Los trágicos sucesos de 2001 no fueron más que la explosión de un modelo económico y social ante el cual la clase política se había rendido en términos incondicionales. El kirchnerismo suturó heridas, pero no logró evitar el retorno al páramo infame en que la oligarquía quiere transformar al país desde su nacimiento.

Aquella deflagración dejó un tendal de muertos y dejó a la representatividad institucional en estado de coma. El peronismo fue la única fuerza que leyó con cierto grado de seriedad el escenario, y aportó, con mayor o menor eficiencia, respuestas que provenían de su origen, y no de sus múltiples desviaciones.

Esa colisión entre mundos de diferentes sistemas planetarios derivó en un pleito político que aún no arroja resultados definitivos, debido a dos razones: de un lado, faltó profundidad en el avance a la hora de atacar las causas de la tragedia histórica nacional; del otro, la argamasa con la que el frente conservador unió a los responsables y cómplices de un sistema basado en la angurria sin límites no tiene la consistencia suficiente para pegar las partes que lo componen, porque sus intereses no son coincidentes.

Los amargos días

La tragedia de 2001 encierra para la provincia de Santa Fe, y particularmente Rosario, una paradoja política. Mientras en el resto del país queda clara la criminal responsabilidad del gobierno de la Alianza en la brutal represión que se cargó 39 vidas, en los territorios que gobernaban Carlos Reutemann y Hermes Binner, respectivamente, esa culpa se diluye.

Por un lado, el dispositivo jurídico-político que impidió juzgar al ex piloto de carreras por el asesinato de nueve ciudadanos santafesinos por parte de la Policía santafesina, a cargo del secretario de Seguridad de entonces, Enrique Álvarez, situó de algún modo en un segundo plano los hechos que acontecieron en Plaza de Mayo.

Pero la hipocresía del socialismo, partícipe de esa coalición que llevó al abismo económico y social a la Argentina, el cinismo del intendente socialista, que intentó despegarse cuanto pudo de esa responsabilidad política acusando al peronismo, pero excusándose de hacerlo a su socio radical que comandaba la represión desde la Casa Rosada, le permitió incluso lucrar políticamente con las muertes de Rosario años más tarde, cuando se paseaba en campaña con el cd de León Gieco que contenía El Ángel De La Bicicleta, en homenaje a Pocho Lepratti.

Quien escribe esta columna cubrió aquellas aciagas jornadas de diciembre de 2001 para el diario El Ciudadano. En la sede de la Gobernación en Rosario se había establecido un comité de crisis. Ya la sangre de los muertos en Rosario llegaba hasta las barbas de quienes gobernaban la provincia y la ciudad. Estaban el secretario de Gobierno de Binner, Antonio Bonfatti, el delegado del Ministerio de Gobierno de Santa Fe, Ricardo Spinozzi, y otros funcionarios de ambas administraciones. La pregunta era la única posible: ¿Dónde están Reutemann y Binner? El primero estaba “reunido” en la capital provincial vaya a saber con quién, según la respuesta del hombre que años después llegó a ser titular del PJ santafesino. ¿Y Binner?, se le preguntó a Bonfatti. “Está en la Municipalidad, y no piensa venir hasta que Reutemann no baje a Rosario”, fue la lacónica respuesta.

Así, con la especulación como única respuesta ante la sangre, ambos jefes protagonizaban políticamente la peor masacre que se haya constatado en territorio santafesino desde las luchas de los caudillos en el siglo XIX.

Hacía días que los grandes medios de Rosario tenían la orden editorial de evitar publicar la palabra “saqueo”. Hacía semanas que se veía venir el estallido social. Sólo observando los cortes de las organizaciones sociales en los barrios, pero especialmente en avenida Circunvalación, se olía la explosión inminente.

La cana de Reutemann esperaba a que se fueran los medios para meter palo y gases a los miembros de la Federación de Tierra y Vivienda, de Barrios de Pie, de la Corriente Clasista y Combativa, que a menudo ponían colchones con chicos delante de las barricadas para ver si con eso sensibilizaban de algún modo a las tropas del Narigón Álvarez, que a menudo comandaba los operativos desde un automóvil de civil con los vidrios polarizados. Los palos y los gases llegaban igual, y había que sacar a los chiquitos de apuro y enfrentar a la feroz soldadesca de Reutemann, dispuesta a todo.

Ya los bolsones de comida de Provincia e Intendencia no alcanzaban. El hambre siempre fue más que la vergonzosa asistencia social de dos administraciones sin alma y sin política. Y los muertos no tardaron en llegar.

El incendio y después

Aquellas fiestas de fin de año fueron las más tristes en muchos años, pese a que ya hacía tiempo que la desesperanza se venía agigantando en los hogares más vulnerables. El año 2002 fue recibido con una alfombra de cadáveres, millones de hambrientos, supermercados saqueados y la moral por el sótano.

