Yo no sé, no. Pedro el otro día se acordaba de la canchita más próxima, que estaba a una cuadra y media de donde vivíamos. Era una hectárea que tenía la mitad verdura y la mitad árboles de frutas. Estaba todo alambrado, hasta que se hizo un huequito, porque el tipo que la manejaba –el casero o el dueño– empezó a tumbar árboles de fruta y a no sembrar tanto, así que ahí nos pusimos a jugar. El arco daba a una calle que iba de este a oeste de la ciudad, así que entrábamos por un costadito y el tipo, como veía que no molestábamos, ni le afanábamos fruta, ni le pisoteábamos lo sembrado, no nos decía nada.

Así nació esa canchita, que después se fue agrandando a medida que el tipo empezó a sembrar cada vez menos, a producir menos verdura.

Un día se levantó un paredón, reemplazando al alambrado, pero el dueño dejó el arco que daba a la calle como diciendo: “No tengo apuro, sigan viniendo a jugar a la pelota”. Hasta que apareció todo cerrado y en lugar del arco había un gran portón, con una persiana de acero que hacía un barullo bárbaro cuando se abría.

Igual no nos dolió tanto, dice Pedro, porque en definitiva perdimos una canchita, pero donde estaba el arco apareció un lugar con laburo. Primero habían puesto un lugar para que estacionen los camiones, después un par de industrias, hacían cosas para bicicletas y aberturas. Mucha gente entraba a laburar, y lo hacía por el portón que había sido el arco nuestro.

De eso se trataba ese tiempo –dice Pedro–, de que haya buen laburo, producción nacional, buenos salarios. Y el arco parecía hasta ruidoso a la mañana, porque cuando levantaban la persiana se la oía como quejándose, o como si el arco se resistiera a dejar de ser arco. Hasta que un día se silenció.

Eran tiempos de Martínez de Hoz, y no apareció más nada. Hasta que llegó Alfonsín, con la promesa de levantar las persianas de las fábricas y nos entusiasmamos bastante. Pero no se pudo, o no pudo, vaya a saber. Después vino el menemato, en los 90, y lo peor, lo que nos dolía en el alma: que lo que supo ser un arco de fútbol, ahora era un portón de entrada a una cancha de paddle.

Hace unos 10 años, volvieron los viejos tiempos y aunque no volvió la canchita, surgieron dos o tres empresas que laburaban más o menos bien. Pero después, tal como Pedro temía, el portón que hacía de arco volvió a empezar a cerrarse. A estos que nos están gobernando no les interesa nada, ni la producción nacional, ni el trabajo local, dice Pedro y confiesa que le agarra una angustia tremenda cuando no siente nada de 6 a 7 de la mañana.

Igualmente, Pedro dice que mientras esté ese ruido hay esperanza, porque los tipos que están ahí están medio complicados pero en una de esas se aferran, se cuelgan del travesaño y resisten –como debemos hacerlo todos– a que se cierren fábricas y se silencien portones. Capaz que la cosa es colgarse del travesaño para salvar a la patria.

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