Yo no sé, no. Pedro se acordaba de la preocupación que sentía por Teresa, una señora mayor que vivía sola y que nos cuidaba la pelota y hasta la red de los arcos que guardábamos en su casilla los días de tormenta. La doña un día le dijo que no se preocupara por el rancho, porque con su marido lo habían hecho fuerte y aguantador, y Pedro pensó que estaba hecho de huesos. También le comentó que por los mandados no se preocupara porque Juancito, por más fulero que estuviera el tiempo, siempre se acercaba a hacerle los mandados. Juan era un valeroso, un valiente, no sólo enfrentando a las frías lluvias, sino en el fútbol también. Y si bien no era muy habilidoso, metía y metía con unos huesos y unos pulmones súper aguantadores. Un día fueron a jugar un torneo en Ovidio Lagos al fondo, cerca del Puente Gallego, y Juancito ese domingo fue la figura. La rompió, tanto que unos flacos que lo vieron le propusieron jugar al rugby. Él medio que se entusiasmó y casi se engancha con la ovalada. Pero justo perdió un dedo y la mitad de otro, trabajando en una metalúrgica, y desistió. “No la voy a poder retener –decía–. Aparte, cuando alguien me diga «agarrála ocho y medio», me agarro a las piñas”.

Poco después, Juancito fue delegado de fábrica y hasta participó en grupos de resistencia a la última dictadura. Los últimos días que se lo vio por el barrio, nos confesó que se había quedado con las ganas del “tacle y eso de empujar todos juntos, como lo hacen los del ragbi”. Luego no se lo vio más.

Un día, allá por el 77, vimos una pintada media escondida que decía “aparición con vida de Juan”, cerca del arroyo Saladillo. Doña Teresa había partido unos cuantos años antes, la casilla donde vivía también. Al poco tiempo, la canchita también. Tengo la sensación, me dice Pedro, de que Juan siempre está con nosotros. Sus huesos, sus pulmones y su  valentía. Ahora siento la necesidad de que la memoria recupere los huesos de esos compañeros, como Juancito (y del rugby que no fue, pero bien pudo haber sido). “Sabés que Juancito decía que otras de las cosas buenas de jugar al rugby era que no teníamos que preocuparnos por la red”, me dice Pedro mirando para el sur de la ciudad, ahí donde la redonda y la ovalada supieron ser buenas vecinas.

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