Una noche de diciembre le prometió al santo popular que si Central ganaba esa final de la Copa Argentina (la cuarta al hilo, con 3 derrotas previas) le iba a agradecer en sus pagos, en la lejana y calurosa Corrientes. Y así fue.

Llueve en Mercedes, Corrientes. Llueve tanto que en la estación de colectivos ya nos quedan pocos recovecos secos; llueve tanto que desde esta noche, el litoral se va a empezar a inundar. Nos acomodamos como podemos, sin quejarnos, y seguimos durmiendo, comiendo, leyendo, tomando porrón, contando historias de promesas y agradecimientos, esperando el bondi que nos lleve a casa. En algún rincón de la Terminal, queda lugar para un Gauchito y al menos una vela prendida. Siempre va a haber vela para el Gaucho este 8 de enero, como hubo ayer y habrá mañana.

El pronóstico del tiempo había anunciado lluvia para los días 7 y 8, pero en la madrugada del 7 el agua paró. Dejó el Santuario del Gauchito Gil hecho un barrial, como dicen que está todos los años, y se tomó una pausa. Volvió a largarse a la par que se escondía el sol del 8, acompañado por los gritos que precedían cualquier atisbo de silencio. ¡Qué viva el Gaucho!, grita uno, y se hace eco, y resuena, y resuena, y resuena, como mantra de agradecimiento.  

Peregrinos

Nadie dice exactamente qué hace acá en Mercedes, Corrientes, a muchos kilómetros de un montón de lugares, lejos de sus casas. Sí dicen cuánto hace que vienen: 18 años, 14, 3, o por primera vez. Vienen aunque sea por un día, llegan el 7, van al templo, agradecen y se vuelven. Cientos de kilómetros en pocas horas.

La mayoría viene dos o tres días, arma la carpa al lado del bondi o el auto, o duerme en el bondi o en el auto. Ranchean por ahí o llenan la plaza hotelera de la ciudad, o no duermen.

Un pibe dice que viene siempre pero que esta vez por el precio de la nafta no pudo venir manejando. Hacía unos cuatro meses que había sacado los pasajes en colectivo del Conurbano a Mercedes. Volvía a las 22, del 8 de enero. Y durante unas seis horas esperó en la Terminal con una estatua del Gauchito de casi un metro de altura envuelta en una frazada.

Foto: Laura Hintze

De las promesas y los agradecimientos se habla en general, aunque eso sea también y sobre  todo lo particular. “Vine a agradecerle por la familia, por el trabajo, la salud, todo lo que nos da”. La cantidad de mensajes y banderas en el templo y en la tumba dicen, sin embargo, que en el encuentro con el Gaucho pasa algo más, la más grande y sincera de las intimidades. A veces, alguien no aguanta y cuenta.  

En un bar frente a la Terminal de Ómnibus, un señor rompe el silencio y les relata a quienes almuerzan milanesa (lo único que queda en el menú) que le pidió tanto al Gaucho por un auto, que cuando se lo pudo comprar, la patente era 08-OI y que él veía cero ocho, cero uno: 8 de enero. Es la verborragia de una vida invocándolo.

El mito

Lo que se sabe es que Antonio Gil Núñez fue asesinado el 8 de enero de 1878, a unos ocho kilómetros de Mercedes. Dicen que lo mató un comisario debajo de un árbol y que antes de morir, el ahora santo pagano anunció: “Cuando llegue la carta de mi inocencia vas a recibir la noticia de que tu hijo está muriendo por causa de una enfermedad; cuando llegués rezá por mí y tu hijo se va a salvar, porque hoy vas a estar derramando la sangre de un inocente”. En efecto, sucedió. El comisario le rezó al Gaucho y su hijo sanó finalmente. También se sabe que cada 8 de enero una multitud se acerca al lugar donde lo mataron. Todos y todas van con un objetivo: agradecer los milagros, la ayuda, haber escuchado, los beneficios, los favores. El ritual se repite en los templos de todo el país. Velas rojas, agradecimiento, asado, chamamé, fuegos artificiales a lo largo y ancho de Argentina.

