Tanatología: 1. f. Conjunto de conocimientos médicos  relativos a la muerte. 2. f. En medicina legal, estudio de  los efectos que produce la muerte en los cuerpos.
(Diccionario de la Real Academia Española)

Una de las funciones perennes de la literatura es narrar el amor; otra, narrar la muerte.

Diríase que Eros y Tánatos, como mito, penetraron a las fábulas que dieron origen a las antiguas tragedias y epopeyas de las que provienen las literaturas de Occidente. La épica homérica da cuenta, exhaustivamente, de muertes célebres, como la de Patroclo por parte de Héctor y la de Héctor por parte de Aquiles, de la misma manera que las tragedias de Esquilo o Sófocles representan, de forma impactante, la muerte de Agamenón, Polinices o Layo.

William Shakespeare prolongó esa tradición en los albores de la modernidad europea, exhibiendo la muerte mutuamente infringida de Hamlet y Laertes, o la muerte amorosa de Romeo y Julieta.  

En estos confines del mundo, colonizados por ese Occidente que asimismo se expandió globalmente desde esos albores, las nacientes literaturas hispanoamericanas retomarían esa tradición al cobrar cuerpo y forma, dando testimonio de que también desde aquí se podía hacer literatura, al recorrer necesariamente las huellas dejadas por sus ancestros europeos.

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Acaso por ello la literatura argentina nace y crece como una literatura pródiga en muertes. Se ha dicho que la literatura argentina nace con El Matadero, de Esteban Echeverría, un relato realista de los mortales vejámenes a los que se somete a un unitario.

Facundo, de Sarmiento, también narra largamente vejámenes y muertes: la de Facundo, en Barranca Yaco, representa sin dudas uno de los momentos más logrados de la literatura nacional.

Junto con esa vertiente liberal y romántica, la literatura argentina se constituye, en el siglo XIX, a partir de la poesía gauchesca, que tampoco escatima energías y recursos narrativos para mostrar a la muerte. La Refalosa, de Ascasubi, relata la muerte de un unitario que resbala sobre su propia sangre al ser degollado; Martín Fierro, de José Hernández, refiere sucesivas muertes provocadas por su principal personaje, condenado por la civilización a disgraciarse en su perpetuo enfrentamiento con las fuerzas del orden que lo persiguen, implacables, a través de la pampa.

Prácticamente contemporáneo de Martín Fierro, Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez, desborda muertes a lo largo de sus páginas. Moreira es, al igual que Fierro, un gaucho alzao, un hombre bueno al que los poderosos despojaron de bienes, hacienda y mujer. Como Fierro, queda condenado a una fuga eterna y a un eterno combate, que habrán de tener fin cuando una partida lo ultime contra un paredón de La Estrella, el lupanar al que concurría buscando un placer tan efímero como su propia vida.

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Las muertes decimonónicas de la literatura argentina son claramente políticas. Se mata y se muere por razones vinculadas al ejercicio brutal del poder.

En la primera parte del siglo XX, las muertes literarias en nuestro país cobrarían otras modulaciones. Serán trágicas, desde luego, pero ya no aparecerán inscriptas en una lucha descarnada por el predominio social: se mostrarán, por el contrario, como muertes practicadas y sufridas en un ámbito privado –no público– el cual, lógicamente, no se halla disociado de un entorno mayor. Pero las motivaciones o razones que las provocan ahora, se sitúan en otro contexto, más íntimo e incluso doméstico, donde la tragedia se consuma a la sombra de la mirada de otros.

Así mata Erdosain a La Bizca al final de Los Lanzallamas que es, por otra parte, el final de la saga comenzada con Los Siete Locos de Arlt. La muerte de La Bizca es una muerte gratuita, o en todo caso, irrisoria: su asesino, que es a la vez su amante perverso, le enrostra el “andar con la mano en la bragueta de los hombres” como la causa de su ejecución. Después de practicar su crimen Erdosain se suicida, quedando su cadáver a la vista de algunas personas, de las cuales un anciano le reprocha: “anarquista hijo de puta, tanto coraje mal empleado”.

Emma Zunz, de Borges, también es el relato de un crimen. En este caso se trata de una joven que busca vengar a su padre, al que su empleador había despedido obligándolo a un exilio que concluiría fatalmente. Para ello, Emma se enfrenta con ese hombre al que ultimará en su despacho. Previamente había urdido un plan perfecto: había perdido su virginidad en manos de un marino extranjero, había marchado luego al encuentro del hombre al que quería matar, lo asesina luego con dos certeros balazos, y finalmente lo denuncia ante la policía, aduciendo que había actuado en legítima defensa, ya que él había abusado de ella. Por ello, el relato concluye diciendo: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero era también el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”.  

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La literatura argentina posterior a Borges y Arlt seguiría relatando muertes. Por ejemplo, la de los fusilados en José León Suárez por parte de la Revolución Libertadora en 1956, magistralmente narrada en Operación Masacre de Rodolfo Walsh.

No es nuestro propósito realizar un catálogo de todas esas muertes. Sí querríamos, en todo caso, postular una hipótesis, la de que también esta época habrá de ser contada por una literatura futura, donde se nombre a Santiago Maldonado, Rafael Nahuel, y todos los  mártires del actual genocidio social que está produciendo el gobierno macrista. Porque ése, y no otro, parece ser el destino de la literatura argentina.

Fuente: El Eslabón

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