Dicen que el Alberto era callado. Ni un enojo le conoció Cesar, que hacía de los 16 años que trabajaba con él. “Yo decía que la procesión le tiene que ir por dentro”, piensa su amigo. Dicen que el Alberto, hincha de Newell’s, había sido un gran jugador de fútbol y que Renato Cesarini le pidió a River un fangote de plata por el pibe. También dicen que laburaba muy bien, colocando membranas, haciendo mantenimiento en general, pero que nunca llegaba a horario, eso no, eso no había que esperarlo nunca. Dicen que el Alberto llegó a la cuadra de Iriondo al 4000 hace menos de dos años y se sumó rápido a la barra de vecinos en situación de vereda, a la picada, la cerveza, el mate y la parrilla sin fin. Por lo que dicen, el Alberto era un vecino más, como los de cualquier cuadra y barrio de Rosario. El lunes a la madrugada, al Alberto le dolió la panza, un montón, hasta retorcerse, y como en un montón de barrios rosarinos, la ambulancia no llegó hasta que le confirmen la presencia policial. Es decir: no llegó a tiempo para salvarlo del infarto que estaba teniendo. Sus amigos y vecinos, la barra de la cuadra, hablaron de él con el eslabón y pidieron sentido común: que la mejor salud pública llegue a tiempo a cualquier casa que la necesite.   

“Es una historia que pasa cotidianamente”, dice Marcelo. “Alberto era un flaco que laburó bien, pero precariamente toda, su vida, con quilombos como todos. Y la bronca que da…”. Marcelo era más que vecino de Alberto: vivían en la misma casa, uno adelante, el otro al fondo. Se cruzaban todos los días y compartían, según la hora, una cerveza o un mate. Marcelo lo acompañó a su amigo hasta el último suspiro, ocupando sus manos en hacerle masajes en el corazón y escuchando desde el altavoz cómo le daban instrucciones desde la central de emergencias. Cuando llegó la ambulancia le dijeron que no había chances de salvarlo, ni a tiempo ni a destiempo. Pero queda la duda. Y Marcelo, que también es compañero del Eslabón, no quiere que a nadie le quede la duda.

“La bronca es que habiendo tanta policía en la calle, y teniendo la mejor salud pública, no funcione el servicio de emergencia. Los médicos necesitan seguridad, tienen que venir con la policía. Pero tienen que venir al toque, al minuto que los llamamos tienen que estar acá, porque así se pueden salvar muchas vidas. Esa es la conciliación con las fuerzas de seguridad, que muchas veces es agresiva. Esa es la seguridad integral que tiene que brindar el Estado: la policía protegiendo a los médicos, los médicos cuidándonos. Muchas situaciones límites se pueden solucionar así. Sabemos que una vez que llegamos al HECA estamos en mano de los mejores. Pero tienen que llegar. Y antes”, dice Marcelo.

La madrugada del lunes 19 no fue una más en esa cuadra de calle Iriondo. César se acuerda que a eso de las 3 se despertó escuchando a alguien que lloraba. Cuando se asomó, vio a la hija de su vecino Alberto llorando en la vereda. “Es cosa de novios, pensé, y me volví a acostar. Aunque me quedé pendiente”, relató. Apenas unos minutos después, el ruido de un auto volvió a despertarlo. De ahí se bajaron tres mujeres, la hija de Alberto señaló adentro y todas corrieron al fondo de la casa de Marcelo. César se vistió enseguida y se cruzó a ver qué pasaba. Cuando llegó, Alberto estaba en el piso, Marcelo respondiendo instrucciones que llegaban desde el altavoz del celular. Él dice que desde que puso un pie en la casa, su amigo de los 16 ya no tenía ningún signo vital.

Marcelo llegó a su casa cerca de las 3.20 del lunes. Se cambió para irse a dormir y cuando se estaba acostando, escuchó a la hija de Alberto: “Uy, no, no puede ser, no puede ser, si se muere mi papá qué hago”. Marcelo se calzó bermudas y ojotas y se fue al fondo, a la casa de su amigo. Mientras le aconsejaba que respire profundo, que se relaje, que ya habían llamado a la ambulancia, llegaron tres chicas, dos amigas de la hija y su mamá. Todos habían llamado a la policía, a emergencias, al 911.

“Desde el 911 nos dijeron que llamemos a la ambulancia, pero a la vez nos dieron instrucciones para resucitarlo. Lo pusimos en altavoz e hicimos lo que nos decían. En el primer móvil policial llegó un muchacho que, primero informa la situación, después se saca el chaleco antibalas y se pone con nosotros a hacer masajes y tratar de resucitarlo. Pero él seguía sin respirar”, recuerda Marcelo. Mientras el policía estaba con su amigo, él se acercó a los demás agentes para pedir que apuren a la ambulancia. Desde la central le decían que ya va, que ya va. Los médicos llegaron a los diez, quince minutos. Lo empezaron a revisar por todos lados, pero Alberto ya no tenía signos vitales. Para Marcelo, cada uno de esos minutos, de esos “ya va, ya va”, fueron una eternidad.  

En algún momento, entre la llegada de forenses y PDI; entre familiares y amigos, uno de los médicos le dijo a Marcelo y a César que podrían haber estado antes, pero que no tenían la autorización porque no sabían si estaba o no la policía. Y sin patrullero no pueden entrar al barrio. También les dijo que se quedaran tranquilos: que de todos modos, Alberto tenía pocas chances porque fue un paro cardíaco fulminante. El velorio de Alberto comenzó a las 8 de la mañana y fue en la misma pieza donde murió, al fondo de lo de Marcelo. A las 12, su cuerpo partió al cementerio La Piedad.

No hace mucho tiempo, la línea 126 del transporte urbano de pasajeros comenzó a llegar a Barrio Alvear. Fue una gestión de los vecinos a través del concejal Eduardo Toniolli, ya que, llegada la noche, todos los colectivos cambiaban su recorrido y varias cuadras de vecinos se quedaban sin poder ir o venir de su casa. En esa misma zona, donde sobran policías y gendarmes, faltan colectivos y las ambulancias no pueden entrar sin patrulleros, se junta la barra de Iriondo al 4000. Están ahí siempre que pinte, pero la fija es los sábados, cuando va René, el diariero, con El Eslabón bajo el brazo. Ese día es el de la picada, el guiso, la parrilla y cerveza infinitas. Todos los de la barra están en el barrio desde principios de los ‘60. El último en llegar había sido el Alberto, que cayó de la mano de César desde barrio Tío Rolo.

Hasta ahora, todo fue previa: la previa a la llegada de este número del eslabón, de René, de una fija más pero con uno menos. Dice Marcelo que tienen aguante, que se siguen juntando, pero que hay una imagen que todavía los quiebra. Es el Pelusa, el perro peludo y pecoso del Alberto, que ahora ladra poco, apenas sale, los mira a todos y se vuelve para adentro.  

Fuente: El Eslabón

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