La promesa canaya

Habían pasado las 23 del 6 de diciembre de 2018 cuando Marcos y yo nos encontramos en el patio de nuestra casa. El silbato de Loustau había anunciado la definición por penales de la final de la Copa Argentina. Y yo, enseguida, me encerré en el baño. Necesitaba un momento, respirar profundo y exhalar, sola. La ocasión lo ameritaba: sabés, aunque no te animes a decirlo, que capaz en un par de minutos ese día sea un día que no te olvidás nunca más. Estás al borde de la historia. Peor que un abismo.

Me quedé ahí, entonces, sentada en el inodoro, bombacha y pollera en alto (el organismo estaba para otra cosa) y repasé todas las razones por las que necesitaba que sea al fin ese día: mi papá, mi hermano, mi hermano y mis primos solos en Misiones, mi mamá bancándonos en todas, mi abuela de River pero que siempre nos puso en el Prode y que esa noche está, no sabés cómo pero está. Mi abuelo, que desde San Nicolás está mirando y rezando por la alegría de sus nietos. Los pibitos y pibitas que van a la escuela, el asado en Baigorria, el porrón en el Caribe, el vestido que me hice para los 15, las amigas que encanayé, los chicos de la cancha que están allá. Marcos, Tomás, el Corcho, los tres pibes que están conmigo, las ilusiones, la vida misma.

La vida se merece que ese día sea al fin, pensé, y entonces, sentada en el inodoro, qué iba a hacer sino era algo como rezar, como pedir a alguien o algo “porfavor, porfavor, esta vez es nuestra vez, al fin, aunque siempre seamos, siempre estemos y banquemos, que sea, tiene que pasar, tiene que ser al fin el día que no te olvidás más”.

Sonó el silbato, entré y salí del baño, y nos encontramos con Marcos en el patio. No sé si me llamó él o lo llamé yo. Pero estábamos ahí, frente a nuestro Gauchito, que cada tanto tiene un pucho y un traguito de vino o porrón. Nos miramos. Yo le dije que capaz, en unos minutos, él pasaba a estar para siempre en mí historia. Que si estábamos preparados para ese paso: nunca me voy a olvidar de vos, ni aunque lo intente. Porque capaz era un día que no íbamos a olvidar más, capaz terminábamos gritando Campeón, y entonces cuando sea el momento de recordar dónde, cuándo, con quién, iba a ser con él.

Nos miramos. No sé de quién fue la idea. Capaz de los dos. Me gusta pensar, un mes y pico más tarde, que hubo algo en el orden de lo mágico, de lo espiritual, del destino o del amor que alcanzaba para no decirnos lo que íbamos a hacer, pero saberlo.

Si ganamos nos vamos hasta allá, a Mercedes, a muchos kilómetros de un montón de lugares, sobre todo de casa, donde hace mucho calor, donde se nos van a reír de ahora en más por eso, ahora que somos Campeones y que antes de ir por la Libertadores vamos a irnos al medio de la ruta en medio del litoral a morirnos de calor, a cumplir una promesa.

La fiesta y los milagros

El Santuario del Gauchito Gil está sobre la ruta nacional 123. No hay muchos árboles a la redonda, mucho menos construcciones. Sólo un par de baños con ducha y los tinglados que preceden a la estatua del Gaucho, el templo en sí, donde se puede comprar todo tipo de agradecimientos, amuletos y figuras referentes al santo, y donde funcionan kioscos y restaurantes.

El 7 de enero, la ruta toma otro color y deja de ser ruta para transformarse en escenario de fiesta popular. Aparece un sinfín de autos, colectivos y camiones estacionados a cada lado del camino; se levantan carpas, salen las reposeras, comienza el crepitar interminable del carbón; suena el acordeón de la cumbia y el chamamé; y los promeseros y promeseras copan el asfalto y alrededores. En Corrientes, como en el resto de las provincias, no faltan quienes hablan del chiquero, la negreada, la mugre, el negocio, la locura de todo eso por una promesa, una pasión, el fanatismo. Pero tampoco faltan, ni en Corrientes, ni en el resto de las provincias, quienes van al Gaucho a embarrarse, a bailar, a prender velas, a renovarse espiritualmente a fuerza de vino y asado, a darse un momento para pensar en la familia, en la salud, en los amigos y amigas, en el trabajo; y que sobre todo celebran todo lo que se tiene, más que llorar por lo que falta.

