¿Cuándo fue que se terminó el gobierno de Mauricio Macri? Por cierto no fue esta semana, aunque sea la que quede en la historia como la del papelón que anticipó el final. Tampoco importa si sobrevive algunas horas, días o meses: Cambiemos como experiencia murió. La velan en la embajada yanqui, en medio de un casting de potenciales sucesores. Se habla de nombres como Carlos Melconián para reemplazar a Nicolás Dujovne, se habla de garantías de fondos para tapar los baches de acá a fin de año y el pago de la deuda en 2019. Pero quienes gobiernan son los fondos buitre, quien gerencia la macroeconomía es el Fondo Monetario Internacional (FMI), y quienes se afilan las garras para quedarse con las empresas argentinas son los lobos de la industria imperial.
El gobierno de Cambiemos ya cayó. Ni los miles de trolls de Marcos Peña hashtagueando #GolpePeronista lograron mover el amperímetro de una sociedad que ve cómo “el mejor equipo de los últimos 50 años” no puede ponerle siquiera precio al dólar. Sólo queda por analizar quiénes serán Los Sucesores de La Bestia, y está claro que no será una banda de funk urbano.
Pese al freno en la cotización del dólar que se produjo este viernes, pese a las promesas de un nuevo acuerdo con el FMI que permita otorgar algo de oxígeno formal al cadáver político que es el gobierno de Cambiemos, en estos días –en estas horas– se dirime el fin de un experimento aterrador, que fue posible porque millones de personas creyeron que los verdugos tienen más ganas de perdonar la vida que de quitarla. Son quienes creyeron que los ricos no necesitan robar, y ahora se niegan a constatar el patético paso de danza de una banda de asaltantes que se olvidó por dónde huir.
Los escorpiones pudieron cruzar el río que los separaba del Gobierno navegando en los lomos de las ranas que se ofrecieron a cruzarlos con sus votos, sin tomar nota de que la propia naturaleza de esas alimañas habría de ahogarlas luego de picarlas e inocularles su veneno.
Lo que se les había negado a través de los votos se les concedió, y pusieron en marcha un dispositivo para reembolsar lo que consideraron les había sido arrebatado por el “populismo kirchnerista”. Pero por estos días también aflora el discurso clásico de la oligarquía: el peronismo, una vez más, impidió gobernar, en este caso a Macri, lo cual lleva inexorablemente a confrontar esa apreciación, porque de lo que se trata es de enfrentar al régimen, vencerlo y enjuiciarlo.
Gobernabilidad
Cambiemos asumió el Gobierno el 10 de diciembre de 2015 con el mayor nivel de apoyo por parte del poder establecido desde el retorno de la democracia en 1983. El complejo agroexportador, el sector financiero nacional y transnacional, el empresariado vernáculo y el dispositivo de medios hegemónicos, sumados a la embajada norteamericana, la Unión Europea y los centros financieros mundiales.
Su endeblez parlamentaria fue cómodamente compensada por los bloques peronistas y filoperonistas, que votaron todas y cada una de las iniciativas con que el macrismo planteó la arquitectura de su plan.
La CGT, fundamentalmente los denominados Gordos, le dieron tiempo y crédito a Cambiemos, al punto de demorar más de un año la primera medida de fuerza importante, cuando el macrismo ya había herido gravemente el esquema de desendeudamiento y protección del empleo que había diseñado el gobierno anterior.
Las fuerzas políticas y gremiales díscolas fueron disciplinadas –o al menos eso intentó la alianza gobernante– por medio de carpetazos y persecuciones originadas en las pestilentes cuevas de Comodoro Py.
La palabra clave que blandían –algunos aún la usan– Sergio Massa, Diego Bossio, Miguel Pichetto, Carlos Acuña, Héctor Daer, y Juan Carlos Schmid, era “gobernabilidad”. La idea que impusieron era que Cambiemos necesitaba que le garantizaran la estabilidad necesaria para gobernar. Nunca les importó a esos dirigentes ahondar demasiado en las consecuencias de ese plan de gobierno, el tema era otorgar “gobernabilidad”. Massa llegó a acompañar a Macri a la cueva mayor de las finanzas internacionales, en Davos, mostrándose como garante opositor ante los popes de la banca global, que miraban con desprecio a ambos, pero aún los necesitaban.
Si algo no tuvo este Gobierno entre sus mayores problemas es “palos en las ruedas”, como acostumbran decir los ideólogos de la masacre social perpetrada en menos de 36 meses contra el pueblo argentino.
En estas horas aciagas para la economía popular, y luego de haber desaparecido virtualmente de la escena política, Massa y otros de esos nombres son mencionados como posible “garantes” en caso de ser necesaria una “transición” luego del escandaloso fracaso en lo que hace a la permanencia en el gobierno por parte de Cambiemos.