Podría decirse que tras la renuncia de De la Rúa la sucesión presidencial fue percibida por la sociedad en su conjunto como un proceso institucional en manos del peronismo. Ninguna otra fuerza podía –ni quería– hacerse cargo de tal desmadre, cuyo origen era económico, pero fundamentalmente político.

Si bien la mayoría seguía pensando que la segunda década infame gobernada por Carlos Menem podía ser rotulada como peronismo, a pocos se les escapaba que las políticas públicas del Turco, que no fueron desmontadas por la Alianza entre la UCR y el Frepaso, sino más bien profundizadas, tenían algo que ver con las banderas que levantaron Juan y Eva Perón en 1945.

La degradación social a que se había llegado nada tenía de peronismo. La desindustrialización, el desempleo, la trasnacionalización de la economía, la concentración de la riqueza, nada tenían que ver con los procesos redistribucionistas e industrialistas del peronismo.

Y algo de eso, sumado a la nueva agenda de derechos, alcanzaron a vislumbrar dos tipos que tuvieron un rol destacado en esos días terribles: Adolfo Rodríguez Saá y Eduardo Duhalde.

Al primero, debido a la suerte de rebatiña que se produjo en el Senado para definir la sucesión de De la Rúa, se lo vio asumir la primera magistratura y visitar la sede de la CGT, a la que ningún presidente desde Perón había intentado ir, y decretar la moratoria de la deuda pública. En esa cortísima semana que le tocó presidir los despojos de la Nación, El Adolfo recibió en la Casa Rosada a las Madres de Plaza de Mayo, firmó decretos que restauraban ciertos derechos a los sectores más vulnerables… y poco más.

Tanto se entusiasmó el puntano que Duhalde, que había terciado para que fuera presidente pero que llamara a elecciones de inmediato, cuando vio el brillo de las ansias de poder en el ex gobernador de San Luis le tiró una zancadilla en Chapadmalal y lo eyectó de la política sin miramientos.

Pero estaba claro que el peronismo, aún en el gaseoso estado que representaba su versión duhaldista, ya había tomado nota que el tren del neoliberalismo, que seguía corriendo desenfrenado hacia un colapso aún mayor, debía ser detenido en seco.

La feroz devaluación con que se salió de la trampa de la convertibilidad fue acompañada, sin embargo, por políticas activas que le devolvieron al Estado un rol que había sido abandonado por los gobiernos de Menem y De la Rúa. Planes como el Jefa y Jefes de Hogar, Trabajar, y otros, paliaron en forma momentánea el chicotazo que produjo la salida del 1 a 1 con que se había ilusionado un sector de la sociedad, que compró el ingreso al “primer mundo”, sin medir sus espantosas consecuencias.

La clase media sólo tomó nota del desastre cuando el Titanic comenzó a hacer agua por los agujeros que le impuso Domingo Cavallo al restringir el acceso al dinero, y posteriormente Jorge Remes Lenicov al disponer el corralón y la no devolución de los depósitos en dólares al evaporarse la garantía sobre los mismos.

“El que depositó dólares recibirá dólares”, había prometido Duhalde a poco de asumir, pero jamás pudo cumplir esa promesa, y eso empeoró aún más la relación entre la sociedad y las instituciones. Ya nadie tenía por qué creer en autoridad alguna.

Además, el gobierno del ex compañero de fórmula de Menem dejó de confiar en la política para encontrarle una salida a la crisis. La violencia institucional no empezó cuando la policía bonaerense mató a Maximiliano Kosteki y a Darío Santillán en el puente Pueyrredón, comenzó cuando los ministros de Duhalde, especialmente su jefe de Gabinete Alfredo Atanasof, desplegaron discursos represivos, con el foco puesto en las organizaciones sociales que llevaban adelante la protesta social.

El mote “piqueteros”, en boca del presidente provisional que había declarado que la Argentina estaba “condenada al éxito”, fue utilizado para estigmatizar esas luchas y justificar una escalada de hechos en los que se puso en juego a las fuerzas de seguridad como verdaderas cohortes asesinas.

Para narrar los crímenes de los dos jóvenes en el paso de Capital a Avellaneda, el diario La Nación publicó, el 27 de junio de 2002, párrafos infames: “El descontrol desatado en las inmediaciones del puente Pueyrredón, cuando unos 500 militantes de organizaciones radicalizadas de desocupados y provocadores políticos intentaban cortar el camino, agregó otra señal de alarma en la sociedad, que deberá soportar hoy una marcha de protesta a la Plaza de Mayo y un paro de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA), en condena –así lo han llamado– por lo sucedido”.

