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He visto la filmación del discurso que Martin Luther King dio en Washington en 1963, conocido como “I have a dream” muchas veces. Esa repetición fue produciendo diferencias en mis maneras de mirar el registro. En una de las últimas ocasiones, reparé en algo que no había notado hasta el momento. Sucedió como consecuencia del deslizamiento de mi atención respecto al centro de la situación (es decir, King y sus palabras), que propicié para recorrer el entorno, para ver a los otros, a los que en el momento del discurso devienen entidades casi volátiles, un poco fantasmales. Fue entonces que reparé en un policía, parado a la izquierda de King, muy cerca de él.

Blanco, morocho, alto, robusto, de poco más de treinta años, el policía escucha el discurso de King impávido, apenas mueve los ojos y el cuello. No gesticula, no se altera, lleva al mínimo sus movimientos. Cumple su trabajo de vigilar, y no parece importarle más que por eso el hecho de estar parado a un metro de un hombre que está pronunciando el discurso más importante de la historia política norteamericana del siglo XX. El policía controla como si nada de él se jugara en esa historia; como si lo atravesara sin dejar rastros. Tanto que sólo deviene un ser activo en el momento siguiente al cierre del discurso de King, cuando todavía flota en el aire su clamor “¡Free at last!”. Es entonces cuando el policía, ajustándose al protocolo, intenta apartar a la gente de King, deja de vigilar visualmente y pasa a garantizar con su cuerpo un desalojo ordenado de la zona.

En los últimos meses volví a ver varias veces el discurso para mirar preferentemente al policía. De tanto insistir en él, King me ha ido pareciendo una pieza menor, casi anecdótica. El policía ha ido ocupando el centro, convirtiéndose, contra mis preferencias políticas, en lo importante. Su quietud inicial, su movimiento posterior, todo impulsado por una voluntad de control y orden. Una disciplina que no se pliega a las curvaturas intensas de la vida social. ¿Qué es lo que vuelve posible una vida así? Lo miro y no me basta con asumir que cumple órdenes o con entenderlo como una pieza en un sistema que lo desubjetiva. Tampoco es suficiente con decirme que encarna un compromiso institucional, que es un efecto educativo, o el frío exponente de una burocracia más o menos impersonal. En cambio, veo en ese policía el goce de la obediencia y, simultáneamente, la explotación afectiva de esa pequeñísima porción de poder que le tocó ejercer.

  1. “¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?”, pregunta el obrero que Bertold Brech imaginó leyendo. Ese obrero, que pregunta por sí mismo, acto (verso) seguido, denuncia: “En los libros aparecen los nombres de los reyes”. Entre aquella interrogación por su propia existencia y esta crítica a la existencia exclusiva de los nombres del soberano en los relatos, el obrero imaginado por Brech, en una misma operación, se dota de historia y reta a la Historia: se hace visible históricamente. Él es, no sólo el nombre de todos los trabajos en la historia, sino el saber de la autoría de esos trabajos hechos. Trabajar y saber histórico son los dos cuerpos celestes, anudados, en torno a los que muchas formas del pensamiento político han orbitado desde hace al menos doscientos años.

Pero no tomaré aquí ese camino que va de los muchos, invisibles y, por ello, en palabras del historiador Eric Wolf, “sin historia”, a los muchos dignos y con ciudadanía en las narrativas históricas. Y eso porque el fresco guarda espacio para otros personajes, para un juego más hormigueante entre fondos y figuras. Personajes invisibles, sí, pero menos épicos, más oscuros o, mejor, más grisáceos, que aquellos obreros brechtianos que inyectan en el relato de la Antigüedad clásica europea una necesaria fuerza de trabajo. A diferencia de ellos, hay otros personajes, como el policía de King, que no pasan de la penumbra al brillo sino a una opaca luminosidad que no podrá ensalzarlos.

