Yo no sé, no. Pedro recordaba unos días de angustia para sus viejos y la abuela. Todo era porque el abuelo había perdido los papeles de la jubilación, que estaba en trámite, con sus documentos inclusive. Para peor, como había nacido en la Península Escandinava todo se complicaba. Después de batallar con el aparato burocrático, que alargaban la solución, una de sus tías, cuando pasó un tren en el que viajaba Evita, se acercó lo suficiente y le entregó una carta a la que empezaba a ser la abanderada de los humildes. La misiva informaba la angustia familiar y la contestación no tardó una semana: la jubilación del abuelo Isä (papa) junto con una carta de Evita pidiendo disculpas por la demora.

También se acuerda del primer torneo de pibes que participó en el barrio. No tenían ni para las camisetas. Un vecino, que hizo de delegado, les contaba que él había participado de los primeros Campeonatos Evita y que, de estar ella viva, no tendríamos ese problema, el de no tener camisetas.

Corría el primer año de la dictadura de Onganía. Pasó un tiempo, y allá por el 73, hubo una marcha de antorchas que pasó por el Cristo (Perón y Lagos) y terminó en Córdoba y Entre Ríos, y se colocó una placa rebautizando a la calle Córdoba con el nombre de Eva Perón. Pedro vio en las columnas que venían de la JP, la JUP, la JTP y la UES, el espíritu y las ganas de justicia social de Evita que estaba vivo, estaba presente.

Mirá, prosigue Pedro, hasta no hace mucho, con un billete por día con la cara de Evita, uno se aseguraba el morfi diario. Y los que además la teníamos, y la seguimos teniendo, íbamos por más. Hoy, los que tienen el poder nos quieren arreglar con una jubilación de 100 billetes con la imagen de un venado que se parece a un guanaco. ¿Sabés qué?, me dice, hay que volver a tener un gobierno que asegure que los deseos de Evita estén presente. Y vamos a volver, asegura, con 100, con miles, con millones de Evitas. Esto me lo dice mientras su cara parece iluminarse con la luz de aquellos recuerdos, de aquellas antorchas.

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