He llegado por fin a un lugar tranquilo. Estoy en medio del campo, escribiendo sobre el capó del Whippet. En los últimos días he vivido experiencias fantásticas. Y si no fuera por el terror que me produce la sola idea de vagar en una dimensión del tiempo que desconozco, casi estaría agradecido de que me pase lo que me está pasando. Las horas que preceden a este momento han sido memorables. Y me siento privilegiado. Sí, un privilegiado, aunque esté irremediablemente perdido en los años y nadie crea lo que asiento en estas páginas. Eso ya no tiene importancia.

Hace una semana. No, es ridículo decir cuanto hace, porque no lo sé. Tendría que decir, hace cien años, o ayer. El asunto es que me topé con una tranquera. «Las Víboras», de Anchorena, decía un cartel. Dejé el auto a la vera del camino, bajo unos eucaliptos y entré. El sendero estaba bordeado de árboles. Al final, se elevaban columnas de humo. Me espanté cuando llegué a las casas. Una mujer, llorando en silencio, juntaba los restos de un cadáver. Cuando me vio se detuvo, con un brazo sangrante entre sus manos. Es mi marido, me dijo sollozando, han sido los hombres de Lavalle, el coronel Estomba me lo ató a la boca del cañón. A los otros gauchos les hizo cavar una fosa y los fue fusilando de a uno, después ni los taparon, se los están comiendo los perros. Me contó eso y siguió juntando los pedazos del esposo. Los acomodaba en el suelo como quien arma una marioneta que se ha desarmado. Todavía no había encontrado la cabeza. Corrí hacia el auto. Me senté al volante temblando. Por eso no había ladrado ningún perro cuando entré a la estancia, se estaban devorando los cadáveres.

Hice cuentas. El fusilamiento de Dorrego había sido a fines de mil nueve veintiocho, en diciembre creo. En el veintinueve los jefes lavallistas recorrieron la provincia masacrando a la paisanada, donde se asentaba el poder de los federales. Rauch, Apóstol Martínez, el mismo Estomba que había sido un héroe de la independencia, se ensuciaron con la sangre de todo lo que no olía al perfume de la clase distinguida del puerto. Apunté la trompa del Whippet hacia el Este y aceleré. No me entusiasmaba la idea de ser pasado a cuchillo por una partida de criminales.

Manejé todo el día y toda la noche, al amanecer llegué a los arrabales de un ciudad que, supe en seguida, era Buenos Aires. El Buenos Aires de principios del siglo diecinueve. Tuve ganas de ver el Plata. Y sin dar demasiados rodeos llegué al puerto. Ahí estaba, relumbrando con los primeros reflejos del alba. Solo, bajo los pájaros y sobre la masa marrón del agua un buque se recortaba, atracado en el muelle con intrepidez de madera oscura. Según las letras pintadas en la proa, era el Countess of Chichester. Caminé junto a la nave, admirando la minuciosidad de los astilleros ingleses de la época. Desde cubierta, alguien me silbó. Tiraron una cuerda sobre la borda y por ella se descolgó una figura alta y atlética. El hombre se aproximó, vestía capa y en la mano llevaba un sombrero puntiagudo. Un destello lo denunció armado de sable. ¿Leal o rivadaviano? me preguntó. ¿Leal a qué? A Manuel Dorrego, hombre, a quién si no. La afirmación del sujeto no me dejaba lugar a dudas. Sí, leal a don Manuel, le dije. Ya es tarde mozo, me contestó, me han dicho que lo han fusilado. Pero igual puede usted ayudarme, lléveme a su carruaje… ¿sabe cómo llegar a San Miguel del Monte, la estancia de Rosas? Si no sabe no importa, yo lo guío. Pero salgamos rápido de aquí. Carril y el cura Agüero me han amenazado con matarme si bajo del barco. Lavalle no debe saber nada, pero ese imbécil es capaz de fusilarme si le llenan la cabeza. Vamos, le dije. Cuando llegamos al Whippet miró el auto con curiosidad. Extraño, murmuró, no veo dónde se enganchan los animales. Usted suba, le pedí. Al principio estaba nervioso, sobre todo cuando el motor empezó a ronronear. Después se tranquilizó y comenzó a contarme la historia que me permitió reconocerlo.

Me embarqué al enterarme que había caído Rivadavia, esa mierda de cristiano. Recién al llegar a Buenos Aires supe que lo habían asesinado a Manuel. Pobre, dicen que hasta último momento confiaba en sus generales. Se le dieron vuelta todos, menos Rosas y López. Quería irse a Santa Fe a organizar la resistencia. La última esperanza que me queda es encontrarlo a Juan Manuel. Metió la mano bajo la capa y sacó un papel. Era la hoja de un periódico. Mire usted, me dijo, mire lo que escribe esta canalla. Me leyó en voz alta. «Viajando con su apellido materno, Matorras, el general San Martín, a quien la clase distinguida apoda Rey José, ha llegado a Buenos Aires. Cinco años después de su partida y luego de enterarse que se ha firmado la paz con Brasil». Entiende usted, me tratan de cobarde.

Dimos vueltas toda la mañana tratando de salir de Buenos Aires. Imposible, el ejército de línea cubría todas las salidas. Volvamos al barco General, le rogué. Si lo agarran lo fusilan y eso va a cambiar toda la historia. No sé qué entendió. Pero me miró fijo y me dijo, mozo, a la historia la cambian ellos cuando quieren. Volvimos al puerto. El sol ya estaba alto y la silueta del Countess se mecía suavemente sobre la espalda del Plata. Me estrechó la mano y caminó hacia el muelle, donde lo esperaba un grupo de uniformados. Lo tomaron de los brazos y lo subieron a bordo. Un par de horas después, lo ví zarpar hacia Montevideo. (De las páginas arrancadas del Cuaderno de Bitácora de mi amigo el viajante).

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