El poeta y cineasta que vivió el encierro y la discriminación por nacer en un barrio pobre de Morón, visitó la ciudad para mostrar Exomologesis, su última película.

“Soy escritor, director de cine y villero, ante todo”, se presenta César González ante este periódico en el local del espacio de Nuevo Encuentro de calle Urquiza. Y cuando se le pregunta si ya se puede comenzar a grabar, responde: “Vine para eso, sino me quedaba torrando en el hotel”. Apura un par de mates y sujeta el termo para también tomar el rol de cebador.

El pibe, poeta y escritor, que en épocas de la revista se hacía llamar Camilo Blajaquis, en doble referencia poética a la figuras de Camilo Cienfuegos y al militante sindical Domingo Blajaquis, ahora es un hombre. Tiene una hija de cinco años y se hace llamar por su nombre legal. Pero César González no se olvida de sus orígenes, ni de los seis tiros que se comió de la cana, ni de la tumba, ni de la villa. Y en sus obras expresivas hace foco en las problemáticas que lo atravesaron ayer y hoy, a él, a su familia, a sus amigos y alumnos, y a los muchos de los que apenas conoce de cara o ni siquiera juna de las barriadas del gran Buenos Aires. La semana pasada, César visitó la Facultad de Psicología y participó del ciclo Esquizoanálisis, donde presentó su nuevo trabajo audiovisual llamado Exomologesis, haciendo otra referencia pero esta vez a un concepto acuñado por un filósofo que le dio herramientas para entender el mundo, el francés Michael Foucault.

—¿La gente tiene como un imán con vos, te sigue, te tiene mucho respeto, cómo te sentís con eso?
—Me siento muy contento. Yo cuando llegué y vi la gente y tantos pendejos de diferentes clases sociales y todos mezclados, no sé si la palabra justa es orgullo, porque experimento una sensación muy bella, como una ternura. También me da mucha esperanza, más allá de lo personal y de lo que represento, que haya muchos jóvenes interesados en escuchar las problemáticas que yo toco. Como dije en la charla, desmiente lo que quieren instalar los medios de comunicación como una verdad absoluta, de que la gente piensa que hay que tirar una bomba en la villa. Esto demuestra que están los otros, los que luchan por todo lo contrario.

—¿A qué lugares te llevó tu arte?
—Creo que es la novena vez que vengo a Rosario. He recorrido casi toda la Argentina y también el exterior: España, Italia, Alemania, Uruguay, que estuve hace poco. Son lugares insospechados si yo me pongo a indagar en mi pasado, ni lo imaginé ni me lo propuse. Mi obra sirve para derribar muchos mitos y muchos estereotipos. Eso es importante.

—¿Qué interés despertó tu trabajo entre los europeos?
—Bueno, ellos tienen siempre una mirada particular de la pobreza latinoamericana, una fascinación por momentos. Pero yo no fui a cualquier lugar, me moví en circuítos como estos, con gente del palo, como se dice. Por más que estaba en Europa, en el primer mundo, estaba rodeado de gente de izquierda, del partido comunista italiano o español; estuve con gente de Podemos, con anarquistas, con vascos. En Alemania estuve tres días y visité un canal de televisión. El idioma es un quilombo, yo manejo un poco de inglés. Igual en Berlín no me crucé con ningún prototipo de alemán rubio de ojos claros.

Una vida de película

César González nació en la villa Carlos Gardel, en el partido de Morón. Desde muy pendejo cayó en las garras de acero del sistema penal, estuvo en reformatorios y en cárceles comunes por delitos de robos y secuestros. Por ser de bajos recursos, la pagó y bien caro. Alguna vez declaró: “Yo era re violento, no me mataron de pedo, capaz maté”. César conoció los infiernos en la privación de su libertad y también el renacimiento, a través de los libros en los talleres carcelarios. Y con eso, un profundo entendimiento de la política, la filosofía y lo poético. Dirigió durante años la revista y editó sus propios libros: La venganza del cordero, en 2010, ilustrado por el artista plástico Rocambole; Crónica de una libertad condicional, en 2011; y Retórica al suspiro de queja, de 2015. Su primer corto fue El cuento de la mala pipa, luego le siguieron Guachines y Mundo aparte, entre otras pequeñas películas, hasta que llegaron sus largometrajes:Diagnóstico Esperanza (2013), ¿Qué puede un cuerpo? (2015),, Exomologesis (2016) y Atenas, próximamente.

Me contabas que la revista ¿Todo Piola? ya no se edita pero que todo ese material fue mutando a otros soportes, ¿en qué momento expresivo estás?
—Actualmente estoy filmando una nueva película, que sería mi quinto largo, y escribiendo un libro de poesía. Estoy con un borrador de un libro de cine teórico donde plasmo la forma de cómo entiendo el cine, tanto a nivel estético y político, como en el contenido. También laburo con los pibes en mi barrio, en una unidad básica de Boedo y en barrios carenciados como Moreno. Y a eso sumale que tengo una hija, Aimar, que tiene cinco años. Siempre di talleres y tuve la necesidad por más que no soy maestro tengo la secundaria terminada, hice unos años la facultad y dejé, pero siempre me gusto compartir, encontrarme con los pibes. Yo soy el que pone el marco, porque sino se dispersa todo, pero son encuentros, puede ser que un día se hable de literatura, otro de cine, hay días que se habla de la coyuntura, entonces es un taller abierto, abierto al presente, a lo que pueda pasar ahora.

