El porteñismo central o centralismo porteño lleva más de dos siglos ejerciendo el poder, con interregnos de dignidad nacional que lo interpelan y ponen en evidencia. Desde 1807, viene determinando un modelo en el que la industria y el desarrollo autónomos no tienen lugar. El problema es que sus actuales exponentes ni siquiera tienen un plan que no sea el saqueo.

Cuando hasta el 71 regimiento escocés de Highlanders debió subirse a los barcos y emprender regreso a Londres derrotados por primera vez en su historia guerrera imperial, el Reino Unido de la Gran Bretaña entendió que a la hora de traficar sus productos en la tambaleante colonia española, unas cuantas libras esterlinas ofrecidas a la crápula dirigencial que manejaba el puerto de Buenos Aires resultaba más barato que los cañones, fragatas, fusiles y soldadesca.

Ante la llegada de las tropas británicas, Manuel Belgrano decidió que era mejor cruzar el Río de la Plata e irse a su estancia en la Banda Oriental. Fue entonces que pronunció aquella conocida frase “Queremos al viejo amo o a ninguno”.

Mientras tanto, como recuerda el historiador Felipe Pigna, el Times de Londres, decía: «En este momento Buenos Aires forma parte del Imperio Británico, y cuando consideramos las consecuencias resultantes de tal situación y sus posibilidades comerciales, así como también de su influencia política, no sabemos cómo expresarnos en términos adecuados a nuestra idea de las ventajas que se derivarán para la nación a partir de esta conquista».

No les importaba el resto del Virreinato, el tema era apoderarse del puerto, y el puerto era Buenos Aires. En realidad, habían llegado con la idea de birlar el tesoro acumulado por España en sus colonias del Río de la Plata. Y encontraron buenos socios.

Muy lejos de la dignidad de Belgrano, Pigna refresca a quienes tienen sus memorias colonizadas por completo: “Los oficiales ingleses alternaban con las principales familias porteñas y se alojaban en sus casas, donde se sucedían las fiestas en homenaje a los invasores. Era frecuente ver a las Sarratea, las Marcó del Pont, las Escalada, paseando por la alameda (actual Leandro N. Alem), del brazo de los «herejes»”.

Desde aquel oscuro tiempo es que las adineradas familias porteñas vienen ejerciendo su cipayismo. Con excepciones, como Martín de Álzaga y otros ricachones, que preferían el monopolio hispano que les permitía engrosar sus falquitreras. El resto se arrodilló ante los oficiales de la Rubia Albión.

Esa fue la génesis de una generación infame, que vio crecer a un Bernardino Rivadavia precursor de los actuales endeudadores, contrayendo con la Baring Brothers aquel denigrante préstamo, a Juan Martín de Pueyrredón y O’Dogan, que primero la jugó de patriota y luego enfrentó a Belgrano y le negó los recursos dramáticamente indispensables que José de San Martín reclamaba desde Cuyo para cruzar los Andes y correr a los realistas hasta Perú.

Pero esa generación dio paso a la del 80, de la que no surgieron personajes menos crápulas pero sí intelectuales que forjaron un modelo de país que perdura hasta el presente. Un país cuya economía esté basada en la exportación de materias primas, al que le sobra siempre una significativa parte de su población, con pocas familias que concentran la renta nacional, y todo ello atado al “concierto de las naciones del mundo”, un eufemismo que esconde el despiadado mandato de arrodillarse ante el imperio de turno. Nada de industria, sólo el desarrollo que apuntale ese modelo agroexportador, una metrópoli insaciable, saqueadora de los recursos del “interior”, con la mirada puesta en el norte, ya sea el europeo o el norteamericano, pero nunca dirigida al Pueblo.

Las perlas que le quedan a la Patria

Hace seis días, en un un programa televisivo, se reveló que el gobierno de Mauricio Macri había celebrado un acuerdo con la compañía aeroespacial norteamericana Hughes, por el cual el satélite Arsat 3, que diseñó el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner como parte de un ambicioso programa satelital, dejará de estar bajo la órbita del Estado argentino.

