Rocío Muñoz Vergara (Sevilla, España 1982) es una poeta andaluza que desde 2006 vive en Rosario. Después de Tacuarita (Espiral Calipso, 2009), Lengua de serpiente es su segundo libro de poemas, editado hace apenas dos semanas por el sello local Danke. Rocío es licenciada en Filología Hispánica y profesora de Lengua y Literatura. Desde que cruzó el mar puso el cuerpo a la docencia al dirigir diversos talleres de escritura creativa y también como anfitriona de encuentros celebratorios, dionisíacos, amorosos, algo que por estas épocas en Rosario solemos denominar “gestión cultural”. Nadie es profeta en su tierra, y Rocío desanda el camino de muchos rosarinos que sueñan hoy con Barcelona y cada tanto saluda con una copa en una mano, y los dedos en ve en la otra. Quien la haya escuchado hablar, conversar y recitar poemas (habla como si cantara) en algún bar de la ciudad o entrada la madrugada en alguna casa, va a encender, cuando la lea, la llama vivaz de los textos reunidos en su último poemario. “La lengua, como el cuerpo, se agrieta, se bifurca, repta hasta encontrar en el poema el cruce, el puente, el trazo posible entre dos orillas”, escribe Celia Fontán –que es poeta y docente rosarina– en la contratapa de Lengua de Serpiente, sobre Partir es partirse, el poema que divide en dos el volumen.

En El Oficio de vivir, Cesare Pavese alude al carácter trágico de la vida que es implacable con todos por igual y “que consiste en el hecho de que un valor no pueda conciliarse con otro”. Rocío asume el costado trágico de la vida en un gesto heroico y altruista: elige, parte, se parte. Cruza el Atlántico, deja huellas y, en el continente, territorializa. “El dolor me parte en dos. Dejaré acá/la parte que me duelo/ y me llevaré la otra”. Pero también se hace cargo y carne de la otra mitad que quedó en el fondo del cáliz, la Max Estrella de la España con la que, confiesa en el poema Contradicciones, es “un país al que yo no represento”, acaso con la bandera de la República flameando.

La serpiente como casi todos los símbolos primeros de todas las cosmogonías del mundo, es también un símbolo doble, dual. Representa el bien y el mal, la vida y la muerte. El infinito mundo de los muertos para la trilogía incaica; la transformación, la transgresión, el conjuro y atajo al círculo de baba. La serpiente es desde siempre un símbolo partido, como su lengua bífida: ¿qué fuerzas son capaces de dividir una lengua que habla un mismo idioma? ¿Acaso no entendemos estos términos como análogos? En Filología siniestra la poeta se rasca la cabeza y se lamenta: “y ya no sé cuál es la palabra familiar y cuál es la extraña”. ¿Qué mixturas y combinaciones son posibles entre el voseo y el tú, entre los versos lorquianos y el salvajismo de Quiroga, la selva misionera de vientre rojo y serpenteante? ¿Qué porosa y rica se vuelve la identidad entre dos mitades cuando fluyen como un río?

En esta parte del mundo y en el segundo tramo del libro Rocío se afirma, y se alista en la legión de Serpientes de agua, “las mágicas agitadoras de los ríos”, se hace manada, se hermana con ellas, con su historia y sus mártires, sus compañeras (el poema está dedicado a Cristina) porque sabe que las serpientes de agua “van a volver a clavar su lengua en la esperanza”. Ese es todo su canto de largo aliento, ardorosamente esperanzador, que se cierra ahí donde está dispuesto a comenzar todo otra vez. De tu lado siempre, caligrama que contornea el último pedazo de tierra. “País tan acá/ que decirte/ es decirme, es decidirme, de tu lado siempre”, y por las dudas, arenga: “Del otro lado de la grieta, ¡Nunca!”.

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