En algún lugar de esa fiesta popular, los gauchos montaron un escenario. Desconozco cualquier término para describirlos, pero van vestidos así: de gaucho. Y bailan así: como gauchos. Y las señoras y pibas también, algunas con polleras, otras de jean y musculosa, son chinitas que se aferran al gaucho como él a ellas, y así bailan y zapatean y se zarandean y se dejan llevar.

En ese escenario suenan bandas en vivo desde el 7 de enero, bien temprano, hasta que sean las doce, y después hasta que hayan tocado todas las almas que se anotaron.

Los grupos de chamamé llegan de todo el país y se suben al escenario por orden de llegada. Desde allá arriba, aprovechan para hablar, a través del Gauchito, de su música. Entre canción y canción cuentan de quienes defendieron las fronteras, de Malvinas y el Ara San Juan. “También son el gaucho”, anoto en mis apuntes que dice algún músico.  Y al lado escribo: “la patria es el Gaucho (Gil)”.

El presentador del escenario dice que unas 400 familias comen de la fiesta popular que se hace cada enero,  “para el que dice que esto es comercio”, remarca. “El Gauchito Gil sabe”, resalta, porque una vez uno metió mano en la caja y se le prendió fuego el carrito.

Uno de los miembros de la banda rosarina Los gauchos del oeste, toma el micrófono y cuenta que hace 25 años ellos dejaron el alcohol, ahí mismo. Sí, lo prometieron en el templo y siguen cumpliendo. Lo repiten siempre para los chicos que puedan estar escuchándolos. “Que sepan que hay un gaucho escuchando”, agregan, en relación a Antonio Gil Núñez.

Alguien opina que queda más que claro que el Gaucho es cristiano, que es una fiesta cristiana. Algunos aplauden. Una señora levanta los dos pulgares y salta un poco, feliz. Otros hacen una mueca y agitan la cabeza a cada lado. Mejor pagano que cristiano, pienso sonriendo.  

Yo sonrío. Siempre sonrío. Cuando no, es porque me emociono. Porque les creo y ya no me entran las gracias en el cuerpo.

Cuentan, por ejemplo, que el sonido del escenario es a colaboración. O a puro agradecimiento. El hijo del encargado tiene una beba que ya recibió dos trasplantes de hígado. Dice que es gracias a él, el Gauchito Gil. Que las dos veces le pidió, y le dio, y que el papá del segundo donante está ahí mismo, en la fiesta.

El 20 de enero, la nena cumple un año y lo va a festejar acá, dice, señala el piso, tierra santa, con fuerza, y nunca llora. El abuelo de la nena junta plata para bancar el laburo que hacen en el escenario. Corre entre la gente una caja de sidra La Farruca y no hay mano anónima que no quiera colaborar.

Rituales

Hay una estatua del Gaucho en el baño de mujeres del Santuario. Tiene una vela roja recién prendida. La cera de otras ya consumidas dice que hace rato donde se puede, se agradece.  Con el paso de las horas, hay cada vez más estatuas del Gauchito Gil a lo largo de la ruta/escenario popular. Cada familia, cada grupo de amigos o promeseros, tiene la suya y la presta al camino que comparten con otros y otras. Quien pasa puede elegir dónde dejar su vela, o encenderla y dejar que pase de mano en mano, hasta que alguien le encuentre su lugar y momento exacto. La celebración del santo pagano se torna, con la caída del sol, más íntima y espiritual. Las velas rojas, todas rojas, al lado del camino, colaboran con la solemnidad del paso. La intimidad, sin embargo, lejos está de significar soledad. El ritual es sobre todo colectivo.

Una de las estatuas del Gaucho que nos cruzamos por la ruta está dentro de una caja transparente, no sé si de vidrio o plástico, llena, además, de ositos de peluche. A su alrededor, hay velas encendidas, rojas, claro, y está San La Muerte, el santo que adoraba Antonio Gil Núñez y que abunda también en la fiesta. Nos acercamos y miramos. No hay receta para mirar, adorar y pedir al Gauchito Gil; entonces no hacemos más que observar. El altar pertenece a un grupo de pibes y pibas que viajaron de Salta, que viajan todos los años, y si mal no entiendo, o recuerdo, son todos hermanos y primos.