—¿Qué sensación tenés de tus encuentros con los pibes, de la situación que se está viviendo ahora en el barrio?
—El único optimismo que tengo es que no veo la hora que llegue el 2019 y que venga otra cosa que no sea tan inhumana. El panorama es desolador. Volví a ver unas imágenes en la barrio que yo pensé que no iba a ver mas. Se empezaron a abrir comedores en los barrios y se llenan, no dan a basto. Y eso en sólo dos años, nada más. Hace dos años venía la gente y me preguntaba si tenía un trabajo porque quería cambiar el que tenía por uno mejor, y ahora me piden mercadería, comida, y eso es tremendo. El que hacía una changa, el que trabajaba una semana y la otra no, ese está ahora en el aire. Menos mal que quedaron cosas de gobiernos anteriores, de asignaciones, que pueden rascar de ahí, sino seria peor. Yo digo: La concha de la lora, cómo quieren que no haya violencia después. Yo tengo 9 hermanos, tres son grandes y se quedaron sin laburo. Uno de ellos tiene tres hijos y está desesperado. Y mirá que yo soy una persona pública y busco y busco y no encuentro. Si mi hermano sale con un fierro a robar, le sobran razones. ¿Va a esperar a que sus hijos se mueran de hambre? Y no estoy justificando, no estoy alentando, no estoy haciendo una apología.

—¿Qué te parece que se puede hacer?
—Hay que hablar con los vecinos de cual es el panorama económico, más allá de lo partidario. Explicar los básico de la economía. Y hay que protestar, hay que demostrarle al gobierno que no la puede hacerla tan tranquilo, como pasó hasta ahora. No es un llamado a la violencia, la violencia de ellos es tremenda, todos los días una medida distinta.

—¿La policía está más cebada?
—Totalmente, se sienten amparados, legitimados, protegidos por el propio ejecutivo que le da carta blanca. Y eso no quiere decir que antes los barrios no estaban militarizados, pero antes tenías una contrafuerza, una economía activa, podías contrarrestar, y la gente por lo menos tenía laburo. Hoy te cagás de hambre, no hay laburo, y si saltás, te la dan. Están rabiosos.

—¿Cómo abordás el poder en tu última película?
—Exomologesis es una película que intenta inscribir los conceptos de Michael Foucault en esto de entender el poder no sólo como una verticalidad, como un instrumento o una maquinaria del estado, sino el poder como una relación independiente, autónoma de las instituciones. El poder lo ejercemos todos y somos ejercidos por el poder. La película indaga sobre eso con mucha metáfora.

—¿Cómo empezaste con lo audiovisual, agarraste una cámara, un teléfono, te inspiraste con una película de Caetano?
—No, con una de Caetano no. Soy muy crítico de Caetano, me gusta Bolivia pero no me gusta Pizza, birra y faso, esa construcción como emblema del imaginario argentino para mí no suma. Cuando salí de estar preso hice un cortometraje que se llama El cuento de la mala pipa, en un taller. Un guión de una mina que estaba presa sobre un pibe que fuma paco. Lo hice con una filmadora muy rústica. Además soy una persona de ver mucho cine, de leer mucho sobre cine, estoy sumergido en el mundo de la teoría cinematográfica. Es lo que amo, es mi pasión. A veces me preguntan por qué salté de la poesía al cine, pero yo no salté a ningún lado: cuando estoy filmando es como si estuviera escribiendo un poema, y cuando escribo un poema estoy como haciendo cine, tratando de crear imágenes.

—¿Cómo sigue tu producción?
—Lo próximo es Atenas, un largometraje sobre una chica de la villa que sale de estar presa. Es una ficción que intenta relatar su salida, como yo lo viví. A mí nadie me daba un laburo, me daban vuelta la cara, me hacían sentir un monstruo, pero para la mujer es diferente, es más duro, se manifiesta el patriarcado, yo lo sé porque mi mamá estuvo presa y ella me ayudó con el guión junto con la chica que es protagonista.

—¿Qué aprendiste en la cárcel?
—Desde el plano filosófico, para mí la cárcel, el encierro, no deberían existir. Lo dice Spinetta: “Las almas repudian todo encierro”. Pero bueno, existen, seguirán existiendo. La cárcel está hecha para llevar a la humanidad a sus límites, es tan horrible todo lo que pasa ahí que fue un gran aprendizaje. Aprendí en la adversidad a ser austero, porque pasas tres días sin comer y no te morís de hambre, te mentalizás que no te vas a morir y pasás tres o cuatro días sin comer un pedazo de pan, y si en ese momento te tenés que agarrar a puñaladas yo me agarraba. Me curtió, lo que no quiere decir que la cárcel sirve. Fue en el cárcel donde empezó esta curiosidad y empecé a escribir, aunque después salí y terminé la escuela. Yo le debo a mucha gente que me crucé en la cárcel, profesores que me dieron una re mano, me prestaron libros; como otra gente que me hacía la negativa, que me rechazaban los poemas, que se burlaban.

—¿Y tus compañeros rechazaban esta pasión que empezabas a tener?
—Los pibes, nunca. Al revés, venían y me pedían que les escribiera cosas, una carta para la novia, un habeas corpus, preparar una audiencia con el jefe del penal, pedir un traslado. Yo se los escribía y les cobraba, claro. Las esquelas valían un paquete de puchos y los habeas corpus una tarjeta de teléfono de 30, así que ya en la cárcel empezó a ser un laburo todo esto (dice y sonríe).

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