Yo no sé, no. Pedro se acordaba que a mediados de los 60 acompañó a un equipo de los más grandes del barrio, él no llegaba a los 10 años, a un partido desafío en la cancha que estaba por Pellegrini entre Valparaíso y Lima. Creo que era la cancha de Libertad o Lealtad, murmura Pedro. Eran años en los que en el país, una gran parte del Pueblo vivía con un grito atragantado. Los tíos más peronchos todos los años decían lo mismo: este año regresa el general para rescatar al país. Volviendo a aquel partido, el equipo había practicado algunas tácticas, fundamentalmente en defensa, pero a la hora del partido no se pusieron de acuerdo para que alguien se encargara de pegar el grito. Nos quedamos mudos, nos quedamos, me dice Pedro, asumiendo como propio el partido que él vio desde afuera y que terminó en un empate con sabor amargo. En el último centro, por no gritar, nos empataron. Cuando pegaron el regreso a pata, porque se gastaron hasta la última chirola en bebidas, caminando por la calle Mendoza, Pedro se acordaba de lo que su abuela y su tía siempre decían: que en una de las revueltas contra el pueblo, por Mendoza, cerca de ahí, pasaban camiones llenos de milicos y un vecino salió a la puerta y gritó: ¡Viva Perón! Al instante lo bajaron de un tiro en la cabeza.
A veces pienso que muchos de nosotros estamos con un grito atragantado, dice Pedro. Nos falta alguien que pegue el grito, o que empecemos a juntar todos los gritos porque estamos perdiendo por goleada, en todas las canchas, en la de salud, en la de educación, en la de economía real, la del bolsillo.
Yo igual creo que en algún momento aparecerá el equipo. Y cuando empiecen a sentirse esos gritos del corazón y de la memoria individual y colectiva, otros serán los resultados, termina diciendo Pedro, quizás pensando en aquel grito leal al General y en todos los gritos del corazón que a lo largo de nuestra historia hizo sentir nuestro pueblo.