Yo no sé no, Pedro se acordaba de que no veía la hora que terminara el año para pasar de grado y ya en segundo empezar a escribir con tinta. Si bien le gustaba el lápiz, estaba cansado de darle a la goma, era un meta borrar y borrar tanto que agujereaba varias hojas por cuaderno. Al año siguiente, viniendo de la escuela, pasó por el campito y se enganchó en un picadito, y aprovechó el delantal y los cuadernos para formar uno de los arcos.

Tenía pensado pegarle con comba, como le pegaba Pelé y casi todos los brasileños, por lo menos así lo relataba la radio. En un momento del partido ve el claro y cuando está por pegarle se acuerda que el cuaderno está desprotegido y que de pegarle se iría al pasto mojado. Había parado de lloviznar a media mañana y las hojas de los yuyos parecían sonreír esperando a las hojas de su cuaderno que ese año venían invictas de notificación alguna, y menos por desprolijas. Menos mal que no estaba el boletín de calificaciones (libreta), pensó al tomar la decisión de pegarle, y dicho y echo la pelota pegó en el “palo” hecho de guardapolvo y cuadernos y entró. Con ese gol se ganó el partido pero el cuaderno voló al pasto y perdió el invicto. Por un momento pensó en darlo por extraviado y empezar uno nuevo, pero no se aguantaría a la maestra y la vieja recriminarle el desastre de los manchones. Los cuadernos se quedaban dando testimonio de su progreso, tanto en el manejo de la tinta como en su chanfle cerrado. Alguna vez tendríamos que conocer los cuadernos de los últimos años de tantos pibes que por primera vez cayeron en la educación pública. Y los otros, los de Néstor, esos en lo que anotaba todo, aunque sabemos el resultados de aquellos cuadernos: más inclusión, más industria, más salud, más educación, más sentirse pertenecer a estos pagos.

Eso es sentimiento de patria, me dice Pedro. Además, estos turros hacen más daño que cualquier cuaderno desprolijo que nos encuentren. Hay que ver los libros contables de sus empresas, y el Boletín Oficial de los que nos gobiernan. Vaya que hacen daño, me dice Pedro mientras parece buscar con la mirada esas hojas en blanco y sin foliar que dejaba a lo último para los garabatos. Sabés qué, me dice, el mejor fue Roberto Carlos y de haberlo conocido antes, ese día le hubiera pegado más fino y los cuadernos se salvaban.

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