El relato desde los ojos de una joven sorprendida por las circunstancias, pero con la intuición de que se trataba de un antes y un después. Agustina estuvo ahí y lo cuenta. Una de las tantas historias mínimas que encierran la grandeza de un movimiento que se hizo pasión, amor y lealtad.

“¡Qué lindo es recordar! Si tuviera que repetir eso, lo repito”, lanza la frase y ríe. Hace 70 años, Agustina López tenía 14 años recién cumplidos. Confiesa que aún creía en los Reyes Magos, que no sabía absolutamente nada de sexo porque de eso no se hablaba en la casa, que no tenían radio ni leía revistas. Nunca había festejado cumpleaños ni navidades, y el único arbolito navideño que conocían era el que levantaban en el cuartel próximo a su casa, donde su familia iba a buscar comida: polenta y pan galleta, no más. Solo pudo terminar la primaria. Era la tercera de una familia de ocho hermanos de San Nicolás, que por aquel entonces tenía apenas 45 mil habitantes. Vivían en la pieza de un inquilinato alumbrada con un farol a querosén y se vestían con ropas usadas, que su madre Catalina se daba mañas para arreglar. Su padre, José Sabino, vivía de las changas por lo general en el campo. A él lo había escuchado hablar, a escondidas, de Perón, de lo que estaba haciendo por los trabajadores y las ilusiones que los más humildes depositaban en él. Ella se sentía más de Evita y de su romance con ese coronel.

“La gente está yendo a la Plaza de Mayo”

Ese 17 de octubre, por problemas de salud, Agustina estaba en Escobar (provincia de Buenos Aires) en casa de una tía que le había prometido a sus padres que la llevaría a un hospital a ver si podían tratarle esas hemorragias que la tenían a mal traer.

Así, la encontró la mañana de aquel día en el que su primo Fausto –diez años mayor– estaba alborotado. “La gente está yendo a la Plaza de Mayo para que lo liberen a Perón, voy para allá, ¿querés venir?”, le dijo y ella –¿un impulso, una premonición, una certeza?– respondió que sí. Se subieron al tren y llegaron a Retiro, donde se agolpaban obreros unidos por un solo grito. Recuerda que su primo no aguantó más y se fue para la plaza de Mayo; y la dejó sentadita en otra plaza, la de enfrente a la terminal, donde permaneció largas horas viendo personas agitadas que marchaban para defender a su líder y parecían estar dispuestas a dar la vida por él. “Yo me sentía feliz, porque pensaba «la gente lo quiere a Perón, qué lindo que quieran al novio de Evita». Sentía que todo ese movimiento era porque había gente que iba a hacer algo por nosotros y pensaba «puede ser que mi papá tenga trabajo»”.

Ya entrada la noche, Fausto se acordó de que la había dejado solita y la fue a buscar. La encontró quietita donde la había dejado. Fueron juntos a Plaza de Mayo y ella seguía viendo gente feliz. Perón había sido liberado, había hablado desde el balcón y se había despedido, pero nadie se quería ir de un espacio público que les empezaba a pertenecer. Todos seguían derrochando alegría, presumiendo que vendrían buenos tiempos.

La fuente de los deseos

“Yo no me podía explicar qué pasaba, pero estaba tan emocionada de estar en una cosa así”. Y, entonces, ella que tenía un pañuelo para sostener sus largos cabellos, se lo desanudó y lo empezó a agitar y a gritar el nombre de ese coronel y, después, cuenta que se acercó a la fuente, que había gente con las patas adentro, pero ella de tan chiquita y tan temerosa solo se sentó en el borde y se tiró un poco de agua para aplacar el calor de toda la jornada.

Después, volvieron a Escobar. Pudo ir al hospital y la revisó un médico, y regresó a San Nicolás. Ya no podía estar ajena a lo que ocurría: escuchaba todo lo que se decía sobre Perón y sobre esa movilización de la cual había participado. “Se me removía todo”, explica. Igual, tardó unos días en contarle a su madre y Catalina, que vivía con el temor sobre sus espaldas, con ese temor que tienen los pobres por tantos golpes que da la vida, le advirtió: “Que no sepa tu padre. No le contés a nadie”. Agustina, desde la inocencia, respondió: “Pero era lindo estar ahí, la gente estaba contenta, ¿por qué nosotros no nos podemos poner contentos?”.

