Yo no sé, no. Pedro se acuerda que cuando era pibe, en la casa de la abuela, pegadita a la planta de quinoto, había una de mandarina, de mandarina criolla. Y la abuela siempre decía: “Hay que esperar que «hele». Con una buena helada van a venir dulces”.
En el barrio, cada dos manzanas había una planta de esas. Y el único que no se aguantaba y las arrancaba verdes, era Manuel. Por eso siempre andaba flojo de dientes.
En el frío otoño del Rosariazo, se acuerda Pedro, ya había algunas presentes, medio endulzadas. Eran tiempos en los que la movida empezaba en el “Monumento a la mandarina”, que es como se conoce al momumento a Evita. Todo un símbolo, porque el Chancho Alsogaray (el Cavallo de Frondizi) nos proponía “pasar el invierno”. Y pasar el invierno era ajuste, extranjerización y, sobre todo, dejar afuera a la gente que consumía. Mirá, me dice Pedro, la palabra mandarina es originaria del Asia tropical, y algunas versiones aseguran que es por el parecido con la ropa que usaban los mandarines chinos.
Lo cierto es que ahora hay que esperar una buena helada para que estas mandarinas, las gauchitas de acá, vengan dulces y libres de agrotóxicos. Libres de este gobierno de CEOs, libres de todo coloniaje. Y endulzadas de Patria. Ahí sí, capaz que podamos enfrentar al invierno y a los contreras (las mandarinas agrias), acá y en la patria grande.
Y que los Temer, los Macri y la oposición golpista de Venezuela se chupen esa mandarina.