Yo no sé, no. Pedro se acordaba cuando para fin de agosto, cerca de Santa Rosa, en el barrio, para los nuevos vecinos –que éramos casi todos– la preocupación eran los techos, si aguantarían una tormenta de vientos. Incluso los que tenían chapas nuevas.

Para nosotros la preocupación era si la pelota era liviana, porque habíamos comprado una nueva y pesaba un poco más, así que a veces cuando el viento era medio fuerte la desinflábamos un poco. El equipo parecía no tener techo, cada vez jugaba mejor, pero ese sábado de Santa Rosa nos tenía preocupado el viento, hasta le preguntamos a un albañil que se había criado en el sur, cómo tratar la pelota con esos vientos de fin de agosto. Bueno, ese sábado nos salió bien, le hicimos caso al sureño y jugamos por abajo. Eran años que en el barrio, en el país y en la región la cosa se venía dando de abajo, algo crecía despacio pero sin pausa, años que soñábamos, con sueños altos y sin techos.

“Pero bueno –me dice Pedro–, hasta hace un tiempo atrás la cosa venía creciendo y sobre todo los sueños habían prendido en los más pibes. Por eso cuando veo hoy que el dólar no tiene techo, que estamos enfrentando a una tormenta que viene de afuera, que seguiremos sin cambiar el rumbo, bueno, nos convocamos con esta premisa: la cosa la revertimos por abajo con la pelota por el piso y si se puede al pie, que por arriba hay una tormenta que los poderoso crearon. Que el techo cada vez más alto del dólar no es nuestro techo. Que  cuando estemos alejados de sus agostos volveremos con nuestros sueños intactos”.

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