Es difícil imaginar cómo se lo vería en la realidad: semejante posibilidad está limitada a sus allegados, a sus colaboradores y –desde ya– a los funcionarios con los que trata habitualmente.

En la pantalla del televisor luce atildado, incluso elegante. Claro está que lo han maquillado –tramitación inevitable para quienes, como él, hacen de las incursiones por los estudios televisivos un instrumento fundamental de su accionar público– y por eso se lo ve luminoso y brillante.

Y no importa que el brillo resulte artificial: por artificioso que sea, no deja de condecirse con el sentido que intenta desplegar, tratando de componer una imagen de político seguro, firme, solvente, y fundamentalmente confiable.

Ha perdido las internas en su provincia. Carece de un respaldo social, electoral y político real, pero esas cosas parecen no importarle. Mejor dicho: no le importan, porque no necesita de esos apoyos para llevar adelante su proyecto, y su programa.

Porque el senador tiene metas, u objetivos, cuya concreción no pasa por esos andariveles de la vida pública.

De él podría decirse que es una figura anacrónica, más propia de otros tiempos. Su imagen, su porte, pero sobre todo sus actos, no dejan de evocar, como en filigrana, otras imágenes y otros actos difuminados por las capas espesas de la Historia. Acaso las de un político florentino, de esos que, siendo en verdad unos auténticos aristócratas, simulaban ser republicanos que representaban al pueblo.

De ser las cosas así, podría decirse que no es más que un conservador populista, es decir, alguien que trabaja para los poderosos proclamando que lo hace para los débiles.

No es el único, desde ya. No es el único dentro del sistema político, ni mucho menos dentro del partido en el que milita, que posee, desde sus orígenes, múltiples exponentes de ese perfil tan contradictorio como ilusorio.

Pero él sobresale dentro de ese espectro de figuras engañosas, retóricas, que ofrecen una faz seductora prometiendo a muchos lo que harán para pocos.

Por eso, el senador trajina estudios televisivos. Lo hace cada vez que puede, ya sea porque lo convocan, o porque él mismo se encarga de gestionar esas apariciones donde despliega su prédica debidamente auto-controlada, para que suene convincente, pero no imperiosa, ni mucho menos autoritaria.

En estos tiempos luce más espléndido que antes. Podría considerarse paradójico, pero el nuevo escenario político, lejos de restarle relieve o centralidad, le ha conferido una visibilidad de la que carecía hasta ahora.

Lo que ocurre es que, en estos nuevos tiempos que corren, el senador ha sabido hacer de la necesidad virtud, como suele decirse. O –para ser más precisos– de sus carencias, sus fortalezas.

Porque él, el hombre que nunca gana internas ni generales, que no sabe lo que es contar con estructuras o militancias propias, ahora, por un golpe del destino, es cierto, pero también por su habilidad para caer siempre bien parado, se ha convertido en el hombre que, estando del otro lado, resulta indispensable para quienes cuentan con recursos, aparatos y poder propios.

En algún sentido, el senador no deja de ser un personaje borgeano, alguien que, como en tantos relatos y poemas del vidente ciego, es a la vez el mismo y el otro.

Lejos de pesarle, él disfruta de esa dual condición. Seguramente que por ello ahora le dice al periodista que lo entrevista que siempre fue leal con los gobiernos que ejerció su partido.

Son ya veinticinco años, concede, pero siempre del mismo modo. Siempre al lado de los suyos, sin traicionarlos ni por un momento.

No se trata de que haya ido cambiando sus posiciones, explica. Los que cambiaron, en todo caso, fueron esos gobiernos a los que supo defender como pocos.

Del primero que lo tuvo como legislador, recuerda que tuvo grandes aciertos en su primera etapa, aunque haya defeccionado en las siguientes.

Del último, dice exactamente lo mismo.

En ese contexto, no deja de sorprender el relato calmo, tan monocorde como monótono, con que refiere esos cambios que no fueron suyos sino de los demás, aunque lo que va quedando en claro, a medida en que su intervención se despliega, es que el senador quiere mostrarse como un dirigente creíble.

Ello le permite desautorizar, deslegitimar, a la anterior presidenta que, como todos saben, pertenece al partido en el que él milita.

Eso no importa: ahora –señala casi como al pasar, con estudiado desgano– la anterior presidenta ha dejado de pertenecer al partido al que él pertenece. Creó otro partido, recuerda, con lo cual le concede la posibilidad de postularse nuevamente para la presidencia, pero bien lejos de él. Y –por supuesto– de aquellos que hoy la detentan.

Como un consiglieri moderno, habla, nos habla, desde la pantalla del televisor. Nos dice que su partido siempre fue de centro. Y que la ex presidenta ha creado un nuevo partido porque ella es una persona volcada a la izquierda.

Sinistra, hubiese dicho, si en vez de ser él el que se halla hablando hubiese sido ese lejano antepasado cuya genealogía actualiza en sus propias palabras.

Sinistra, o siniestra. Que de eso se trata para el senador, mientras sigue desgranando su depurado discurso, sus apotegmas precisos, sabiendo que su voz, como siempre, persigue múltiples destinatarios: los desprevenidos televidentes que lo miran y lo escuchan, por supuesto, pero también los otros, los innominados pero omnipresentes dueños del Poder, que también lo ven y lo oyen complacidos, sabiendo que lo del senador no es más que una extraordinaria puesta en escena.

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