El establishment no busca un estadista superador del limitado Macri. Sólo busca a alguien que garantice impunidad ante los latrocinios cometidos en perjuicio de la Nación. Buscan con desesperación la alternativa al único camino posible si se quiere retomar el camino del crecimiento equitativo en el marco de un procesos nacional y popular: el escarmiento a una clase parasitaria que no ve más allá de su ombligo, y está dispuesta a matar con tal de quedarse con lo que considera naturalmente suyo.
Pero además, hubo una dirigencia convencida de que la derrota de diciembre de 2015 condicionaba cualquier intento de establecer una estrategia opositora que incluya al sector político más estigmatizado pero con mayor caudal electoral que exhibe toda la oposición sumada.
Es más, en marzo de 2016, para citar un ejemplo extremo, la ex diputada nacional socialista Alicia Ciciliani tuvo un arrebato de sinceridad claudicante que explica con creces esa toma de posición de algunos sectores frente al núcleo dominante: «Hay que aceptar la derrota del pueblo ante el capitalismo financiero», sostuvo en su banca.
No lo hizo en cualquier circunstancia, sino nada menos que con el propósito de justificar el apoyo del socialismo al acuerdo con los fondos buitre. Ciciliani sostuvo en aquella oportunidad que se estaba cambiando «una deuda cara y usurera por una deuda más barata y más accesible».
El sector que lidera Massa, algunos diputados y muchos senadores que alguna vez formaron parte del Frente para la Victoria, acompañaron a radicales y macristas en aquel episodio, que no fue el único en el que se jugó a la ruleta rusa parlamentaria con temas que hipotecan el futuro de varias generaciones.
No pueden ser esos los dirigentes que tomen las riendas de la política tras la defección macrista, aún cuando un gran espacio del actual sistema político no tenga la voluntad ni el coraje de llevar a cabo la imprescindible y revolucionaria tarea de castigar ejemplarmente a la jerarquía de este régimen, que excede por mucho al funcionariado, aún siendo éste parte indisoluble del empresariado rapaz y heredero de aquel que mandó a ensangrentar a la Argentina para imponer el plan económico que aún mantiene algunas de sus más perversos instrumentos incólumes.
La caída
Ni los agoreros más impiadosos, ni quienes opinaban desde la expresión de sus propios deseos hubiesen previsto el modo y estilo de hecatombe en que el macrismo incurrió antes de cumplir 36 meses en el Gobierno. Aquellas variables que con soberbia los integrantes del “mejor equipo de los últimos 50 años” se atrevieron a minimizar y ningunear les explotaron en sus barbas.
La inflación que en el anterior Gobierno podía amortiguarse con un vigoroso nivel de actividad y con salarios al alza, se le metió en los bolsillos a millones de personas que pensaron que el cambio que proponía Mauricio Macri les permitiría dejar de pagar el impuesto a las Ganancias.
El cepo cambiario, establecido para resguardar las esquivas divisas que la economía kirchnerista producía y recaudaba con dificultad, fue percibido por grandes mayorías como un artificio que les coartaba la libertad, y Cambiemos prometió erradicar ese “flagelo”, para permitir a millones de pequeños ahorristas adquirir los dólares que quisieran, sin los límites que impone el “populismo”.
Esa ilusión tan cara a la clase media argentina, esa que tan bien se ilustra con un peón que al mirarse al espejo ve reflejada la figura de un rey, esta semana se cayó como un castillo de naipes lo hace con el viento más leve.
Millones que nunca pudieron comprar uno solo de los dólares que desde diciembre de 2015 el macrismo puso a disposición del “mercado”, vieron cómo opera esa mano invisible: la mano experta del punguista transnacionalizado, que esconde sus plumas de buitre detrás de costosos trajes de seda y sonrisas ganadoras y cancheras, se robó todo lo que había para robar. Literal. Muy lejos del “ze dobadon todo” con que los rehenes de los medios hegemónicos intentan explicar lo inexplicable de haber saltado de una economía en la que ganaban todos, incluso los punguistas de la city, a una en la que un puñado de familias ricas pueden hacer uso y abuso de la renta nacional.
La naturalidad con que millones de ojos observan en la pantallas televisivas las maquinitas de contar millones de dólares que se fugan hacia guaridas fiscales contrasta con las miradas de indignación con que se observaban los fajos de billetes que la asociación ilícita mediática presentaba como “el dinero K”.
En algunos años la frase “se robaron un PBI entero” será demostrativa del grado de penetración cultural con que se logró domesticar a un ponderable porcentaje del pueblo argentino. Sin embargo, el porcentaje que la deuda contraída por el criminal régimen macrista se acerca sospechosamente al total del PBI, y en modo alguno eso representa un clic que haga indignar a un colectivo que, aún debiendo resignar la comida para pagar el gas, sigue pidiendo que le den tiempo a los saqueadores.
