Yo no sé, no. Pedro, ahora que se acerca el Mundial y no se va a hablar de otra cosa, se acordaba el otro día de aquellos primeros partidos en la canchita del barrio, esos momentos mágicos y esos jugadores que la dibujaban. Y después los de Primera, los que admirábamos de tanto escucharlos por la radio o por tenerlos en las figuritas. Jugadores que pudimos ver colgándonos de algún árbol en la cancha de Newell’s o colándonos entre las patas de los mayores en la de Central, en Arroyito. Pedro recuerda que cerca de su casa había una canchita y que de vez en cuando aparecía un circo pobretón, pero digno, porque no le faltaba nada. Estaban los payasos, que nos hacían matar de risa, ese auto loco que se desarmaba a explosiones, los malabaristas, los equilibristas y el mago, que nos dejaba en silencio y con la boca abierta después de hacer aparecer conejos, pañuelos y hasta agua de su galera. Otro momento mágico, recuerda Pedro, fue cuando los pibes se enamoraban por primera vez de alguna piba, y también cuando se enamoraron de un proyecto colectivo, ya en la secundaria, y sobre todo entender que no era cuestión de magia, sino que era posible la liberación del país, la igualdad, la libertad económica, y que hubiera patria para todos. Fueron años casi mágicos, aunque siempre hubo de esos que no quieren que los proyectos se realicen.
Después de los 90, que vino un mago que nos engañó a todos y empezaron a desaparecer las conquistas, volvió la integración, el futuro, los salarios dignos, la inclusión social, la educación pública. Ahora me da bronca, dice Pedro, que estos tipos que nos gobiernan nos hacen el circo y el mago hace magia pero al revés: saca de la galera algo que teníamos y lo hace desaparecer, como la industria nacional, una vejez aceptable, la salud pública. Es como un mago malo que encima te hace creer que todo eso es culpa nuestra
Pero quién te dice, se ilusiona Pedro, en una de esas, como por arte de magia, vuelve la voluntad de tener cosas nuestras, les doblamos el brazo y le rompemos la galera a ese mago que en vez de ilusionarnos nos muestra una realidad espantosa. Hay que producir cosas nuestras, en la calle, en las escuelas, en las fábricas. Es posible, dice Pedro, mirando con nostalgia ese lugar donde estaba la canchita en la que hicieron sus primeros pases mágicos aquellos jugadores y en las que se instalaba aquel cirquito que a él lo ilusionaba tanto.