Acto seguido, el órgano de difusión histórico de la oligarquía, se expresó así: “El jefe del operativo de seguridad en el puente, comisario Alfredo Franchiotti (sic), aseguró que sus fuerzas no portaban proyectiles de plomo y acusó a los piqueteros de disparar con armas de fuego”.

Fanchiotti –así se escribe tan trístemente célebre apellido– fue el asesino material de Kosteki, pero ya por entonces el blindaje mediático existía, en este caso para encubrir dos cobardes homicidios amparados en la verborragia violenta de un gobierno que, tras esas muertes, debió convocar a elecciones y luego retirarse ensombrecido por la incapacidad para administrar el caos que el neoliberalismo había dejado tras de sí.

El peronismo de Rodríguez Saá y de Duhalde alcanzó para detener una hemorragia interna provocada por un cáncer que en momento alguno se intentó extirpar, por el contrario, la pesificación asimétrica fue un instrumento macroeconómico que sirvió para licuar las deudas exorbitantes de grupos concentrados como Clarín, Techint, Socma y otros por el estilo, que aún pagan los intereses de aquella deuda política con una cobertura sin precedentes a un mandatario no electo por el Pueblo, y a los secuaces económicos de aquella tramoya, como es el caso de Roberto Lavagna.

El actor menos pensado

Los comicios convocados de apuro tras los aberrantes crímenes de Kosteki y Santillán ofrecieron resultados que echan luz sobre los reflejos autodestructivos de una porción muy significativa de la sociedad. A grandes rasgos, Carlos Menem se alzó con un triunfo en primera vuelta, que no le alcanzó para evitar un balotaje pues un ignoto ex gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, lo siguó con un escuálido 22 por ciento de los sufragios, y allí, tan cerca, pero tan lejos como para quedar afuera de la compulsa, se ubicó la derecha neoliberal pura de Ricardo López Murphy, un crápula que como ministro de Economía de la Alianza tuvo que irse antes de cumplir 40 días de mandato por las draconianas medidas que intentó aplicar.

La segunda vuelta nunca llegó a ser, por la huída cobarde de quien fuera dos veces traidor a los legados de Juan y Eva Perón.

Menem sabía dos cosas: que perdía, y que si lo hacía por la abrumadora diferencia que surgía de las encuestas, Kirchner asumiría con un poder que le permitiría tener un horizonte mucho más amplio que el de cualquier otro político. Si algo sabía el riojano era que el pingüino había sido un tenaz opositor a sus políticas, más allá de quienes quieren bajarle el precio a esa actitud exhibiendo un par de fotos que todo mandatario provincial alguna vez debió soportar al lado del entregador del patrimonio nacional.

Pero Kirchner no sólo llegó con un poder limitado por la no reválida de aquel 22 por ciento en un balotaje fulminante. Asumió el 25 de mayo de 2003 luego de que en las elecciones casi un 50 por ciento de los votantes descerrajaran disparos en sus pies, al votar a dos exponentes de las políticas que habían llevado al país a su crisis más aguda en doscientos años.

Sin embargo, le bastaron dos semanas para restaurar parte de la autoridad presidencial y restablecer una dirección tanto de la política como de la economía, dando pistas y señales de que era posible distribuir de un modo mucho más justo la renta nacional.

Para no abundar en lo archiconocido, su arremetida contra las concesionarias de servicios privatizados, la mayoría automática en la Corte Suprema de Justicia, la decisión de reconstruir un mercado interno en base a salarios con poder adquisitico real y por ende fuerte énfasis en la demanda, y el rápido despegue de todo lo que significaba el duhaldismo para su propia autonomía de gestión, lo posicionaron favorablemente ante las grandes mayorías, a la vez que le hizo ganar enemigos de peso.

El fuerte control político de la economía, la profundización de la punción a la renta agropecuaria, y la descomunal inversión pública, explican buena parte del éxito casi inmediato de su gestión, pero las medidas económicas del kirchnerismo son claramente analizadas en esta misma edición, de modo tal que, en síntesis, lo que determinó que se iniciara un proceso inédito, de doce años y medio de recuperación social, política y económica, fue su sagaz lectura de la crisis coyuntural, pero por sobre todo haber tomado la decisión de nutrirse en lo ideológico en los orígenes del peronismo más clásico: un país que apunte a la industrialización, con un mercado interno fornido, salarios siempre en alza respecto de la inflación, una fuerte apuesta al desarrollo científico-tecnológico, y una alianza con el movimiento obrero organizado que desde los tiempos de Perón no se veía.

Su muerte encontró a ese proceso, y al propio peronismo kirchnerista, a mitad de aguas ya turbulentas por la megacrisis global, con los enemigos internos y externos ya sin las máscaras que los mimetizaban con la crítica propositiva, y con un grado de organización interno que dejaba mucho que desear.