Borges, por ejemplo, habló de los infames, esos hombres y mujeres famosas o pasibles de fama por algún tipo de acción en la que sintetizaron, casi siempre, lo peor de la condición humana. Hombres de estado, religiosos, bandidos, mercenarios, piratas, compadritos llevando a cabo acciones sangrientas, a veces por honor, la mayoría por riquezas. A contramano de cualquier historia de los Grandes hombres (ya fueran bondadosos o malvados), Borges armó un cielo de destellos oscuros, de grandes pequeños hombres y mujeres, y con esos personajes “rescatados” de los picos bajos y los valles de la historia, elaboró no una contrahistoria (puesto que no se propuso oponer absolutamente la suya a la otra) sino una historia que abriera nuevas conexiones posibles de sentidos, que disgregara los viejos conceptos y las viejas imágenes. Que, irreversiblemente, los contaminara, forzando una nueva manera de ver y un nuevo discurso histórico.

Pero hay, como ya puede imaginarse, otros hombres “sin historia”. No son ni los convocados por el obrero que imaginó Brech ni los infames borgeanos. No forman parte de los primeros porque éstos quedaron inscriptos, objetivados, en los monumentos y edificios (en todo caso es un trabajo que se liga al heroísmo); no se cuentan entre los segundos porque éstos, por un instante, resplandecieron, para luego volver al olvido o el silencio. Esos otros y otras nunca alcanzan esa visibilidad, la historia parece atravesarlos. No son los invisibles; son, más bien, los desapercibidos. Y aunque parecen transparentes no carecen de efectividad.
III. Durante años me preocuparon las terminales y cristalizaciones más visibles del poder (resumiendo: los gobiernos, las empresas, las organizaciones políticas y otras formas institucionales del poder) y las formas hegemónicas de la vida social (el trabajo, la religión, la ciencia, la cultura) pero con el tiempo me ha ido pareciendo cada vez más necesario y urgente pensar a esos millones de tipos que, como el policía de King, día a día se despliegan en operaciones que combinan el goce de la obediencia con el ejercicio de una cierta cuota de poder coercitivo. Esos eslabones últimos, pero también, urge reconocer, agentes deseantes, materiales (corporales) de los órdenes policiales, legales e ilegales, en los que vivimos. Allí están, estuvieron y todo indica que estarán: son soldados y gendarmes y milicianos del Ku Klux Klan o vecinos anónimos integrantes de los comandos Aski durante el genocidio indonesio de 1965-1968; pueden ser, también, menos grandilocuentes: encargados y supervisores en una empresa, guardia cárceles y guardaespaldas, sicarios o, como en la fascinante novela “Villa” del escritor argentino Luis Gusmán, médicos que, casi desapercibidamente, sostienen el andamiaje de una tortura. Juegan el juego del cálculo: “Donde me daban lugar, me quedaba”, dice el Dr. Villa. En ellos se expresan, más que atributos psicológicos individuales (que darían pie a hablar, con el gran Etiene de La Boetie, de la servidumbre voluntaria, siempre interesada), una gama de funciones sociales que empalman deseos, instituciones y vaivenes políticos, y parecen ignorar o desoír cualquier tipo de responsabilidad. Si, desde una mirada, los desapercibidos son desindividualizados y, así, liberados de toda interrogación ética, por la cual su obediencia debida parece eximirlos, desde otra aparecen como un territorio que reúne urgentes y profundas preguntas sobre la condición humana.

Publicado en la edición #229 del periódico El Eslabón.

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Un comentario

  1. adhemar principiano

    22/01/2016 en 2:22

    Podriamos poniendo el mismo esfuerzo de ver lo que no se ve,en nuestra, querida y rica historia de fotos politicas: el s. jose lopez rega, aplaudiendo con rabia, junto al gral, en el balcon de «esos imberbes», Cuando el sr. alfonsin, ya presidente, en el balcon del cabildo, pronunciando la arenga,ante la atenta mirada de Guglienmenti(perdon por el apellido), asesino del terrorismo de estado. Tambien cuando sr.presidente, llego al cuartel del supuesto asalto, pegando un saltito muy elegante con un oficial del ejercito, sobre el cuerpo de un joven argentino. Pienso que hay mucho mas, solo falta el tiempo de observarlo

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