Una sinécdoque es una figura retórica que consiste en tomar una parte de algo por el todo. “Llamó una voz”, se dice, significando con ello a la persona que realiza la acción de llamar. La voz, en consecuencia, ocupa el lugar del todo del que forma parte, en este caso el hablante que a través de dicha voz se expresa.

Partiendo de esa idea, el poeta salteño Santiago Sylvester pudo afirmar, años atrás, lo siguiente: “La figura retórica que consiste en tomar la parte por el todo (sinécdoque) sirve para averiguar hasta qué punto esta conducta ha marcado la historia de la poesía de nuestro país, desde el comienzo.” (Revista Hablar de Poesía Nº 16, diciembre de 2006).

Así, la tesis sostenida por Sylvester consiste en señalar que lo que conocemos como poesía argentina, a través de su historia, no es otra cosa que la poesía escrita y difundida en y desde la ciudad de Buenos Aires.

Por otra parte, también plantea que “su investigación, con conclusiones parecidas, podría extenderse a toda la producción artística”, si bien él prefiere “no invadir terreno ajeno y centrarse en la poesía”.

El asunto –práctico, ético– de que el autor no quiera incursionar en un terreno que no le es propio no inhabilita, como él mismo lo admite, que su investigación “pueda extenderse a toda la producción artística”. Sin caer en el exceso de imaginar que nosotros podríamos llevar a cabo semejante programa, podemos permitirnos, en todo caso, proyectarlo sobre el campo mayor de la literatura argentina, que contiene –como es obvio– a la poesía de la que habla Sylvester.

Y al hacerlo, comprobamos fácilmente que lo que se presenta, en principio, como una tesis válida dentro del campo de la poesía, igualmente lo es dentro del campo englobante de la literatura. Porque desde antiguo, se toma, o se presenta, a la literatura producida en la metrópoli, y desde allí difundida tanto hacia el resto del país como hacia el extranjero, como la “literatura argentina”.

Las pruebas que demuestran esto son múltiples y conocidas. El propio Sylvester recuerda que Ricardo Rojas, autor de la primera y monumental Historia de la Literatura Argentina, se proponía abarcar la totalidad de la literatura escrita en el país, aunque esa voluntad integradora resultara “más fervorosa para la época colonial y el período patriótico que para la contemporaneidad del autor”. ¡Y estamos hablando de 1917!

De igual modo, otra obra canónica, fundamental, como Literatura Argentina y Realidad Política, de David Viñas, se centra de manera exclusiva en la literatura metropolitana, por más que incluya a autores como Ezequiel Martínez Estrada, Joaquín V. González o Leopoldo Lugones. Lo cual da cuenta de que, lejos de considerarlos por su condición de provincianos, la historiografía de la literatura argentina los toma en cuenta por ser escritores que desarrollaron gran parte de su obra en la ciudad de Buenos Aires.

Estas comprobaciones, por dolorosas, indignantes o deprimentes que pudiesen resultar, no deberían desviarnos del nudo de la cuestión, que no es otro que la conformación unitaria no sólo de la vida política sino también de la vida cultural de los argentinos. Además, es un problema de larga data, que se remonta a los orígenes mismos de la nacionalidad, lo cual hace que algunos terminen entendiéndolo como una dimensión esencial –y por ende metafísica– de nuestro ser nacional.

Pero las cosas no son simplemente metafísicas, ni inevitablemente esenciales. Es verdad que, desde su proto-historia, lo que sería esta nación y su ulterior Estado se constituyeron como una mera extensión del puerto situado a la vera del Río de la Plata. Así nació precisamente el Virreinato, y así se organizó, después de largas décadas de guerras civiles que sucedieron a la Revolución de Mayo, la República Argentina.

Y a pesar de los denodados esfuerzos de tantos caudillos del interior por oponerse a ese estado de cosas, lo cierto es que, desde sus orígenes, el país, la nación, el Estado y la cultura argentina fueron construyéndose de esa manera: como una extensión de Buenos Aires sobre el conjunto, como una sinécdoque donde una parte terminaba por significar y representar al todo.

Sin necesidad de caer en el cinismo, puede decirse que, en definitiva, todo ello no es –ni ha sido– más que una cuestión de poder. Del poder que históricamente ha dispuesto la ciudad-puerto para someter –de maneras diversas– al resto de las provincias injustamente designadas como “el interior” del país, cuando en realidad parecen serlo solamente en relación con la ciudad de Buenos Aires.

Las consecuencias de ese poder son evidentes y notorias. El centralismo porteño tiende a homogeneizar los aspectos políticos, económicos y culturales del conjunto, imprimiéndole su particular impronta. Se vale para ello de diversos dispositivos institucionales, que comprenden desde los poderes de la República hasta los mecanismos y prácticas que instaura el sistema educativo, pasando por el papel que juegan los medios de comunicación malamente llamados “nacionales”.

En ese marco, resulta prácticamente fatal que la literatura de Buenos Aires pase por –y asuma la representación de– la totalidad de la literatura argentina. Lo que se escribe en las provincias, lo que en ellas se lee, raramente es motivo de interés o preocupación por parte de esos poderes, esas prácticas y esos medios de comunicación. Y cuando se lo toma en cuenta, es simplemente a título de “caso” o “singularidad” que se consigna como una excepción que confirma la regla.

Digamos, finalmente, que no estamos proclamando la necesidad de volver a las lanzas e incendiar al puerto. ¡Que lo divino nos guarde de semejante remake! Nos limitamos, simplemente, a dar testimonio de un cuadro de situación. Que lleva siglos, que nos constituye desde nuestros arcaicos orígenes, y que tiñe la visión del futuro, al menos hasta ahora. Quizás otros alcancen a ver una configuración distinta de la Argentina y de su literatura, si en algún momento este país se vuelve realmente federal, y si queda además algún escritor capaz de contarlo.

Fuente: El Eslabón

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