Desde que en 1943 un grupo de militares nacionales le puso fin a la Década Infame, la derecha oligárquica nunca más pudo cruzar el río que la separaba del Gobierno. El más brillante de aquellos oficiales inauguró la etapa de inclusión social más trascendente en la historia nacional, y sólo mediante golpes militares asesinos y proscripciones vergonzosas la oligarquía, cada tanto, tomaba las riendas de la Nación, invocando siempre a la República, pero soslayando poner en juego al menos algunos de sus presuntos valores.
Fusilamientos, asesinatos políticos, bombardeos, persecuciones, cárcel, proscripciones, todo sirvió a la clase dominante para intentar revertir el esquema de distribución de la riqueza instaurado por el peronismo.
Los vaivenes de la historia política a lo largo de casi 60 años impidieron volver a poner en juego aquellas políticas en más que un período muy acotado, pero en 2003 Néstor Kirchner interpretó como nadie desde la muerte de Juan Perón aquellas banderas y sus contenidos.
Desde entonces, debió enfrentar al núcleo del poder tradicional, a sus socios transnacionales, a la potencia económica que durante décadas le permitió a esos actores incrementar sus riquezas, aún cuando no gobernaran.
Luego de doce años y medio en el Gobierno, durante algunos de los cuales también pudo ejercer el Poder, el kirchnerismo perdió en elecciones presidenciales ante los nuevos representantes de la oligarquía, que combina al viejo sector agroexportador, al dispositivo financiero nacional y transnacional y a sus socios mediáticos, corporizados en mega grupos que funcionan como gigantescas plataformas de negocios.
No sólo por exigua, aquella victoria sorprendió al propio núcleo duro de esa alianza llamada Cambiemos. No esperaban ganar, y debieron prepararse para gobernar. Y allí comenzaron sus problemas, porque no resulta fácil a una fuerza depredadora organizarse políticamente para transferir, con sigilo y a lo largo del mayor tiempo posible, los recursos que como clase consideraba que el “populismo” le había arrebatado.
Simplemente se dispusieron a llevar adelante un operativo de rapiña, apoyado en un endeudamiento externo salvaje, consolidado internamente por medio de una bicicleta financiera que astringiera los pesos que no quería que inundaran el mercado. Ambos mecanismos tenían por objeto hacerse de los activos líquidos que el mercado mundial tolerara y los inversores locales le permitieran mientras durara esa sociedad cuasi delictiva.
El resto fueron compromisos de clase que, lógicamente, agravaron el escenario macroeconómico: la rebaja de retenciones, las exenciones impositivas, los reintegros a exportadores, la liberalización absoluta para remitir utilidades a casa matriz por parte de las multinacionales, la reducción de encajes al sistema bancario, fueron los distintos detonadores de un sistema que nadie se propuso regular para que su estallido fuese controlado.
Eso voló por los aires en esta semana, pero en la economía real ya explotó cuando Macri decidió acudir al FMI. Ese día, Cambiemos le traspasó la banda presidencial a Christine Lagarde y el control monetario a los fondos buitre.
No hubo, desde el comienzo, anclaje alguno con un modelo de producción que no fuera el agroexportador y las exportaciones mineras. Incluso el modelo energético macrista supuso, desde su origen, entregar el negocio de la importación a Shell y asociados, para depreciar el valor estratégico de YPF y prepararla para una reprivatización.
Ni la gran industria ni los sectores más dinámicos del empresariado manufacturero le impusieron al macrismo un esquema mínimo de productividad y generación de divisas. Más bien usufructuaron los negocios financieros y se acogieron, como es su uso y costumbre, a la magnánima concesión de obra pública, con mejores chances de distribución de la torta que la que al unísono le achacaban al kirchnerismo, acusado de discrecionalidad y corrupción por parte de una banda de asaltantes que, como mínimo, viene manejando la obra pública a gusto y piacere desde los tempranos 60.
Que la salida de este esquema expoliador, parasitario, cipayo y elemental en su matriz de rapiña esté siendo ponderado por algunos de sus cómplices, como el massismo y la tendencia involucionaria del peronismo, habla de la carencia de un catalizador para conducir esta mega crisis. En buen criollo, al establishment y al peronismo les está haciendo falta un Eduardo Duhalde, y lo quieren reemplazar por el Chirolita de la embajada yanqui en la Argentina. Los peligros de esa alternativa no son tenidos en cuenta por quienes sólo están preparados para hacer periodismo de guerra y contar dólares con las cámaras apagadas, fuera del alcance de las miradas indignadas del pobrerío que se cree oligarca.