La llama del 17

Eso que se removía en su interior, esa llamita que animaba su alma ya era un fuego que aún hoy sigue ardiendo. Llegó el triunfo del peronismo a principios de 46 y las cosas comenzaron a cambiar. El 2 de marzo de 1947, Perón fue a San Nicolás junto a Evita para devolverle el puerto a una ciudad que lo había perdido a manos de una sociedad fantasma disfrazada de concesionario. “Evita iba con un vestido color lacre, creo, y ahí la amé para siempre, porque la vi tan hermosa y saludando con tanto entusiasmo. Besaba a los chicos y yo la veía y decía ‘qué linda, con razón Perón la quiere’, y él, para mí, era un ídolo”. Al poco tiempo, su papá tuvo trabajo estable en el puerto y, cada tanto, podía comprar esas revistas que fascinaban a Agustina, como aquella en que Hugo del Carril sonreía desde la portada. “A nosotros nos cambió la vida”, afirma. Pudo ir al cine, no como una excepción sino como un hábito de todas las semanas; por un peso veía un continuado de tres películas argentinas. Empezaron a comprar su ropa, en las navidades buscaban la sidra y el pan dulce en la oficina del correo y comenzaron a armar su propio arbolito y hasta festejaban los cumpleaños, pudieron alquilar una casa, tuvieron la radio para escuchar telenovelas; pudo ir a la escuela nocturna, aprender dactilografía y entrar a trabajar en la Municipalidad.

Realidad efectiva y afectiva

Esas intuiciones de aquel 17 eran una “realidad efectiva”; y, como ya ha dicho un poeta, “amor con amor se paga”, ella quería dejar estampada su lealtad. Entonces, lo primero que hizo al cumplir 18 años fue afiliarse al peronismo, y también tuvo que escuchar el rezongo de su madre.

Su pasión era inatajable: la empujaba a esos trenes repletos que iban a celebrar a la Plaza de Mayo; soñaba con estudiar Enfermería en las carreras creadas por el gobierno; quería escribirle a Evita para conseguir una máquina de coser para su madre, pero Catalina seguía con sus temores. Igual, fue quien llevó al correo el sobre con la carta de su hermano, quien al poco tiempo recibió todo el conjunto de Independiente y lo paseó con orgullo por la ciudad; y en el 51 votó, porque ese año las mujeres accedieron a ese derecho; y de tan agradecida nunca deja de celebrar cada vez que hay comicios, porque –bueno– de eso se trata la democracia.

Coleccionaba todo recorte o propaganda que mencionara al peronismo, pero su padre, presa del terror, los quemó cuando vino la dictadura del 55 y en San Nicolás –como en todo el país– iban casa por casa a la caza de peronistas. “Lo que lloré ese día. Eran mis recuerdos de Perón”.

Dice que no pudo viajar a Buenos Aires, cuando murió Evita. “No pude, no pude”, repite y no hay que pedir explicaciones. Pero fue a recibir a Perón a Ezeiza, donde los colectivos quedaron a decenas de kilómetros del palco y los caminó de ida y vuelta, y asegura que gastó –que no se rompieron– los tacos de cinco centímetros de su calzado. Y  despidió al general ese desaprensivo julio del 74: “Estuve medio día parada en una baldosa, cerca del cordón de la vereda, esperando”, evoca orgullosa. Y nunca dejó de ser peronista, siempre siguió a los candidatos del partido y aunque lamentó derrotas, nunca bajó sus banderas. Y agradece lo que el actual gobierno peronista ha hecho por los jubilados –“¡Qué tranquilidad que nos vino a dar a nuestra vejez!”– y cuenta que toma los créditos que le ofrecen porque sabe que ella y Alcides, su marido, son muy cuidadosos con el dinero.

Se anota en todos los cursos para adultos mayores que lanza la Nación; se metió con la computación, pero prefiere chusmear con las amigas antes que andar por las redes sociales.

Fuente: El Eslabón.

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