Para Laura Hintze y Santiago Garat

Es sabido: desde que se profesionalizó, el fútbol ha ido labrando vínculos intensos con el mundo de la política.

Ello se comprende muy bien si por mundo de la política se entiende el universo donde radica el poder. Política sería, en este sentido, el conjunto de prácticas hegemónicas que lleva adelante un bloque socialmente dominante, al cual siempre le conviene valerse de todo tipo de fenómenos de masas para legitimar y sostener sus posiciones sobre el todo social.

La historia es pródiga en ejemplos de este tipo de vínculos. Sin necesidad de remontarnos a experiencias de otros países, podemos señalar aquí, en nuestro suelo, desde el intento de manipulación de los logros deportivos del seleccionado nacional durante el Mundial de 1978 por parte de la dictadura genocida, hasta el intento de intromisión del actual presidente de la Nación en la organización de la final de la Copa Libertadores pocas semanas atrás.

Es que el fútbol, en su riqueza social, cultural, antropológica e identitaria, no puede menos que atraer la mirada interesada de quienes detentan el poder. Porque el fútbol, aquí y en la mayoría de los países del mundo, no se limita al enfrentamiento entre veintidós jugadores, ya que consiste, esencialmente, en las ceremonias y los rituales paganos, en la fiesta popular, que se desatan cada vez que ese enfrentamiento se produce.

Por ello, el fútbol es una celebración donde miles y miles de espectadores se (auto) reconocen, se identifican –de forma apasionada, inevitablemente–, sufriendo y gozando intensamente según se desarrolle el juego.

Pero los espectadores no son solamente masa: son, además, y de modo insoslayable, pueblo. La diferencia, conceptualmente, no es menor, dado que masa supone un conjunto amorfo y gregario de personas dominadas –manipuladas– por diversos dispositivos de poder, mientras que pueblo supone una auto-conciencia, una subjetividad que, si bien nunca cesa de ser penetrada por esos dispositivos colonizadores, puede lograr momentos de autonomía y respuestas contra-hegemónicas. Habría que agregar, para que se comprenda adecuadamente lo que estamos intentando decir, que esa dialéctica es inestable, y no está sujeta a un sentido progresivo y lineal: de allí que la historia de esas confrontaciones está siempre hecha tanto de victorias como de derrotas.

Por farragoso que resulte este introito, su intención radica en postular que la relación entre política y fútbol no debe ser vista solamente desde el punto de vista de los sectores dominantes, sino que debe ser vista, además, desde la perspectiva de los sectores subalternos y populares. Al respecto, valga un recuerdo.

En los años 1971 y 1972 Rosario Central disputó la Copa Libertadores de América. Lo hizo porque en 1970 había logrado el subcampeonato, lo que lo habilitaba para jugar la copa al año siguiente, y en 1971 logró su primer título en el torneo superior del fútbol argentino, por lo cual disputó la Copa en 1972.

Para la memoria histórica, esos años están cargados de una inmensa significación, ya que representan la culminación de un proceso de confrontación, por parte de los sectores populares, con la dictadura militar implantada en 1966, a esa altura en franco retroceso.

Ese avance popular había sido protagonizado, de forma ampliamente mayoritaria, por el movimiento peronista, bajo la conducción estratégica del General Perón. Desde 1968, con la constitución de la CGT de los Argentinos, desde las auténticas insurrecciones populares vividas en 1969 –Cordobazo, Rosario, y demás sacudidas urbanas al poder militar–, desde el surgimiento de las organizaciones armadas que asumían la primera línea en el combate contra la dictadura –FAR, FAP, Montoneros–, el peronismo todo, en sus distintas variantes y tendencias internas, fue limando el poder militar, hasta lograr la convocatoria a elecciones que posibilitó el triunfo de Héctor J. Cámpora en marzo de 1973.

En ese contexto, hablar de peronismo implica hablar también de la hinchada de Rosario Central, históricamente identificada con ese movimiento político. Así, no resultó sorprendente que, en esos intentos que no prosperaron por lograr la copa Libertadores en 1971 y 1972, surgieran elocuentes y significativos cánticos en el seno de esa hinchada.

Hay uno que resulta emblemático, que decía: Qué lindo, qué lindo, qué lindo que va’ ser, Central campeón del mundo y Perón que va a volver!… La estrofa, claramente, anudaba dos deseos, dos expectativas fundamentales, como era llegar a ser campeones del mundo por ganar la Libertadores, y lograr el retorno de Perón a la patria.

También había otro cántico por aquellos años, que rezaba: Lo dice el Tío, lo dice Perón, hacete canalla que sale campeón. El Tío, como es sabido, era Cámpora, delegado de Perón y candidato a presidente en 1973, por lo cual esta otra estrofa ponía como protagonistas absolutos a las dos figuras en las que el peronismo en su totalidad de reconocía y se referenciaba.

De ese modo, un sector importante del pueblo rosarino, bajo su identidad peronista, manifestaba en la simpleza y lo concreto de esos versos sus posiciones políticas anudadas con su pasión futbolística: allí también, entonces, se exhibían los lazos que ligan, a lo largo del siglo XX y el actual, la experiencia del fútbol con la experiencia de la polis, del ser en comunidad.

No sería irrelevante recordar que todo ello se desplegaba bajo un espíritu triunfalista, que cobraría sus formas concretas en lo que se llamó la primavera camporista, ese período de pocos meses en que Héctor Cámpora ejerció la presidencia.

Después…Después las contradicciones irreductibles en el interior del peronismo, la violencia que fatalmente generaron, hicieron que la primavera deviniera en un gélido invierno. Perón fue electo presidente de la Nación en setiembre de 1973, pero no llegó a ejercer el cargo siquiera un año, porque murió en Julio de 1974. A ello le sucedió el débil y regresivo gobierno de Isabel Perón, que terminó, tristemente, y dejando un tendal de muertos, con el golpe genocida de marzo de 1976.

Acaso el fracaso de Rosario Central por obtener un título internacional durante esos trágicos años no sea más que un correlato del fracaso peronista en los primeros años setenta del siglo pasado. Perón, literalmente, se fue en vez de volver, y Rosario Central se vería condenado a un ostracismo futbolero del que se pudo recuperar recién con el advenimiento de la democracia.

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