Una chica nos invita a ser parte, como si abriera la puerta de su casa, y nos cuenta que los peluches son por sus sobrinos: siempre le pide al Gauchito por ellos. Los chicos nos acercan vino y asado. Aceptamos un trago y le damos otro al santo. No hay receta para mirar, adorar y pedir al Gauchito Gil. No nos queda otra que hacerla al andar.

Aprendizaje

Llegamos a Mercedes el 7 de enero por la mañana. Armamos la carpa en nuestro camping, el patio de la casa de Miguel, nos cambiamos y arrancamos al Santuario. Yo fui toda encanayada, obvio. En la mochila cargué una remera de Central para el 7 a la tarde, otra para el 7 a la noche, otra para el 8, otra más por las dudas. Compramos un banderín para dejarle en la tumba e irnos en paz. Porque íbamos a cumplir, y ya está. Pero no está nada. Cambia algo cuando estás ahí. Ya no es cumplir, y ‘tá. Te das cuenta de que otra cosa es agradecer. Y al gaucho más que cumplirle, se le dice gracias. Por eso es una fiesta.

El 7 al mediodía hicimos una hora de cola. A pocos metros del templo, ya embarrados, vela en mano y emoción a flor de piel, acompañé a una señora en muletas en su decisión y nos sacamos las zapatillas y medias. Nos ayudamos entre todos para no resbalarnos  y nos acercamos a la estatua y cruz del Gauchito como pudimos, entre los deseos impacientes de tantos más. Le dejé un pin canaya y un sticker con 6 estrellas que le había comprado a la secretaría de Actividades Sociales del Club y llevaba en la billetera como amuleto. Después, tuve que improvisar y me encontré rezando, o haciendo eso de mirarlo y pensar en lo general, que también es mi individualidad. Pensé en mi familia, en el trabajo, en la salud, en Central (ahora vamos por la Libertadores), en todo lo que nos da (aunque no lo sepa) y tenemos.

El 8 de enero, acorde a nuestros planes, visitamos la tumba de Antonio Gil Núñez. Nos acercamos con más silencio e intimidad que la jornada anterior y prendimos una vela cada uno. Le charlamos al Santo y después colgamos un banderín de Rosario Central. Para ese momento ya habíamos aprendido y le escribimos: Gracias Gaucho.

La ruta sin silencios

En el Santuario del Gaucho, en la ruta nacional 123, kilómetro 101, lo que se espera es la medianoche, el momento en que el Día del Santo empieza y sale disparada al cielo una cantidad de fuegos artificiales que ni te imaginás. Nunca hay silencio en la ruta nacional 123 kilómetro 101. Menos a las 12, cuando el cielo explota de todo eso que se venía invocando. Es el momento más espiritual del encuentro. La familia, la salud, el trabajo, el amor, Central, llegan hasta allá arriba y vuelven en forma de lucecitas y pibitos sentados en los hombros de algún mayor, sorprendidos, que no le bajan la cabeza al cielo. Es el momento donde entendés dónde radica la magia del Gauchito, al que se le agradece: una cosa es cumplir, y ya está, fuimos; otra es decir Gracias, y fuimos, y gracias, porque fuimos. Cuando cumplís sentís alivio. Cuando agradeces sentís que la fiesta te copa todo el espíritu. Y te sumás al sapucai, al ¡Qué viva el gaucho!, al trago colectivo, al aplauso sinfín. Nunca hay silencio en la ruta nacional 123 kilómetro 101. No cesa el acordeón, meta cumbia, meta chamamé, meta baile. Y si no es la música son las voces, los relatos, las historias; y más voces, más música, más historias, más gente, más fe, más pueblo.

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Un comentario

  1. guillermo isaias

    24/01/2019 en 15:03

    hola soy wilie vamos a prnderle una vela al gauchito para que se vaya macri.

    Responder

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