Las condiciones de la carta de intención rubricada el pasado 29 de junio por la empresa yanqui y el actual presidente de Arsat, Rodrigo de Loredo, son calamitosas para los intereses de la Argentina.

De entrada, el 51 por ciento del paquete accionario de Arsat se transferirá a Hughes, pero el texto del acuerdo prevé que si el conglomerado yanqui aporta más dinero, la ecuación podría ser aún más perjudicial para el Estado nacional.

Peor aún, la administración de Cambiemos transferirá las órbitas adjudicadas a la Argentina por la autoridad internacional aeroespacial, e incluso autoriza a cambiarle el nombre al programa Arsat y pasar a denominarlo Newco, apócope de new company en inglés. Pocas veces se ha visto una negociación tan viciada de colonialismo e ilegalidad. Ni el menemismo se animó a tanto.

La venta es ilegal, infringe la ley 27.208 de Desarrollo de la Industria Satelital aprobada en 2015, que en su artículo 8 define que los derechos del nuevo satélite no se pueden ceder y que, de producirse cambios, deben ser aprobados por el Congreso, según reza el artículo 10.

¿Cómo es que nada de esto fue tomado en cuenta por Macri y sus secuaces? Es evidente que les importa un bledo la legalidad, todo rango normativo es pasible de ser pasado por alto cuando la angurria manda.

Es impensable que el merodeador de burdeles europeos Domingo Sarmiento hubiera preferido no contar con ferrocarriles para llevar la cosecha al puerto de Buenos Aires. Los mandó a hacer, y aunque se los dio a los británicos, el plan fue de la Degeneración del 80, en función de los intereses de la oligarquía agropecuaria, pero en el marco de un plan, del que Macri carece porque no le importa.

Quien sí tiene un plan es quien gobierna desde las sombras. El Grupo Clarín ya está pensando en cómo birlarle al Estado el tendido de fibra óptica que desarrolló el programa Arsat para converger con los satélites ya puestos en órbita y el que ahora Hughes se encargará de construir y lanzar al espacio.

La carta de intención prevé que sin licitación ni consulta al Parlamento se le cede la producción y explotación del nuevo Arsat a Hughes. Y un dato da la pauta del pingüe negocio que queda en manos yanquis: mientras para la producción de los anteriores Arsat los componentes nacionales usados fueron de al menos el 30 por ciento, para el nuevo satélite la tecnología será comprada a Estados Unidos.

Y como en el caso de los fondos buitre, en caso de litigios, los mismos se arbitrarán en sede norteamericana.

Esta oligarquía cuasi analfabeta en lo político, abastecida de ideas por un conglomerado mediático hegemónico que también le otorga blindaje informativo, siempre vio con desprecio el desarrollo tecnológico que impulsó el kirchnerismo. En 2006, Macri, Elisa Carrió y Oscar Aguad, cuando eran diputados (Lilita sigue siéndolo) votaron en contra del lanzamiento del Arsat 1.

Aguad, según el programa El Destape, que fue el que reveló la infame trama del acuerdo, “quedó en la mira desde la aprobación de la compra de Telecom por parte de Clarín, que también tiene relación con Hughes, una compañía con años en la industria satelital, cuyo manager general para la región es Hugo Frega”.

Desmantelar y endeudarse

El desmantelamiento del programa Arsat no es muy diferente a la criminal arremetida con que la Fusiladora de 1955 cargó sobre los proyectos de industria semipesada impulsados por Juan Perón, o la destrucción de los hangares, planos y prototipos del Pulqui, el único avión de combate a reacción fuera de los Sabre yanquis y los MIG soviéticos

El despido de trabajadores y técnicos de Atucha, la reconversión de la construcción de las represas Kirchner y Cepernic en Santa Cruz en causas judiciales armadas para jugarlas en campaña son equivalentes a la transformación que realizó la última dictadura cívico militar del proyecto Yaciretá en lo que Carlos Menem denominó –con insólito desparpajo– “monumento a la corrupción”.

