El barrio Molino Blanco se encuentra lo más al sur posible de la ciudad. A la altura de ayacucho al 6600, se emplaza un conglomerado de viviendas que rozan el límite entre lo precario y olvidado, sobre la delgada línea que divide Rosario y Villa Gobernador Gálvez. Desde hace 17 años funciona allí la huerta del mismo nombre, donde se mezclan las tareas de chacra con la agroecología y la alimentación saludable.

Ida, una de las mujeres que inició el proyecto, cuenta que cuando el 2001 golpeó con dureza la economía de su hogar decidió junto a algunas pocas vecinas tirar unas semillas en el predio recientemente desocupado y ver que pasaba.

“La idea era que salga algo, tener algo para poder alimentar a la familia. No teníamos idea de agroecología, sembrado, estaciones. Tiramos unas semillas y esperamos que rápidamente salga algo para comer”, cuenta Ida, fuerte, de esas mujeres que meten manos a la masa, lloran en silencio y sostienen el equilibrio del hogar.

Con el tiempo se fue perfeccionando y se fueron sumando voluntarios, en su mayoría mujeres. Pero también está su marido Adrián, por ejemplo, que pone el cuerpo desde temprano y hasta las últimas horas de la tarde en la huerta que hoy tiene dos hectáreas, sin ningún agrotóxico y con mucho vegetal de estación para ofrecer.

Pasó mucho tiempo desde aquellos dramáticos inicios, pero el fantasma del hambre vuelve a merodear hoy como entonces por el barrio.

Raúl tiene 45 años y trabaja hace 20 como empleado del Banco de Santa Fe. Está casado, tiene dos hijos, le gusta la murga y el trabajo social. Esto último marca su agenda transversalmente, hace unos seis años que conoce a Ida y a Matías, de la red de huerteros, hace seis años que se enamoró de sus personalidades, dice con una sonrisa.

Todo empezó con el Movimiento Solidario Rosario, mediante el cual unos 25 empleados del Banco llevaban regalos para el Día del niño y un Papá Noel pelado visitaba el barrio repartiendo risas y juguetes en víspera de Navidad .

Raúl cuenta que hace poco más de un mes, leyendo un diario, una noticia lo impactó: “Hablaba de un 42 por ciento de niños por debajo de la línea de pobreza; ahí nomás la llamé a Ida y le pregunté por los chicos, qué estaba pasando, si estaban comiendo.” La respuesta fue contundente porque al mediodía almorzaban en los comedores escolares, a la tarde merendaban y a la noche, nada.

“Las mamás a mate. Mate en el desayuno, mate en la cena”. La solución no tardó en llegar. Durante esa misma conversación Raúl constató que Ida tenía un lugar cerrado, un galpón donde armar un comedor y empezó a hacer la lista de cosas fundamentales para arrancar con una comida por semana.

Los pedidos en su mayoría los realizó por las redes sociales. De un galpón vacío y un anafe pasó a tener seis cocinas, ollas, vasos cubiertos, dos procesadoras y muchas cosas más.

Foto: Manuel Costa

Junto con la idea de darle de comer a los chicos surgieron otras iniciativas, como la de acercarles el hábito de la higiene; consiguió bidones con canillas para que pudieran lavarse las manos antes de cenar y mediante una gestión con el centro de estudiantes de la Facultad de Odontología, cepillos de dientes para todos y la promesa de una charla educativa.

“En los lugares donde la gente tiene escaso acceso al agua potable es muy difícil lograr esto y la limpieza bucal es fundamental para que no pierdan piezas dentarias a corta edad”. Raúl piensa en todo, se ocupa de todo lo que está a su alcance, pero no se olvida de agradecer. “Por suerte, mi mujer me banca en todas, ella también es protagonista, porque estoy poco y  de todas formas me banca, me apoya”.

De una comida semanal pasaron a cuatro en el lapso de pocas semanas y las palabras de Ida dan cuenta de ello: “Al principio entraban los chicos, desde los seis, siete meses hasta 15 años, 140 niños y niñas, y las mamás se quedaban afuera. A veces les ofrecíamos algo y la respuesta era siempre la misma, «gracias, ya tomé mate». Y eso a mí me mataba, más allá que cuando una ve a sus hijos bien, que al menos ellos están comiendo, no te importa irte a la cama con un mate, pero igual me ponía mal”.

“Ahora vienen con sus tuppers y las que tienen niños pequeños se puede sentar con ellos, cuando hay se reparte todo, y si se pueden llevar algo a las casas, también”, dice Ida conteniendo las lágrimas. Duele y mucho que el Estado aún no se haya hecho eco de lo que pasa en Molino Blanco y en tantos otros barrios. Los pibes no están comiendo y el invierno está siendo muy crudo.

Hay más actores en esta historia que merecen su reconocimiento como las encargadas de que la comida sea nutritiva y llegue calentita a los 140 platos, de martes a viernes, desde las 19,30 sobre tablones dispuestos bajo un tinglado. Son Daiana, Graciela, Belén, Antonella, Alejandra y Carina. Las seis son vecinas del barrio, las seis están desocupadas e invierten su tiempo para darle de comer a los hijos de otras mamás. Cada comida está acompañada del pan casero que elaboran la hija de Ida, Maria Florencia y su compañero, Abraham.

A pesar de la huerta, el comedor y la comparsa barrial, las necesidades en Molino Blanco son grandes y crecen día a día.

Foto: Manuel Costa

Fuente: El Eslabón

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