A propósito de la obra y la vida de Charles Baudelaire, Walter Benjamin acuñó un término célebre, el de flâneur.

Ese término designa en francés al paseante, a la persona que puede deambular por las calles de una gran ciudad sin rumbo fijo, abandonándose al caminar sin dirigirse a ningún sitio específico.

Sin embargo, Benjamin le suma, a partir de su estudio de Baudelaire, el rasgo de ser un paseante que registra lo que observa al caminar.

Para Benjamin, el flâneur es un tipo social, propio del París de mediados del siglo XIX. Como tal, comprende a numerosos escritores de boulevard que recorrían a la deriva las callejuelas techadas por vidrios de la capital de Francia, apuntando el mundo callejero que allí veían, para componer artículos o notas que después publicarían en magazines y revistas de temática social.

Benjamin incluye a Baudelaire en ese tipo, pero diferenciándolo de todos modos, por considerarlo más que un cronista o escritor de boulevard, un auténtico poeta lírico, que tiene una particularidad: es el primero que representa, con el lenguaje de la gran poesía lírica, el escenario, los personajes y la vida del París decimonónico. Es, por lo mismo, el primer poeta moderno de la Francia burguesa y capitalista.

Baudelaire, según Benjamin, es, en consecuencia, el primero que puede escribir sobre esa cultura que engendra el capitalismo naciente, hecha de relaciones impersonales y de contactos fugaces, a los que Benjamin denomina shock.

En las callejuelas parisinas, surcadas por multitudes de caminantes anónimos que constituyen una masa amorfa, se reconocen de todas maneras diversos tipos característicos: los traperos (equivalente a nuestros cartoneros), los dandis, los apaches, las prostitutas, los conspiradores. Se trata, como es notorio, de un complejo variopinto de figuras, que comparten el común denominador de ser sujetos claramente a-sociales.

Charles Baudelaire, el flâneur privilegiado por Walter Benjamin, deviene así en una suerte de pionero, de autor originario que inaugura la poesía moderna a escala universal, para dar cuenta por medio de su obra de un mundo nuevo, emergente, que impone formas de sociabilidad y de cultura hasta entonces absolutamente inéditas.

Tan potente fue la lectura de Benjamin sobre el autor de Las flores del mal, que sus efectos -sobre todo la difusión de la categoría de flâneur– terminaron proyectándose sobre infinidad de estudios académicos e investigaciones, ya no sobre el propio Baudelaire, sino sobre otros autores y poetas.

Así, se definió a la poesía del primer Borges -el autor de Fervor de Buenos Aires, Luna de Enfrente, y Cuaderno San Martín– como la poesía de un flâneur. La interpretación resulta pertinente, puesto que -como muchos lectores recordarán-, en esos libros primigenios Borges refiere sus andanzas por los arrabales de Buenos Aires, por las calles despobladas de los suburbios donde hay tan sólo una vereda (ya que del lado opuesto comienza la pampa), para registrar (representar) la visión de esas calles donde encuentra sus raíces y su pertenencia.

Situándonos en esa perspectiva, podríamos decir asimismo que Roberto Arlt fue otro gran flâneur argentino, no como poeta lírico sino como cronista de la ciudad.

Porque, ¿qué otras cosas que las flâneries de un cronista infatigable, de un observador atento y minucioso, de un etnólogo que recorre la ciudad para relevar las costumbres y cultura de sus sectores populares -incluso de sus tipos a-sociales-, son las Aguafuertes Porteñas de Arlt?

Arlt, en sus Aguafuertes (al igual que Raúl González Tuñón -él sí poeta y lector provechoso de Charles Baudelaire-) representa figuras características de la ciudad, pertenecientes a los estratos sojuzgados del universo ciudadano, que están situadas en el territorio de la mala vida, donde se mezclan prostitución y delincuencia.

Por sorprendente que resulte, puede decirse que en Roberto Arlt resuenan ecos baudelairianos, obviamente que no a nivel de su lenguaje, pero sí a nivel de sus temas, sus personajes y sus asuntos destacados.

Y siguiendo con esa vía de reflexión, podríamos afirmar que incluso nuestra ciudad vio surgir poetas flâneurs, en distintos momentos de su historia. Hacia principios de los años cuarenta del siglo pasado, un poeta que transitó las calles de Rosario, Facundo Marull, compuso un libro memorable, intitulado Ciudad en sábado. Ese libro, notablemente, es la exhibición de los recorridos practicados por su autor sobre el espacio de nuestra ciudad, caminando zonas características como Ludueña o el Parque de la Independencia, o lugares arquetípicos como la estación ferroviaria de Rosario Norte. Al igual que Baudelaire, y que González Tuñón, Marull dibuja, con un lenguaje moderno y vanguardista (que no elude las formas del habla coloquial) los perfiles de tipos característicos -el hortera, el hombre de la sortija, el heladero- que habitan la ciudad de Rosario.

Décadas después, otro poeta rosarino, Cachilo, el poeta de los muros, escribiría sobre las paredes de la ciudad infinidad de graffitis, que hablaban sobre cuestiones que importaban a todos los rosarinos. Cachilo era, como se sabe, un hombre que había excedido los límites del pensamiento racional, para mal y para bien. En su condición de alienado (palabra que connota tanto una enajenación de la razón como una enajenación de la conciencia, sin que se trate de las mismas cosas), trazaba sus pequeñas inscripciones hechas con tizas de colores por las calles rosarinas, interpelando el sentido común (el buen sentido) de los transeúntes, a los que se ofrecían como un auténtico don.

Algún lector podrá suponer que todas estas cosas pertenecen a un irremediable pasado, y acaso tenga razón. El mundo actual, mucho menos propicio al vagabundeo callejero, y mucho más favorable a otro tipo de contactos sociales (esta parece ser la era de las relaciones virtuales, donde lo que deambula no son las personas sino los buscadores de red), lleva -nos lleva- a una posición mucho más estática, propia de sujetos que son en el mundo solamente por medio de sus dispositivos comunicacionales.

Pese a ello, algo de la vieja flâneurie parece subsistir, cuando salimos a la calle, y nos permitimos observar (mirar) el espectáculo impactante de las ciudades contemporáneas. Tal vez lo único que esté faltando sean poetas que se atrevan a volver a representar, con el lenguaje de nuestra época, sus tipos característicos, sus miserias, sus claroscuros, y algún hálito de esperanza.

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