Cuando se recorre la zona meridional de Europa –incluyendo en esta categoría no sólo la costa mediterránea de Francia, como suele hacerse, sino la totalidad de su territorio se tiene la impresión de estar en un espacio fundacional.

Desde luego que esa impresión no es meramente una impresión en el sentido perceptivo del término, puesto que está compuesta por un cúmulo de saberes, informaciones, tradiciones, e incluso de una suerte de aura cultural, que la modelan dándole forma.

Ello no obsta para que la vivamos, y hasta se diría que la percibamos, como una auténtica impresión, es decir, como algo que se presenta ante nuestros sentidos posibilitando que la cosa en nosotros se imprima, o en otros términos, que en nuestra conciencia se grabe.

Tamaña potencia significante, semejante fuerza expresiva, obviamente se deben a la impronta mítica con que Europa ante el viajero se muestra. Pero ello no debería entenderse como una dimensión simbólica despojada de anclajes materiales, sino todo lo contrario.

Porque lo impresionante de Europa no existiría sin sus vestigios ni sus manifestaciones materiales. Y acá material cobra un sentido puntual, específico, referido a una materia concreta, la de la piedra.

Europa meridional se revela, en tal sentido, como un universo histórico pétreo, literalmente hablando. Como un universo que se fue edificando, desde sus orígenes, con piedras, y sobre piedras.

Sus restos arqueológicos, tan venerados como promocionados turísticamente, no son otra cosa que eso. La cultura greco-latina pareciera conservarse físicamente tanto en las ruinas de la Acrópolis, como en los restos recompuestos de Pompeya o de Éfeso, por mentar unos pocos ejemplos.

Para el espectador atento –como para un buen arqueólogo– esos restos significan. Significan un tiempo distante e inaprehensible, tanto como los hombres que en él vivieron.

Pero esa significación es, o puede ser, solamente como inevitable conjetura. Si la arqueología es la imposible antropología de un universo desaparecido, los restos arqueológicos no serán nunca más –pero tampoco menos– que meras insinuaciones o sugerencias, ya sea de prácticas, costumbres, y toda clase de situaciones hipotéticas sostenidas por esos vestigios mudos e inertes.

Salvo que los vestigios hablen. ¿Cómo? Por medio de una escritura, como no podría ser de otro modo. Así, en Pompeya sorprende que un lupanar aparezca signado por su nombre latino. Se trataba, por lo visto, de un sitio no sólo permitido sino además convocante.

También suelen hablar por boca de los guías, que repiten en palabras actuales lo que era dicho en un pasado remoto. Así, también, en Éfeso un guía explica –relata– que en los baños públicos conservados entre sus ruinas, de los cuales se aprecian los retretes regularmente dispuestos en hileras bajo las cuales corrían las aguas servidas que se evacuarían hacia exterior, los hombres que allí concurrían aprovechaban la cercanía de otros cuerpos desnudos para dar rienda suelta a sus impulsos libidinales.

De manera que, entre las múltiples cosas de las que pueden hablar las ruinas de la Europa arcaica, el sexo no es algo menor ni irrelevante.

Aunque ese lenguaje, notoriamente, sería silenciado –por no decir reprimido– por los monumentos que los hombres europeos construyeron sobre esos restos, a partir de la Edad Media.

A diferencia de los restos materiales, los monumentos son construcciones –obras– que se conservan en su total o plena entidad. Lejos de sucumbir ante el paso del tiempo lo resisten, y persisten en alzarse sobre el suelo europeo como testimonio genuino de un presente igualmente ido.

Se trata, de forma prácticamente absoluta, de templos cristianos, que también fueron levantados, merced al esfuerzo anónimo y plural de generaciones enteras, piedra sobre piedra, hasta producir esas catedrales góticas que impactan con igual o mayor fuerza sobre la conciencia de quien se enfrenta, azorado, con ellas.

Esos templos, esas catedrales y monasterios que pululan por el suelo europeo, hablan de otras vidas, de otra materialidad y de otra carne. Ya no de vidas y carnes presentes y actuantes, sino de vidas despojadas de cuerpos, y de cuerpos disociados de la vida: el religioso mundo de la trascendencia inmaterial. Las tumbas que esos templos albergan posiblemente representen el símbolo mayor del pensamiento medieval, que fue el pensamiento que los hombres europeos trajeron a nuestro continente para someterlo a sus designios y sus ideas.

Sin embargo, en esa larga exportación, la pétrea sustancia de Europa fue transmutando en algo diferente, acaso de modo inevitable. Porque lo que allá fue piedra sobre piedra, acá se convirtió en piedra esparcida, diseminada, sobre vastas superficies de tierra despoblada o desierta.

Después vendrían, tardíamente, las ciudades que en América replicarían la arquitectura y el urbanismo europeo. Pero lo harían en un contexto extraño, in-originario, casi como un remedo paródico de la materialidad europea.

No es necesario aclarar que esa materialidad, que esa sustancia pétrea, no es ni la esencia ni mucho menos la totalidad del espíritu europeo. Menos aún, que lo que nos separa -lo mismo que lo que nos vincula-respecto de Europa, se reduzca a esa dimensión concreta.

Lo que en todo caso podría decirse es que esa fisonomía tal vez contenga uno de los rasgos que nos impacta –que nos impresiona– de manera decisiva: el de su carácter seco, el de su sequedad evidente, el de su irrefutable sequía.

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