Levanta, lento, el termo, y deja caer también con lentitud un chorrito de agua caliente sobre el mate.

Chupa la bombilla de la misma forma –con notoria parsimonia– sintiendo que el agua saborizada por la yerba corre entre la lengua y el paladar para dirigirse, finalmente, hacia la garganta, de la que habrá de descender llegando hasta el estómago.

Están solos –en el universo, tal vez podría decirse– el mate y él. No porque no tenga afectos en su entorno, sino porque esta vez ha preferido quedarse solamente con el mate.

Su mujer, siempre cercana y solidaria, ha decidido encontrarse con amigas, o compañeras de trabajo. Tendrá cosas que hacer con ellas, sabe, que la sustraen esa mañana de la casa.

Sus hijos han ido asimismo a encontrarse con amigos, en su caso para compartir con personas de su edad el espectáculo que él presencia acompañado por el mate.

Mejor, se dice, pensando que hay peripecias en la vida donde es aconsejable enfrentar en soledad lo que el destino disponga.

Mientras chupa nuevamente la bombilla, sin probar las facturas que su mujer le dejó antes de salir –no podría hacerlo en semejantes circunstancias– ve cómo los jugadores salen a la cancha. Marchan encabezados por el capitán, que luce un brazalete verde sobre el brazo.

Al capitán se lo nota serio. Esa seriedad, de todos modos, le parece más alentadora que la mirada exhibida cuando perdieron tres a cero. Ahora saluda a los rivales, al árbitro, y se para encabezando la fila que forman los jugadores para cantar el himno.

Lo de cantar es un decir, piensa. Una metáfora –o acaso una metonimia– utilizada para significar el silencio en que deben permanecer, porque del himno suena solamente la introducción.

Pero para quienes no es ninguna metáfora es para los hinchas, que acompañan esa introducción tarareándola. Mejor dicho, gritándola, porque lo suyo no es tarareo sino un clamor enfático, estridente.

El fervor de los hinchas le hace pensar en lo que el fútbol, para ellos, representa, aunque ellos en este caso no sea más que una forma eufemística de nosotros. Porque al ver esa ceremonia no puede evitar sentirse parte. ¿De qué?… No sólo de la ceremonia, sino además de algo complejo a lo que podría denominarse identidad, maquina.

Levanta nuevamente el termo echando agua sobre el mate. Su cabeza o su conciencia son, ahora, un mar en ebullición, una masa líquida donde se agitan –como se agitan las burbujas del agua cuando la pava comienza a calentarla– más que ideas, imágenes, más que pensamientos, asociaciones dispersas y desarticuladas.

En ese magma pueden menearse algunos nombres propios, como el de Juan José Sebrelli o el de Jorge Alemán. Son nombres que nada tiene que ver entre sí –más bien los separa una constelación de diferencias– pero así funciona en este momento su cabeza.

De Sebrelli recuerda las opiniones acerca del fútbol, al que concibe como manipulación de las masas por parte de quienes detentan el poder. De Alemán, sus postulaciones acerca de la existencia o la necesidad de una izquierda lacaniana, capaz de generar un pensamiento teórico a tono con la época. Busca, así, en esa instantaneidad donde se mezclan la percepción sensible de lo que ve con las asociaciones que esa percepción genera, una manera de comprender lo que le pasa.

Una manera de comprender por qué ignota razón, por qué determinación inaprehensible, lejos de sustraerse o tomar distancia respecto a lo que le muestra la pantalla, se siente inmerso en un cúmulo de emociones que parecen no sólo envolverlo sino incluso abrasarlo, haciéndolo arder como se dice.

De esas elucubraciones lo arranca el comienzo del partido. Nunca mejor utilizado el vocablo, imagina entonces, porque lo que ha comenzado es mucho más que un juego. Es una disputa, una confrontación, que se muestra como la escenificación de una auténtica epopeya.

Es que aquí también hay héroes y villanos, juzga. Un héroe puede ser el capitán, ese personaje pequeño capaz de lograr las hazañas más inverosímiles, que desafían las leyes de la física, al lograr pasar él o la pelota por lugares donde hasta el instante previo de sus endiablados movimientos hubiese sido imposible.

A poco de iniciarse el partido los rivales convierten un gol. Queda sumido en una especie de sopor existencial, sin llegar a deprimirse pero tampoco sin experimentar ninguna esperanza, hasta que ocurre un pequeño milagro. Otro de los jugadores que acompañaban al capitán en la escucha silenciosa del himno, un flaco de movimientos ciertamente descuajeringados, pega un zapatazo impresionante clavándola en el ángulo izquierdo del arco rival. Un gol de otro partido, se dice. Un golazo, que ahora le devuelve la esperanza.

Que habrá de acrecentarse al comenzar el segundo tiempo, cuando el equipo –el nuestro, el suyo– convierta el segundo gol. Con mucho de suerte, es verdad. Con eso inesperado, por involuntario, por azaroso, por ser obra del capricho, al que Dante Panzeri definía como dinámica de lo impensado.

La aparición del nombre de Panzeri lo conduce ahora por otras vías asociativas, donde recorre esa tradición que hacía del fútbol un objeto de pensamiento y de arte. Ardizonne, se dice, Víctor Hugo, se dice. Fontanarrosa, Sasturain, Soriano, asimismo se dice. No como estos imbéciles pagados por Magnetto, sigue diciéndose, que hablan a los gritos porque nada tienen para decir.

La reflexión vuelve a interrumpirse cuando los otros empatan el partido. Y después no sólo lo empatan sino que pasan a ganarlo, metiendo dos goles más. Que no son goles sino auténticos golazos, es decir, y siguiendo el sentido polisémico del término, algo del orden de lo hiperbólico tanto como del orden de lo súbito.

Queda, por fin, entregado a la suerte. A la suya, a la de ellos, a la nuestra, a esa suerte que es de todos y no es de nadie, como el asado de Cafrune, o de Atahualpa.

Vuelve a chupar la bombilla del mate. Vuelve a chuparla, y mientras el agua ya tibia baja por su garganta, recuerda el gol de Kempes a los holandeses. Y el de Maradona a los ingleses. Y se dice, o se imagina, que ya nunca podrá ver un gol equivalente por parte de ese capitán que se ha vuelto incierto, esfumado, como si estuviese yéndose no sólo de la realidad sino también del territorio eterno de los mitos.

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