La toma por asalto del gobierno, o por medio de las urnas, como plantea el novedoso método que la derecha neoliberal inauguró al depositar a Macri junto al perro Balcarce en el sillón de Rivadavia, siempre pivotea en torno de dos cuestiones inalterables: el desmantelamiento de cualquier intento industrialista y el feroz endeudamiento con la banca extranjera.

Ambas tácticas, sumadas a otras como el deterioro de la educación pública, el ataque sin cuartel a gremios y organizaciones políticas y sociales, la militarización de las fuerzas de seguridad, y la quita de derechos adquiridos luego de interregnos populares, son la marca en el orillo de una clase degenerada, dispuesta a todo para defender su apropiación de la renta nacional, aún a costa de la pérdida de toda soberanía.

No por nada, ante el caso de Arsat, Jorge Taiana, precandidato a senador nacional por Unidad Ciudadana, opinó que esa decisión del gobierno macrista “afecta el interés nacional porque las telecomunicaciones tienen que ver con la soberanía”, y planteó que “estos satélites implican negocios, una tecnología que está en manos de muy pocos países”. Lo más importante es que consideró positivo que el acuerdo “haya salido a la luz porque es posible impedirlo en el Congreso”.

También la diputada nacional Silvina Frana manifestó que “la privatización pone en riesgo nuestra soberanía nacional”, y pidió al directorio de Arsat conocer todas las posibles violaciones realizadas a la ley 27.208 de Desarrollo de la Industria Satelital, como también los procedimientos efectuados en relación a esta operación ilegal.

Un mimo a ciclistas extranjeros

Una vuelta de tuerca en torno de esa vergonzosa matriz de dependencia se pudo constatar esta semana que culmina. Macri y sus cómplices ordenaron suspender la aplicación del impuesto a las ganancias financieras a los “inversores” no residentes en la Argentina. Traducido al español clásico, los extranjeros que están haciendo uso y abuso de la bicicleta financiera pergeñada por el titular del Banco Central de la República Argentina (Bcra) Federico Sturzenegger.

La decisión pospone el estallido de esa burbuja de bonos hasta después de las elecciones de octubre, puesto que la Afip formalizó la suspensión por 180 días, o sea que la bicicleta no parará de pedalear hasta noviembre.

Lo cierto es que no se había creado un impuesto nuevo, sino que se trataba de una medida tomada hace cuatro años, durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, que nunca se alcanzó a reglamentar y sólo afectaba las transacciones financieras entre residentes.

La operatoria para que los extranjeros hagan frente al Impuesto a las Ganancias en la compraventa de acciones y bonos argentinos estaba pendiente, y el lunes pasado finalmente la Administración Federal de Ingresos Públicos (Afip) la reglamentó y publicó.

Los bancos, fondos de inversión y todo el universo ciclista de la city porteña que compra Letras del Banco Central (Lebac) y practican otros tipos de timba financiera saltaron como leche hervida, y una de las expresiones de ese descontento se volcó en el mercado de cambios, donde la divisa norteamericana llegó a tocar los 17,57 pesos por unidad.

El encargado de anunciar que todo sigue igual por 180 días fue el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, quien tranquilizó a los inversores extranjeros desde la Quinta de Olivos, donde el gabinete económico se había reunido desde temprano con Macri, quien ordenó dar marcha atrás con la osadía de Abad.

El jefe de Hacienda anunció, antes de que cierre la Bolsa, lo que el “mercado” quería escuchar: “La resolución está suspendida hasta que analicemos su impacto”. De ese modo, las acciones que se negocian en Buenos Aires y Nueva York, que venían cayendo en picada, recuperaron sus precios.

Habrá que ver qué ocurre con Abad, a quien en la Casa Rosada se acusó de no haber consultado antes de publicar la medida y que “se cortó solo”.

Mientras tanto, a la oligarquía iletrada que administra en nombre de las grandes corporaciones la tiene sin cuidado que la Argentina ostente el dudoso récord de tener la segunda leche más cara del mundo. Al fin y al cabo, ¿a quién le importa que los niños pobres y de clase media estén bien alimentados?

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