Y sí, yo siempre le decía. Yo le decía que tuviera cuidado, que se fijara, pero él no me hizo caso.

No, no era irresponsable; al contrario, era muy serio. Se preocupaba por todo, por la casa, por los chicos.

Sí, en esa época trabajaba él. Yo me quedaba en casa, porque alguien tenía que ocuparse. Los chicos iban a la escuela, él estaba todo el día afuera, y había que atender todo. La comida, la ropa, la limpieza.

Estábamos acostumbrados. Cuando nos casamos, no teníamos nada. Él trabajaba en el puerto, hacía unos turnos terribles descargando bolsas, pero no siempre había trabajo. Si llovía no había. Si no entraban barcos tampoco.

Yo tampoco trabajaba. En esa época las mujeres de su casa no salían a trabajar, como ahora. Las que salían eran mal vistas.

Y sí, nos casamos muy enamorados pero con una mano atrás y otra adelante. Por suerte después él entró en la fábrica. Eso fue otra cosa. Ahí tenía trabajo fijo, y cobraba todas las quincenas. Y después a mí me mandaron la máquina.

Sí, esta misma, con la que coso para afuera. Fue cuando la Señora puso la Fundación.

Sí, claro, ahí cambió todo. Por completo. Los chicos iban a la escuela mucho mejor alimentados. Él ganaba muy bien. Y encima yo empecé a coser para afuera. La gente me decía: ¡Qué suerte que podés coser, María, con lo habilidosa que sos y las cosas lindas que sabés hacer!.

Pero claro, si no hubiera estado ella hubiera sido imposible. Antes, me acuerdo, el obrero era un burro de carga. Le daba y le daba todo el día, doce horas, catorce, dieciséis, y al final terminaba muerto. ¿Y qué comía? Un plato de sopa lavada, que era puro caldo con dos o tres verduras dando vueltas.

Todo eso cambió cuando llegaron ellos. ¡Cómo no voy a acordarme! El día que lo soltaron al General, él fue a la plaza. ¡Y cómo vino! ¡Estaba dichoso! ¡María, María!, me decía, ¡Vas a ver cómo van a cambiar las cosas ahora!

Y la verdad que tenía razón. Todo cambió, parecía un sueño de hadas. A él lo anotaron en la fábrica, y empezaron a pagarle vacaciones y aguinaldo. ¡No podíamos creerlo! Llegaba fin de año, cobraba el aguinaldo y les comprábamos cosas a los chicos. Juguetes, más que nada, porque nosotros nunca supimos lo que era tener juguetes. Y empezamos a salir de vacaciones. ¡Conocimos el mar! Imagínese, pudimos ir a Mar del Plata. ¡El hotel que tenía el sindicato!

La primera vez que fuimos nos reímos tanto. Nos parecía mentira. Las mucamas nos hacían la pieza, la dejaban limpita, y toda arreglada. Después íbamos al comedor, y había un montón de mozos que nos atendían. ¡Usaban guantes blancos, puede creer! Me acuerdo cómo le llamaba la atención a los chicos, esos mozos con guantes blancos sirviéndoles la sopa con un cucharón enorme, dorado, que para mí era de oro. Y después nos íbamos a la playa, y los chicos se metían en el mar, y gritaban, ¡Mirá mamá, cómo esquivo las olas!

Para mí fue la mejor época de toda mi vida. Yo seguía cosiendo aunque ya no tenía mucha necesidad, pero la gente me pedía. Aparte, yo pensaba, esto es un regalo que me hizo la Señora, y yo no puedo despreciarlo. Hay que saber ser agradecido.

¡Era tan buena! Para nosotros fue un ángel, no le exagero. Mire que no tenía necesidades, ella. Me acuerdo cuando se fue a Europa con el General, y fueron a visitar al Papa. ¡Cómo estaba vestida ese día! También cuando fueron a España, a ver a Franco. ¡Era una reina!… Y no era solamente clase, que le sobraba ¡Lo hermosa que era! ¡Rubia, de ojos azules, preciosa!

Por eso le digo, nunca vivimos tiempos tan lindos. Ahora todo cambió, para mal.

Mire, me acuerdo bien de ese día, como si fuese este mismo momento. Él se levantó preocupado, porque algo sabía, y me dijo que no iba a ir a trabajar. Me aclaró que el sindicato les daba permiso a todos los que quisieran para ir a la plaza, porque se iba a hacer una concentración para apoyar al General. Así que desayunó, saludó a los chicos que estaban por ir a la escuela, y salió. Nunca más lo volví a ver.

¿Cómo me enteré? Por unos vecinos que escucharon la radio. Vinieron enseguida a contarme lo que había pasado, que los aviones de la marina habían bombardeado la plaza. Cuando lo escuché, me puse como loca. Salí corriendo para allá, y cuando llegué todo era un desastre. Había autos destrozados, colectivos incendiados, se veía humo por todas partes. Pero la gente ya no estaba. A los muertos y a los heridos los habían retirado. Yo le pregunté a un policía cómo podía averiguar si a mi marido le había pasado algo, y me mandaron a un hospital. En ese no sabían nada, así que tuve que ir a otro, y a otro. Al final llegué a uno de Avellaneda, donde lo habían llevado, pero llegué tarde. Un médico se compadeció y me dejó verlo, aunque no estaba permitido. Tenía la cara toda ensangrentada y el cuerpo chamuscado. Pero parecía feliz, puede creerlo.

¿Sabe una cosa? Allí se terminó todo para mí. Tuve que seguir sola, cosiendo más que nunca, y tratando de criar a los chicos como podía. Nunca les faltó nada, pero para mí todo fue más difícil. Encima, después vino la Libertadora, empezaron las persecuciones, y hubo gente que me empezó a mirar con mala cara. ¡Como si fuese un delito que nos hubiesen ayudado Perón y Evita!

Por eso quiero tanto a esta máquina de coser. Porque para mí es más que una herramienta de trabajo, es el recuerdo de los mejores años que tuve en la vida.

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