Las gestiones sucesivas de Cristina Fernández de Kirchner avanzaron en la recuperación de conquistas sociales pisoteadas durante décadas, y la incorporación de derechos de nueva generación.

Así, se mezclaron la ley de servicios de comunicación audiovisual, el matrimonio igualitario, la asignación universal por hijo, programas como el Conectar Igualdad, ProCrear, la jubilación de millones de ciudadanos que habían sido condenados a ser parias previsionales, y un largo rosario de medidas de carácter claramente inclusivo.

Pese a los furibundos ataques internos y externos, y a los coletazos de la crisis económica provocada por las burbujas del sistema financiero global, el saldo de más de una década de gobiernos kirchneristas alejaron a la Argentina del borde del abismo donde el neoliberalismo la había situado.

Ni la macroeconomía estaba en crisis, ni la ocupación estaba en niveles preocupantes, y el desarrollo tecnológico había permitido repatriar más de un millar de científicos e, incluso, avanzar en forma desusada en el área de la tecnología aeroespacial, poniendo en órbita dos satélites geoestacionarios, algo que muy pocas naciones en el mundo están en condiciones de llevar adelante.

El infierno seguía vomitando llamas

Con todo ese camino recorrido, la cuarta elección presidencial que debió afrontar el kirchnerismo, ya sin Néstor o CFK como candidatos, se perdió. Por poco, pero el kirchnerismo la perdió. Hay innumerables razones para explicar esa derrota, aunque éste no sea el espacio que las abordará.

Parece más propicio, a una semana de haber ensayado un balance del primer año de gestión de quien ganó esa compulsa, observar algunas cuestiones que el kirchnerismo dejó inconclusas, y otras que ni siquiera encaró para realizar.

Acaso en esas materias pendientes se puedan percibir algunas de las causas del declive electoral, pero la intención es ponderar de inevitable ejecución si es que existiera un futuro donde tenga chance un gobierno nacional y popular. Y los tres que precedieron al de Mauricio Macri, está claro que lo fueron.

Sin el control del comercio exterior, no hay chances de financiar en el tiempo las políticas de un Estado activo y a favor de las grandes mayorías. Y el kirchnerismo no dio otros pasos que no fueran la aplicación de retenciones al complejo agroexportador, e incluso con excepciones que deberían revisarse, por tomar un ejemplo: las grandes comercializadoras, nacionales y trasnacionales.

Nadie puede ser tan ingenuo como para replicar las experiencias de las Juntas Nacionales de Granos y Carnes, o el Iapi, pero existen mecanismos modernos que garantizan un control de la renta externa derivada de las exportaciones, cualquiera sea su origen.

La reforma judicial es un nudo gordiano necesario de cortar para garantizar una sociedad más justa en lo social, que ofrezca garantías en la defensa de los derechos más elementales. El intento de CFK se dio de bruces con una resistencia que no fue sólo de la corporación judicial. Sus aliados político-mediáticos la tumbaron antes aún de dejar el poder. Ése debe ser uno de los tópicos a tener en cuenta a futuro.

Y no existe futuro si se mantienen las reglas establecidas para no regular el sistema financiero, tablas de la ley instauradas en la criminal Ley de Entidades Financieras por José Alfredo Martínez de Hoz durante la dictadura cívico militar. Las tibias reformas que se le hicieron, dejaron a cubierto las más execrables prácticas que llevan adelante la banca nacional y la extranjera. En los doce años de kirchnerismo, uno de los sectores más beneficiados fue el financiero. Una parte se explica por el nivel inusitado de actividad comercial, producto del crecimiento del mercado interno y de las transacciones externas. Pero la fuga de capitales, y las descomunales tasas de interés aplicadas a sectores dinámicos de la economía, sólo pueden ser justificadas por el altísimo nivel de concentración y la desregulación que aún perdura desde 1977 a la fecha.

Demasiadas de las reformas y logros alcanzados por el peronismo entre 2003 y 2015 fueron llevadas por delante por una inescrupulosa topadora política que nada teme de los poderes constituidos en forma permanente porque es parte de ellos. Los dragones que parecían haber dejado de vomitar fuego en el infierno del neoliberalismo sopletearon sin piedad lo construido con esfuerzo no por un gobierno, sino por una significativa parte de la sociedad. Como dijera un respetable escritor y militante político del campo nacional y popular: “Ellos (por la oligarquía expresada en Cambiemos) ganaron una elección pero ejercen como una dictadura. Cuando se vuelva a ser gobierno, hagámoslo como una revolución”.

De otro modo, cada experiencia del campo nacional y popular tendrá las características del mito de Sísifo. Un eterno retorno al desierto.

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