Ilustración: Facundo Vitiello.
Ilustración: Facundo Vitiello.

Yo no sé, no. Pedro recuerda que en aquellos tiempos de primera y segunda semana de clases se imponía la inercia de las vacaciones en el picadito antes de llegar a las casas. Eso sí, había que cuidar el guardapolvo y no ensuciarlo. ¿Se imaginan manchado de verde pasto o tierra antes de los primeros quince días? Cualquiera la pasaba mal.

Cuando éramos medio desconocidos, porque había pibes nuevos en el curso, nos íbamos para el lado del pan y queso y ahí era medio una lotería al elegir a los nuevos. Uno no sabía si iban a ser buenos, leales en la derrota o unos quesos a la hora de manejar la pelota y las amistades. Lo cierto es que la cancha, con sus hoyos escondidos, parecía un queso con agujeros, o con ojos, como le dice la industria. Ahí había que cuidarse del mote de “queso”, generalizado para todo aquel que no tenía ninguna virtud para nada. Si uno era malo para la pelota, había que rebuscárselas con aprender a jugar a las figus, a cazar ranas o a remontar barriletes, como para zafar del “queso para todo”.

También había que cuidarse de un detalle fundamental: no tener olor a queso, por lo menos en algunas circunstancias. ¿Se imaginan tener olor a pata en el primer noviazgo? Y no era fácil, porque no había talcos ni tantas zapatillas para cambiarse, y porque del fútbol se iba derecho a ver a la piba y era todo un riesgo.

Pedro también se acuerda de cuando empezó el colegio con Illia, y que al poco tiempo lo tumbaron. Como en todos los golpes de Estado, detrás estaba el poder económico. En aquél tiempo sonaba un apellido que era todo un símbolo: Rockefeller, al que Pedro confundía con el dueño de todos los quesos, por el roquefort, o el “queso azul”, como le dicen ahora.

Cuando se imponía la militancia estudiantil y política se pensaba que si tumbaban a Rockefeller –al que partió hace poco o al padre– se solucionaban las cosas. Lo cierto es que ahora los tipos que están en el gobierno no sólo son ratones, son roedores dueños del pan y del queso. Y son capaces –porque pueden– de quedarse con la mejor parte, mientras que a nosotros nos tocan los agujeritos.

Fuente: El Eslabón.

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