empatizar. Pero sin perder la elegancia, sin ninguna obviedad: los bonitos comienzos de estrofa con la voz entrando en el silencio y suavemente soplados, para después subir, y la criolla, —sola, aunque no lo parezca—, que arpegia más de una clase de riffs pegadizos y a la vez extraños. Quizás por eso La flor salvaje tiene una melodía que pudimos conocer, escuchar desde algún patio, en algún viaje que debió ser real, como cuenta la letra, pero que tal vez esté en el inconsciente, como todas las canciones que parece que escuchamos alguna vez y que por eso son únicas. Tras esa presentación, otro acierto de canción redonda: Firme corazón, ahora en clave de reggae latino ralentizado. Sencillo, con un arreglo mínimo de trompeta con la disonancia justa del gran Franco Santángelo, que le da esa mezcla agridulce que tienen los vientos. El reggae menos demagógico que hayan escuchado, pero con un gesto de alegría melancólica y de naturaleza, que sí son de género. Hablando de géneros, he seguido bastante estos años a Devendra Banhart y a Helado Negro —por nombrar dos descendientes de sudamericanos adoptados por el país del norte—, gente que hace muy buenas lecturas de lo latino, aunque desde otra cultura. Los traigo adrede para emparentarlos con Juani, como cogeneracionales y recreadores de la canción latinoamericana. Con diferente actitud, digamos. Creo que algo del humor del freak folk, como se denominó a la escena de Devendra Banhart y otros exponentes, puede ser una de las diferencias.
No me detendré en Desandar, La noche y El fuego de la paz, que son ya, en sus versiones originales, dueñas de una capacidad de transmitir emoción, únicas. Sólo decir que tal vez las tres se potencien en el minimalismo con que son ahora enseñadas. Por momentos estremecen en su despojo absoluto. Y me permito juntar a Hasta que puedas volar con No te descuides para hablar de composiciones más complejas. Su rítmica, su abstracción o su experimentalismo las colocan en otro escalón de canciones, que Juani también transita habitualmente. Son obras con más concepto estético. Acá Juani saca una dimensión de compositor contemporáneo, del que rompe las escuelas tomando todas las escuelas. Sin exagerar, en este tipo de canciones me recuerda al joven Silvio Rodríguez. Dos menciones de logros extra —como si fueran poco sin ellos—: el efecto sutil en la voz y las pausas hermosas de Hasta que puedas volar, y el arreglo de voces y el charango, tan heroico como una telecaster del final de No te descuides.
Sobrevivir es otro inédito que escuchamos mucho en vivo en recitales de Juani. Un tema para corear como el primero, que interpreta en este disco con precisión total. Es notorio que logre tanta energía nada más que con guitarra y voz, aquí no hay ni siquiera un arreglo mínimo. Sobrevivir es una milonga étnica que además tiene un mensaje claramente mutualista y es un (otro) elogio al don. También es justiciera la versión de Menos el viento, una canción de Afuera de la soledad (2008), que es prodigiosa al limitarse a guitarra, canto y unas armonías vocales hacia el final. De nuevo lo rioplatense, pero combinado en esta ocasión con cosas de la samba-canção y remixado en una coctelera piazzollesca: un trago de autor inaudito.
El disco termina con Esta vez es para siempre, otro de los estrenos. Una fresquísima canción beat que podría estar en el lado A de aquel Litto Nebbia Volumen I —se lo dije a Juani en otras ocasiones y rehúye la comparación, que no es sólo estética para el caso, si no taxonómica, porque parece una pieza definitivamente esencial en la evolución del rock nacional. Para los que quieran rastrear una gema antecesora en la obra del mismo Juani, pueden buscar 424 en Uruguay, primer disco de Juani, editado en el 2000—. Bellísima canción de amor, con una base rítmica —la única del disco con esta postproducción— de bajo, a cargo de Tuta Torres y Emiliana Arias en batería, precisa y gloriosa con poquísimo, demostrando que un buen tándem de estrofa y estribillo, son todo. O casi. Porque para terminar, podríamos hablar de qué significa a esta altura la producción de un disco, o de cualquier obra artística, qué su posibilidad de difusión, su alcance, y finalmente su faceta material, su reconocimiento social y su retribución. He aquí que se abre un gran campo de debate para el que La Flor Salvaje y el recorrido de Juani en el «mercado» serían un buen ejemplo. Sería larguísimo de desarrollar, pero al menos se pueden marcar unas cuestiones interesantes. Es preciso decir que la producción artística de La Flor Salvaje es audaz porque apuesta a lo básico, no como pose, como tantas películas que se filman en blanco y negro para aparentar. Aquí, la adustez, la economía, apoyan totalmente la estética y la ética de Juani como cancionista. Y su productor, Dárgelos, por omisión o por decisión, termina dando lugar a un material que es pura carne, lo opuesto a los anabolizados discos de estudio que abundan. Y este es un mérito atrevido o, cuanto menos, llamativo. Por otro lado y esto raya el análisis político, que éste sea el primer «disco industrial» de un autor bastante reconocido, uno de los hijos pródigos de esa usina genial que es Planeta X, dice muchas cosas, pero más lo dice el hecho que no hay nada definido que pueda aportar lo industrial, al menos en el mercado de la música en nuestro país.
Las grandes discográficas son un ejemplo de lo hueca que es la industria cultural y la industria en general. Una máquina boba cuyo fin es hacer y, sobre todo, vender papas fritas, pero que tiene muy pocas capacidades para otra cosa. Qué es lo que puede sumar una industria discográfica con estas características a la cultura: nada. Sus actores se asemejan a los vendedores y promotores de cualquier artículo de consumo o de la venta de marcas. Esas, con suerte son sus dotes. Como gestores o curadores artísticos, sólo podríamos esperar de ellos ser embutidos en una gran freidora con todas las variantes de la comida ligera. Ése es el marco de esa red de nada que es el mercado y en la que estamos nada-ando todos. Algo que se reproduce en los shoppings, en las cadenas de cines o librerías, en un cambio de escala y de hábitos, que parece haber atentado contra las posibilidades de lo artesanal o, en el mejor de los casos, haberlo absorbido. En esta década, digámoslo también, se percibe cómo ha retrocedido lo autogestivo y lo colectivo. Es harina de muchos costales, pero podemos decir que somos entonces testigos de la paradoja de que cuando crece el estado, crece el mercado, pero no necesariamente nos veamos por ello en un momento más rico para disfrutar de todas las propuestas artísticas y culturales que quisiéramos, ni para que esto redunde en mejores condiciones y proliferación de las oportunidades para nuestros artistas, por ejemplo. Ergo, el keynesianismo no es precisamente un estimulador cultural. No es un retrato pesimista tampoco, es uno de los niveles de análisis que necesitan las cosas por estos tiempos. Pero siempre latentes, por suerte, hay también diamantes en bruto, hay flores salvajes.