El actor dirige El Lombricario, una experiencia teatral intensa protagonizada por dos hermanos en disputa de una herencia. La obra se presenta los viernes a las 22 en La Morada, de San Martín 771.

El Lombricario. Teatro chico, es una obra escrita y dirigida por Julián Sanzeri. El autor se decidió abordar los vínculos dentro y fuera del escenario: tanto en la relación entre Héctor y Víctor -dos hermanos que a modo de reencuentro encaran un negocio en base a carne de lombriz-, y en el trabajo planteado con los actores: Maximiliano Fonseca y Nicolás Marinsalta. “Hicimos un pacto”, cuenta Sanzeri en diálogo con este periódico. “Les dije que éramos tres. Que yo dirigía y ellos actuaban. Que la íbamos a estrenar, sin reemplazos. Y si la teníamos que demorar por viajes, para ser padres o porque nos enfermábamos, la dejábamos ahí. Estuvo bueno, porque nadie apuró el proceso”.

Sanzeri señala que las primeras puntas argumentativas surgieron en un taller de dramaturgia del Sportivo Teatral, en 2016 en Buenos Aires. “Tenía como una sinopsis, un párrafo, dificilísimo porque había que sintetizar el tema de una obra que no sabíamos en dónde nos metíamos. Ahí surge lo de la carne de lombriz argentina de exportación, como una empresa entre unos primos. En un momento los personajes eran un hombre y una mujer, después eso de a poco fue cambiando”.

Julián, cuya última incursión de lleno en el teatro había sido con Gol de Oro (Todo o nada), como parte de la comedia municipal Norberto Campos, reunió un puñado de imágenes y texturas y registró un rompecabezas de diálogos que luego volcó en un juego de intensidades con sus compañeros. “Lo del nylon translúcido fue la primera imagen, como una idea de vivero, de obra en construcción, cuando arreglan una casa. De esa manera creció como todo un universo de nylon y plástico”, indica Sanzeri, que incorporó a Fernando Zago en iluminación y paisaje escénico. El jujeño Fernando Zago trabajó en reconocidos filmes locales como Ilusión de Movimiento, El Chancho con cadenas y El Asadito.

Pesada empresa
Suena el ring del teléfono de la vieja casa. Héctor traspasa el brumoso nylon, está de fajina, chaleco y crocs en los pies. Levanta el tubo y ensaya un “Acá no hay ninguna casa”. Golpean la puerta, del otro lado está Víctor. Héctor espera y pregunta. Luego dice elevando un poco la voz: “¡Pasá!”. “Está cerrado”, retruca su hermano. Héctor se calla como si hubiera muerto, su hermano rompe el silencio e insiste. Héctor, que se había sentado, se levanta y abre la puerta. Su hermano entra y relojea el inframundo de su hermano, aunque afirma que la casa, también es de él. Tiene dos botes lustrados en los pies, portafolio y gafas oscuras. Es el comienzo de El Lombricario, que removerá las raíces familiares, y pondrá en contraste cosmovisiones, honestidades y ambiciones.

“Uno de los personajes dice que todo el mundo tiene una empresa, y lo explica. Y encima es el más detestable. Pero si vos lo escuchás, no está tan equivocado. Hasta lo lleva al extremo diciendo que hasta los revolucionarios llevan adelante una empresa. El problema del capitalismo es que somos un poco nosotros, y el peor logro del capitalismo es que pensemos que el otro nos va a cagar. Y no sólo pasa por la plata, sino por la competencia, la desconfianza. Si todos quisiéramos ponernos una empresa se deshumaniza la vida, le vendería a mi hermano”, reflexiona Sanzeri, y aclara que son conclusiones que van cayendo. “Yo no sé qué estaba escribiendo, de qué se trataba la obra. Pensaba, cuando me pregunten, ¿que voy a decir? Por mucho tiempo no me quería enterar”.

De la estructura del relato, el director apunta: “Esta es una historia reconocible, como puede ser un clásico. Tiene un comienzo, un desarrollo y un final. Si lo resumimos, son dos hermanos que se disputan la herencia. Cuando surgió pensé en Maximiliano y Nicolás, uno es alto, el otro más petiso, son diferentes”. Sanzeri propuso los relatos clásicos como focos de inspiración, como medios, y puntos de partida: “Hay un montón de ejemplos en la mitología y en la Biblia; Caín y Abel, Rómulo y Remo, a mí el que más me llamaba la atención era Héctor y Paris, los hermanos de La Ilíada. Héctor tenía eso de que, aún sabiendo que perdía, iba al frente”.

Como director, Julián Sanzeri realizó Dos mil noventa, como tesis en la Escuela de Teatro y Títeres, y La República del caballo muerto.  Hace unos años participó haciendo un reemplazo actoral en la obra La máquina idiota, de Ricardo Bartís, con la que se presentó en Uruguay. Además, participó hace tiempo de Charada, bajo la dirección de Paco Giménez; Jekill, con dirección de Victoria Garay; y Formas de hablar de las madres de los mineros mientras esperan que sus hijos salgan a la superficie, con dirección de Georges De Bernardis, y las actuaciones de Mariam Anton y Patricia Pareja.

“Es bastante trabajo pero dirigir está bueno -dice sobre su última labor- Me parece que tiene que ser algo espontáneo, como que tenés que estar caliente con una idea, o con ganas de trabajar con actores. Es difícil porque los actores no tienen tiempo, en realidad nadie tiene tiempo, pareciera que es lo más difícil de conseguir”.

El vínculo con Norberto Campos
Julián había compartido un proyecto de teatro por última vez en 2015, cuando participó en Gol de oro (Todo o nada), escrita por Miguel Franchi, y en el marco de la Comedia Municipal Norberto Campos. Este último nombre es muy significativo para su vida, ya que el actor y director emblemático del teatro independiente rosarino lo cobijó, a él y a su hermano, en momentos en que su papá y mamá fueron detenidos en el marco del dispositivo represivo de la última dictadura cívico-militar.

“Norberto y Gladys (Temporelli) nos tenían que llevar al teatro, veíamos los ensayos, los procesos que a veces nacían de un libro. Cuando yo elijo hacer teatro lo hago con mi tía, y después me reencuentro con mi tío Norberto. Él y otras personas que son maestros de teatro, tenían un vínculo diferente, otra forma de vida. Gente totalmente apasionada, aún en la adversidad. Te lo cuento así: otro maestro, Paco Giménez, una vez contó en un unipersonal que tenía una perra muy grande, y que había un perro en el barrio que olía la puerta de su casa. Un día la perra desapareció, y cuando la fue a buscar por todos lados, llega a una avenida, ve como un manchón en la calle y reconoce que era de su perra, que le habían pasado muchos autos encima. Y contó que ahí le dio miedo que le pase lo mismo con el teatro, que una pasión muy grande le termine llevando la vida”.

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