Son casi las tres de la mañana, hace frío y nadie se va a dormir. Una piba llora. Otra la abraza y le seca las lágrimas a besos. No llueve más, pero siguen empapadas. Ninguna de las dos pasa los 18 años. Se abrazan, respiran profundo y vuelven a agitar los brazos y los pañuelos verdes. “¡Que sea ley! ¡Que sea ley! ¡Que sea ley!”. El grito podría aturdir, pero llega en forma de caricia. Fueron tres palabras que acompañaron el momento de votación en la Cámara de Senadores, y después de un suspiro profundo, siguió sonando. Todas las que repiten una y otra vez saben: no fue ahora, pero será. Algunas piden que no sea el próximo año. Necesitan que pasen las elecciones, renovar bancas, no votar traidores ni dinosaurios. La jornada de votación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo en la Cámara baja fue una fiesta, y el momento histórico de consolidación del movimiento masivo más dinámico y en extensión del país. Ni la lluvia, ni el frío, ni el resultado opacaron la alegría de más de un millón de mujeres que viajaron para celebrar que, con o sin norma, son ellas las que deciden sobre su cuerpo.
Avenida Rivadavia, Callao, Corrientes, Avenida de Mayo, calles aledañas. El centro de Buenos Aires se vió otra vez inundado por una marea verde. La descripción ya supera los títulos piolas de diarios y portales: el oleaje verde se palpa, arrolla y sacude. Literal: por las calles y avenidas mencionadas, hubo momentos en que fue casi imposible caminar. Sólo te llevaba la corriente. A veces, un puñado de personas lograba hacerse lugar y armar un pogo. Lo hicieron unas niñas de menos de diez años que pedían por la ley, lo hicieron un grupo de estudiantes al ritmo del borom bom bóm, los secundarios son de Perón. Otras pusieron tango y deslumbraron a la masa entre paso y paso. Mientras tanto, alrededor, la meta era avanzar para seguir viendo, para seguir maravillándose, caminando a través de la cantidad infinita de gente que quería ver cómo el aborto seguro y gratuito se volvía ley a pura presión de jóvenes y adolescentes.
Todo ya era sabido: desde el resultado, hasta el pronóstico del clima. Pero el todo –incluida una mayoría parlamentaria– no impidió que lleguen personas de todo el país y de todas las edades. No impidió tampoco que banquen la calle, que ocupen todas las casas, hoteles y hostels de la zona. Otra vez, las ellas fueron protagonistas, un colectivo con pronombre ‘a’ pero que incluye a todos, todas y todes: varones trans, varones que acompañan, travestis, lesbianas, tortas, bisexuales, putos, viejas, recién nacidas, niñas, adolescentes, adultas e incluso a las que están en la panza y las que son el deseo de una maternidad elegida.

La plaza del Congreso se dividió en dos. De un lado, el glitter, los pañuelos, la tintura y el maquillaje. Sin ánimos de caer en un periodismo poco objetivo, cabe decir: ese lado, el verde, era el de la alegría. Canciones, consignas, cartulinas, abrazos y besos sirvieron para darle calor a una tarde sobremojada. También se armaron escenarios, hubo bandas en vivo mientras el clima lo permitió, carpas con charlas, mesas informativas, choripanes, hamburguesas, porrón, vino y petacas. En ningún momento importó lo que llegaba del otro lado de las vallas, el lado celeste: un sonido potente, luces potentes, fuegos artificiales potentes. Es decir, inversión. Quienes pudieron asomarse, vieron más: un bebé gigante (algunos lo conocen como “el feto”), una Virgen del Luján, y mucho varón. Más varón que mujer, resaltaron quienes pispearon. También llegó el rumor de que había curas confesando. La solemnidad a pleno.
Un día de vigilia pasa caminando. Recorriendo las calles. Las mujeres se miran, charlan, cuentan una con la otra. Se prestan glitter y maquillaje. Se encuentran bajo el techito que las aleja de la lluvia. Comparten besos entre botellas de vino. Un día de vigilia pasa intenso, a flor de piel. A veces es necesario fundirse en un abrazo, emocionarse hasta las lágrimas, confesar las sensaciones más íntimas. Como si sirviera para seguir aguantando las horas que quedan. Después continúa a pura risa y baile, canto, especulación. El 8 de agosto fue así. Después llegó el momento de irse. Y fue con las manos llenas.

La desconcentración, en plena madrugada porteña, fue impulsada con grito de aliento y tranquilidad. “Nosotras ganamos en la calle”, repetían una y otra vez. “Nos tenemos”, sumaban. No es difícil de comprender la bandera que desde hoy se levanta. El 8 de agosto, la madrugada del 9, hizo frío, tanto como el 13 y 14 de junio. Esta vez, además, llovió sin parar por horas. Las dos veces, las mujeres se quedaron en la calle marcando la cancha. La segunda, con la certeza del resultado adverso. El poder de movilización del movimiento feminista hizo historia este 2018 y un puñado de políticos no supo estar a la altura de las circunstancias.
La falta de acompañamiento de ciertos poderes, sin embargo, no hizo más que fortalecer las convicciones. “Ganamos en la calle”, repiten todas, una y otra vez. Desde el consuelo y los escenarios, a puro beso y abrazos. Las decisiones de las mujeres no son legales, pero son legítimas. Son millones las que vuelven a casa después de ese 23 de febrero de 2018 en el que Mauricio Macri dio luz verde para que se debata el aborto en el Congreso. No dan las manos para cargar todo lo que se consiguió en estos nueves meses: información y formación sobre todo, pero también amigas, nuevas militantes, nuevas referentes, alianzas, mucho aguante, confianza en una construcción política de base, desde abajo y con todo el cuerpo. Las pibas vuelven a casa y van a seguir abortando. Las pobres, las de clase media y las ricas, las de 11 y las de 50 años pueden todavía morir en medio de esa decisión. Esta vez, sin embargo, existe una red potente de información que hasta llegó al prime time de la tele y nos puso en boca de todos y todas, a tal punto de legitimarnos. Ahora lo podemos decir porque sabemos que contamos con nosotras, que existe el Misoprostol, que no somos culpables, que hay alternativas, que primero están los deseos, que todo se trata de elegir.

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