La poesía gauchesca, lo sabemos, es un género decimonónico. Acompaña el nacimiento de la patria desde 1810, y se extingue cuando el país logra su definitiva organización institucional, hacia 1880.

Si bien fue cultivada por numerosos autores, el canon consagra tan sólo cuatro nombres que labran esa historia no demasiado extensa: Bartolomé Hidalgo, Hilario Ascasubi, Estanislao Del Campo y José Hernández. Ellos son, para la perspectiva canónica, los pilares donde se asienta la escasa vida del género.

Es verdad que la poesía gauchesca habría de transfundirse, ya en el siglo XX, en otros autores y textos. La crítica especializada (Ludmer) ha consignado cómo se proyecta en la literatura argentina del siglo, en la obra de un Borges o de un Lamborghini. Del mismo modo, se ha señalado su trascendencia en las disciplinas representativas, como el teatro o el cine.

Sin embargo, la gauchesca como tal, la poesía que mima el habla de los gauchos para narrar los sucesos o las experiencias más relevantes de su mundo rural, es algo privativo del siglo XIX. El siglo XX traería un conjunto de modificaciones propias de la modernización cultural que el país sufriría a partir de entonces, que harían de la gauchesca –en principio– un auténtico anacronismo.

En ese contexto histórico, un fenómeno singular vendría a representar una suerte de “canto del cisne” desfasado, fuera de época, del género: la publicación del primer libro de Arturo Jauretche –un joven radical por aquel entonces– en 1934, intitulado El Paso de los Libres. No resulta inexacto afirmar que la obra es una consecuencia directa del conato militar llevado a cabo por los coroneles Gregorio Pomar y Roberto Bosch en contra el gobierno del presidente Justo a fines de 1933. Esos coroneles se nutrían de la tradición radical entendida como postura insurreccional frente al “régimen”, y no hacían más que repetir los sucesivos intentos revolucionarios practicados por los radicales en 1890, 1893 y 1905.

Pero en 1933 las condiciones políticas eran otras. La intentona es desbaratada y sus partícipes encarcelados, entre ellos el joven Jauretche, que escribiría, en la cárcel, un poema cantando la gloriosa derrota de los insurrectos.

Ese poema sería, notablemente, un poema gauchesco. Con su obra, Jauretche parece intentar torcer el destino del género, vivificándolo cuando se lo daba por muerto. Múltiples deben haber sido sus razones, pero un espíritu patriota y a la vez libertario habrá pesado, seguramente, a la hora de adoptar esa forma expresiva.

Así, El Paso de los Libres narra las vicisitudes de aquellos revolucionarios radicales en la provincia de Corrientes. El poema está dividido en partes, como “Martín Fierro”, y como éste, exhibe diversos cantores. Uno de ellos es Barrientos, que habrá de relatar la gesta heroica de los conjurados, y otro un viejo –suerte de símil de Vizcacha a nivel físico, pero no moral– que denuncia las iniquidades a la que están sometidos el país y su gente.

Los asuntos que aborda el viejo son, de forma notoria, actuales, ya que tienen que ver, por ejemplo, con el sufragio y sus manipulaciones, con la depreciación del peso, con el costo de la vida, con el precio del trigo y del maíz, con la falta de trabajo, con el desconocimiento del derecho de huelga por parte de las autoridades y con la imposibilidad de practicar ese derecho cuando no hay trabajo. Por ello, esta gauchesca se vuelve urbana y actual, a diferencia de la gauchesca clásica situada en un pasado campestre.

Hay allí, por consiguiente, un núcleo semántico e ideológico al que podría calificarse de “forjista”, por más que la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (Forja) habría de surgir al año siguiente. Pero está su espíritu, nacional y popular, como está su prédica, de sistemática denuncia antimperialista, para hacer del texto una auténtica anticipación del discurso de Forja.

De ese modo, El Paso de los Libres representa el intento de reponer al género en el contexto de una cultura en vías de modernización, adecuándolo a los nuevos tiempos.

Una curiosidad –para nosotros– lo acompaña en su primera edición: el prólogo escrito por Jorge Luis Borges. Aunque lo que puede resultar sorprendente para un lector actual, no tiene por qué haberlo sido para un lector de la época: por aquellos años Borges coqueteaba con un yrigoyenismo más literario que cívico, que no le impedía ser situado en el espacio flexible de la causa radical. Recién en los años cuarenta habría de practicar su definitivo pasaje al campo paradójico de un anarquismo conservador.

Sea como fuere, lo cierto es que Borges lee en el texto de Jauretche la tradición del género, no su actualidad. Lee el costado agonal y “duelístico” –si vale el término– de la tradición gauchesca, pero no lee –no puede leer– ese presente que escribe Jauretche.

Y Jauretche –que sí escribe ese presente del género porque lee el presente del país que lo acoge– puede leer inclusive el futuro, cuando dice: “Hasta que un día el paisano / acabe con este infierno / y haciendo suyo el gobierno / con solo esta ley se rija: / es pa’todos la cobija / o es pa’todos el invierno”.

Después, sobrevendrían más de dos décadas sin publicar, dedicadas a la prédica nacionalista y al acompañamiento conflictivo y polémico del primer peronismo. Recién en 1956 Arturo Jauretche volvería a publicar un libro –“El Plan Prebisch: retorno al coloniaje que lo situaría, definitivamente, por fuera de la gauchesca. Y que haría de “El Paso de los Libres”, entonces, un momento único y singular dentro y fuera de lo que sería una vasta obra, donde el género gauchesco parece reverberar en el instante final de su inevitable agonía.

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