Dale con la izquierda ahora. Eso, dale, dale, ahí va. De primera, dale. Cara interna. Ahora con la derecha, bien, bien.

Luquita no tenía un año y ya corría con la pelota al pie. Pelota que, dicho sea de paso, le llegaba a la rodilla. No le pegaba, como la mayoría de los pibes: la llevaba pegada a la zurda.

Al toque nos dimos cuenta que ese pendejo había nacido para jugar al fútbol. Pero al toque también, y lamentablemente, nos dimos cuenta que el Rolo, el padre, se estaba transformando en un monstruo y que la metamorfosis de Kafka era un poroto. No hablaba de otra cosa y –lo peor de todo– no le hablaba al pibe de otra cosa.

Dale con la izquierda ahora, dale. Eso, eso. Parala y tocá, dale, dale. Y la próxima vez que te quede cerca del área, pegale al arco. No toqués, como el otro día contra esos muertos de Alianza. Pensá en vos. Pensá que si hacés ese gol, al técnico no le va a quedar otra que ponerte todos los partidos. Pensá en eso, dale. Y ahora andá a hacer la tarea que si no tu vieja se va a poner como loca. Dale, andá.

El sábado el Rolo se levantó más temprano que nunca. Se levantó de la cama, porque dormir no durmió nada. Ese día Adiur jugaba contra Newell’s y el Rolo quería que los técnicos de la Lepra lo vieran al Luquita y le pidieran que lo lleve a entrenar con ellos. «Seguro van a quedar deslumbrados –pensó–. Luquita la va a romper y me van a pedir por favor que lo lleve a jugar en Newell’s. ¡Por favor!, me van pedir».

La 84 jugaba en segundo turno, en Malvinas, pero el Rolo llegó una hora antes. Cuando estacionó el Renault 12 rojo por Zeballos, entre Vera Mujica y Crespo, el Luquita seguía apolillando con el cuerpo desparramado en el asiento trasero y la cabeza apoyada en el bolso.

Buena, Luquita, bien ahí. Dale, dale, corré, pedila. Bien, Luca, bien. Eh, referí, eso fue foul, viejo. ¿No viste cómo lo agarra de atrás? Buena, hijo, seguí así, dale, dale. Dale, dale vos, seguí, seguí, eso, dale, pegale, pegale. ¡Uhh! Bien igual, bien igual.

Esa mañana justo habíamos ido a ver al pibe con el Juanchi y el Totó pero decidimos encanutarnos cerca de un córner y del otro lado, para no ponerlo al Rolo más nervioso de lo que seguramente iba a estar. Y fue justo ahí, en el sector de la cancha que estábamos nosotros, que Luquita recibió en posición de 8 y encaró hacia el medio, abriéndose paso, desparramando rivales y buscando el mejor perfil y el mejor ángulo para sacudirle al arco como tantas veces le había dicho el viejo –y como en ese momento le gritaba desaforado– que hiciera.

El 4 de ellos lo volteó, es verdad, pero el árbitro no cobró y en cambio agitó las manos con las palmas hacia arriba en el típico y universal gesto de «levántese que acá no ha pasado nada». Lo que sí pasó después fue que el Rolo, ante nuestra atónita, lejana e impotente mirada, pateó la puertita de alambre y entró como una tromba en dirección al pobre referí, con la cara desencajada y los puños inyectados de sangre. Alguien seguramente le gritó al juez una advertencia porque, aunque el juego seguía, el tipo quebró la cabeza y cuando vio la polvareda que levantaban las patas del Rolo en la tierra, alcanzó a salir disparando y a refugiarse en el vestuario.

Por un momento pensé en meterme a la cancha y atajarlo al Rolo, para que no la cague más de lo que ya la había cagado, pero el Juanchi me sacó la ficha y me paró en seco. Lo peor de todo es que otro padre, ¡y dos madres!, se engancharon en la locura del Rolo y pateaban la puerta de chapa del vestuario al grito de «¡Salí, hijo de puta! ¡Ladrón!».

Después pensé en la cena de esa noche, en lo de Rolo. En mi amigo justificando ante sus hijos y esposa que si un árbitro no cobra un foul que fue, hay que matarlo. Literalmente: matarlo.

Al pobre tipo que ese día le tocó vestirse de negro y llevar un silbato colgado de la muñeca derecha, lo rescató la policía. Dos canas, bah, que se acercaron por el llamado de los profes leprosos que se cansaron de pedirle al Rolo que ¡por favor! se calmara.

Luquita, aterrado, guardó los botincitos en el bolso y no emitió palabra alguna. Hoy es maestro en una primaria pública de barrio Triángulo y les enseña a los pibes a ser pibes, y a no hacerse cargo de los sueños frustrados de sus padres.

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Un comentario

  1. Federico Sodo

    03/05/2017 en 17:50

    muy bueno negro!

    Responder

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